Críticas de espectáculos

58 Festival de Teatro Clásico de Mérida/»Las Bacantes»/Eurípides/Carlos Alvarez-Osorio

 

Unas «Bacantes» con escaso relieve artístico 

 

La coproducción extremeña «Las Bacantes», de Eurípides, no pudo levantarse con buen pie con la propuesta teatral del autor-director sevillano Carlos Alvarez-Osorio, que había optado llevar al espectador por el prototipo dramatúrgico y escénico del ritual dionisiaco, intentando inútilmente dar énfasis, comprensión e intencionalidad a la esencia salvaje, transgresora y catártica que coexisten en esta interesante pero complicada tragedia griega (colmada de discusiones eruditas, de las que la mayoría de las interpretaciones escénicas han seguido la apuesta nietzscheana haciendo hincapié en la desmesura libidinal de las bacantes), para la que se necesitan actores muy capacitados que saben utilizar su energía en todos los registros, con potencia evocadora y amplificadora de la emoción trágica.

Tengo que recordar que en esta línea de trabajo teatral propuesto por Álvarez-Osorio, pasaron por el Teatro Romano dos bellos espectáculos de «Las Bacantes»: en 1986, la versión y dirección del griego Theodoros Terzopoulos, donde primaba la calidad de una propuesta original del conflicto -entre la lógica y el instinto- de la obra, resuelta en el tratamiento de movimientos escénicos (con sus técnicas de relación texto-expresión corporal-voz) que remitían a elementos étnicos, ancestrales y telúricos griegos; y en 1987, la ceremonia de «paganismo sacramental» de Salvador Távora, lleno de elementos de la vida dionisiaca andaluza (representado del mismo modo en Grecia con éxito de crítica). También, en 1997 se representó con favorable acogida una versión muy literaria de Eusebio Lázaro.

En el espectáculo de Álvarez-Osorio, se trasluce que las debilidades nacen de su versión que apenas logra desarrollar la «recreación» del mito ni de llegar a su desenlace con la fuerza suficiente. Sintetiza el texto de Eurípides eliminando personajes (como Cadmo,Tiresias y mensajeros), suprime los parlamentos poéticos y cantos del Coro (que eran el primer ámbito de resonancia emotiva de la peripecia escénica) y, también, el castigo final impuesto por Dioniso (el destierro de todo el linaje cadmeo, tan debatido en la obra original por injusto). Todo para encajar el texto en simples diálogos entre Penteo y Dioniso y dar protagonismo en el montaje a una suerte de danza de bacanal postrema, que va desde el trance al horror, donde no cuaja ese sentimiento visceral y código de los sentidos que reemplaza a la palabra por la falta de un adecuado trabajo corporal detalladamente coreografiado.

Además, la puesta en escena tiene el inconveniente de quebrantar con altibajos no sólo la narración, teatralmente poco creíble (como las escenas de violencia que parecen un montaje de colegio) sino el ritmo de tragedia: su tono grave objetivo, resultado del conflicto, que se debe producir en el grado justo de intensidad en crescendo. Por esa razón hubo en la función muchos momentos que pesan, algunos motivados por ciertas pausas mal dirigidas en el rol de algunos actores, faltos de una comunicación gestual más perceptible para los grandes espacios de público. Sólo destaca la escenografía de Diego Ramos (con unas simbólicas tinajas esparcidas por la escena romana) y la ambientación luminotécnica de Fran Cordero (sobre el cuerpo de las columnas) que logran cierta atmósfera sobrenatural de la tragedia, arropando el espectáculo.

En la interpretación los actores ponen mucho entusiasmo y logran sacar adelante la función, pero con escaso relieve artístico. Lo más endeble es la falta de equilibrio tonal en su declamación, en las cadencias y anticadencias que deberían palpitar con grandilocuencia y brillo en las palabras poéticas de la tragedia. Son monocordes. También falla el ritmo en la mayoría de sus acciones, en las escenas más vivas y sugestivas navegan teatralmente sin convicción, como forzados. No destaca ninguno.

En fin, propuesta inútil (sin eco, sin misterio, sin comunicación), rancia en el peor sentido, pese a sus afeites de modernidad con la música electrónica.

José Manuel Villafaina


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