Críticas de espectáculos

28 buitres vuelan sobre mi cabeza/Carlos Marquerie

El caminante en búsqueda

 

Sobre el cuerpo desnudo de Carlos Marquerie se van colocando pequeños elementos naturales: ramas, trozos de troncos, líquenes, piedras… Seleccionados y tratados con el cuidado propio de un taxonomista entregado, se disponen sobre el cuerpo humano ensayando posibles alianzas, enraizamientos, sin llegar nunca a la síntesis, mostrando sobre todo el impacto del encuentro tranquilo entre la carne y la naturaleza muerta. Muerta, pero cargada de energía, la que le otorga la poesía escénica del espectáculo, del mismo modo que en los múltiples dibujos que rodean la propuesta se funden las hojas secas desde hace siglos con el trazo contemporáneo del autor.

Así, en 28 buitres vuelan sobre mi cabeza, Carlos Marquerie recurre a su habitual estilo, profundamente personal, poniendo en común todas sus facetas: las de dramaturgo, director, iluminador, escenógrafo y pintor. Como línea conductora, los escritos íntimos en modo de diario que elaboró a lo largo de tres estaciones durante el curso pasado, en cuya puesta en escena se diría que se encuentran dos de los temas fundamentales en la creación del autor en los últimos años: el cuerpo y el paisaje.

El caminante que ya en su obra 2004 recorría el entorno vertiendo sus reflexiones a raíz de lo que iba encontrando, descubre en este nuevo trabajo la presencia de alguien más en medio de ese paisaje, alguien desconocido pero a la vez íntimo, alguien cercano pero inaprensible. Un otro que puede ser él mismo objetivado, observando su soledad desde fuera. O el propio paisaje, que en lugar de mostrar los trazos de una posible patria íntima –como ocurría en 2004-, se extraña y se revela como un observador perenne y desbordante, bañado por una «luz primera, violenta y melancólica». O incluso una presencia femenina con caracteres de muerte, que entra en diálogo con el hombre hasta en un nivel carnal. En todo caso, siempre un punto de encuentro entre lo que ya estuvo ahí desde siempre, aunque oculto, y lo que se acerca como presagio de un fin, de la imposibilidad de prolongar el ahora. Por ello, por ejemplo, en una misma actriz –Estefanía García- encontramos tanto la mueca desencajada de quien porta la guadaña como el sexo femenino expuesto en tanto que origen.

De este modo, el caminante pasa de la reflexión sobre la realidad a la ensoñación sobre la propia existencia, sobre el quehacer cotidiano. Pone en palabras el asombro silencioso de quien, en un ejercicio de renuncia y resistencia hacia la forma de mirarnos en tanto que seres humanos, se ha volcado hacia el entorno natural, el cual de repente proclama su independencia y su inabarcabilidad. Esas palabras llegan a nosotros de manera desdoblada, tanto en la voz del propio autor como en la de Getsemaní de San Marcos, cuya potencia escénica y enunciadora va en aumento a lo largo del espectáculo, hasta un extenso monólogo final cargado de matices e intensidad, que acaba por consolidar una cercanía íntima con el espectador.

Como en otras piezas de Marquerie, las citas pictóricas o cinematográficas son habituales, muchas con un marcado carácter reflexivo. A la vez, las autorreferencias están presentes, tanto a nivel escenográfico como textual, con reelaboraciones pasajeras de obras pasadas. La belleza de los desnudos contrasta con momentos de violencia –temblores, luchas, cargas- extenuantes, siempre bañados por una luz tenue, la cual con la ayuda de los largos periodos de silencio ayuda a crear una atmósfera inmóvil pero vibrante. Así, en esa quietud deliberada, en ese espacio callado, se inserta mucho mejor un pasaje de texto dicho a oscuras ya cerca del final que los distintos fragmentos musicales, que en ocasiones juegan en contra del propio clima creado.

De la misma manera, otros aspectos de la obra parecen impedir una completa realización de los propósitos del autor. En una clara voluntad de no superponer los signos escénicos, de crear una sucesión de instantes o acontecimientos en un marco temporal y espacial suspendido, se consigue salir de los marcos de representación habituales, pero también se impide al espectador acceder al lenguaje propio de la pieza. Las intensidades de cada acción se diluyen a veces de modo excesivo, y los dos descansos no ayudan a que la recepción -que va viéndose a lo largo de la obra cada vez más atraída por la propuesta- acabe de adaptarse al ritmo artístico del espectáculo. Si en otras obras esa distancia con el espectador puede ser pretendida y fructífera, en el caso de 28 buitres… resulta más bien contraria a buena parte de sus propósitos. Lo mismo ocurre con el aislamiento entre unos elementos y otros, o entre acciones y textos. Los pocos momentos en los que se superponen, el espectador no se encuentra ante un camino cerrado de interpretación, sino que más bien descubre nuevas vías para su experiencia receptiva, y echa de menos esos posibles solapamientos en otros momentos del espectáculo.

Tal vez de esa dificultad de congeniar distintos elementos entre sí es de lo que más habla esta obra. Por fortuna, Marquerie no renuncia a la búsqueda, a la experimentación para conseguir nuevos modos de unión. El cuerpo y el paisaje, el desnudo y la naturaleza muerta, dialogan y se prueban a través del texto, de la acción, del mero contacto de la piel con la materia encontrada, y acaban por mostrar un posible lugar de encuentro en la última imagen del montaje: una marioneta humana que ve transformadas sus extremidades en tronco y ramas, y que observa su entorno preguntándose una vez más si es esa la síntesis buscada.

Julio Provencio

Obra: 28 buitres vuelan sobre mi cabeza – Dramaturgia y dirección: Carlos Marquerie – Intérpretes: Estefanía García, Carlos Marquerie y Getsemaní de San Marcos – Compañía Lucas Cranach – Teatro Pradillo – Madrid – Hasta el 3 de Febrero de 2013.


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