24 de marzo
Un imperativo: la pregunta por la cultura en los pueblos, las comunidades que han sufrido matanzas, genocidios. Hay una certeza: nadie está exento. ¿Por qué? Porque es el hombre quien realiza tales actos. De tal planteo, unos reafirmarán la revolución que fracasó, otros…
Qué dirán los poetas. Cómo remontar hasta lo decible cuando se ha perdido el sentido, cuando culturalmente se ha ido tan lejos que nada de lo que se haga pueda asegurar acogimiento. Un soplo dice Nancy, “que en verdad no habla, un soplo posterior a la palabra y anterior a otra palabra. El entredós de una espiración y de una inspiración, una ‘palabra sofocada’ (según fórmula de Sarah Kofman). Ese entredós no depende ni de la memoria ni del olvido. No está en la dimensión de la historia. Está en la dimensión del presente (…) La cosa resiste al tiempo, pero no como un pasado presentificado en el recuerdo: como el presente que va”. La indignidad en la frontera de lo mentable. El viaje al origen del sentido semeja el de su fin. Las glosolalias expresan la licuación de las cadenas expresivas. La caída en la nada. El extravío de los enlaces sucesivos deja librada a las pulsiones sonoras lo que quiere decirse. Una frontera de nuevo lenguaje o de regresión gutural a los graznidos primarios. Cuánto de tal sonoridad connota aquello que es humano. Si las dramaturgias aún se calman apelando a contar historias, es que, como dice Baudrillard, en la repetición enmascaran que ahí no hay nada y sólo les queda la petulancia de ejercerse como metalenguaje de la banalidad. El teatro como posteatro puede dar cuenta del abismo gutural, que equivale a la desnaturalización de los principios identitarios y comunitarios del género humano. Como teatro se mantendrá en las fronteras que explican y justifican la ignominia de cuando los hombres eran enemigos de los hombres. Esto denota que hay conciencia de cuáles fueron las unidades de montaje del rostro humano, como que hay una maquinaria productora de alegría, una factoría que produce inocencia, es decir, corderos. Pero nada evitará que, por lo menos, los humanos estemos bajo sospecha. En cada uno de nosotros hay un Auschwitz gritando. No vale el ‘yo no fui’. Basta que un humano coma a otro, que todos en definitiva lo hacen. Queda por ver si la singularidad creativa puede contrarrestar la pulsión de muerte que se manifiesta como mandato genético de la horda. El arte es cómplice de sus gregarismos infames. Entonces no podemos no investigar lo que habla en el fondo de cada uno. Es que no es cuestión de estética sino de cómo vamos a vivir. Cómo hacer una inflexión alentadora que reoriente la cifra fatal que expresan los suicidios de Paul Celan, de Jean Améry, de Primo Levy. En ellos recalaba una clave humana. Un designio insobrellevable. Y es que si en todos sobrevive el pasmo, podrá ahogarse en falsos consuelos, en falsas promesas, en engañosos optimismos, pero no podrá eludirse el desafío sobre ‘qué somos capaces de hacer’. Como fingir volver con otro rostro al lugar del crímen, donde se puede nombrar, como si nada, al monstruo que se había comido las palabras.
La historia es la de esa forma que identifica al ‘monstruo’ moral que hay en ella. En este sentido, se entiende que la palabra funcione como el detonador de una desverbalización en catarata, capaz de llegar a su misma disolución en una ‘glosolalia’ atomizante de todo atisbo de personalidad o responsabilidad sobre las cosas.
La nada que queda como efecto bien puede sentirse como ausencia de algo que nos falta. Con lo que (la ausencia) sería una manera de extrañar no ser nunca algo, y ese mismo extrañar, una manera de ser. Pero si esa nada es ‘algo’, es pensable que cuando todo sentido se ha perdido, hasta esa nada glamorosa es susceptible de faltar un día. Y ante eso, ya no hay coartada.
Si hemos vivido en una ausencia promovida casi industrialmente (campos de exterminio como fábricas productoras de muerte y por algunos de nuestros mismos países, política de desaparición de personas), la nada como sensación dominante de la vida actual, ha sido producida de la misma forma. La nada nos ha sido administrada. La nada ha sido encaramada al rango de necesidad. Los seres como pequeños dispositivos productores de vacío. Y éste como un verdadero mecanismo de control. Ahora, si es hasta la sensación de vacío lo que se pierde, perdiendo por saturación las caricias de los peluches de su no ser, hay un descontrol, un colapso que preanuncia el caos. Punto de una mutación o de una disolución. Punto en que el principio de muerte impuesta se naturaliza o la pulsión de la más recóndita singularidad da la clave de una nueva chance de comunidad.