De su corazón al aire
Poesía de dolor, aire tocado.
Dolor hecho poesía, lloro creciente y menguante.
Melodía de un corazón, imagen al fondo del plano.
El poema se yergue solista, iluminado por una única línea cenital firme y concreta. Por ella Vicente Amigo prescinde de ojos, que aguardarán en la sombra un poco más en esta taranta. El azul la acompaña desde el lateral derecho por el Callejón de la Luna. Virtuoso, el cuerpo-guitarra teje un plano que, en su continuidad melódica y cambiante, será la línea motriz que vertebre todas las demás. Porque el estilema de Vicente Amigo es idiolecto de estrofas dialogantes; es forma de hablar posible y reconocible de una misma figura en toda su obra. Se versa este discurso enamorado sin ojos, solo a la luz de un cenital. La música es percibida desde ahora como una promesa cumplida, en cuanto que consigue satisfacerse como principio y fin de un deseo entre su autor y sus oyentes. De tan sensible, vemos por las cuencas desnudas cómo se dice lo implícito sin articularlo: táctil y sonoro, el mensaje de motivos salta por encima de la verbalización sin caer en la censura del deseo o en la sublimación de lo indecible. La música se transgrede para dejarse escuchar como metáfora a la que jalear. Entran las palmas, siendo el percusionista Paquito González y el cantaor Rafael de Utrera estas dos figuras que se acercan para enlazar las sonoridades de Córdoba y Mezquita en una soleá. Con una luz para cada figura, el rostro sin ojos visibles habla, o ‘quasi parla’ en Autorretrato. Son cuerdas acompañadas por cuerdas; la guitarra de Añil Fernández y el bajo de Ewen Vernal son cuerpos orientados a una forma musical que enfatiza su discurso desde la modulación sinuosa, marginal con el azul del fondo que anochece con ellos.
La lengua de la guitarra insta a una escucha distinta, dispuesta a leer el código de Vicente Amigo para disfrutar de cada uno de los significantes en un momento en el sonido. Vicente toca los Tangos del Arco Bajo y de su voz se hace inteligible un ‘grano’, una poética distinguida que empieza a sentirse; que es textura compleja que se compone de un movimiento yuxtapuesto, granulado, y de sentidos inversos: los dedos y sus yemas, todos los zurdos escriben en vertical, mientras que los diestros son pulsos desplazados y limpios por el traste. Las palabras podrán sentirse libres en su rumba y el sinsentido surgirá seguro de sí en Amoralí, ocupando el espacio que no está vacío, que le pertenece en el centro y inmediatamente a los pies de la silueta solista. La música irrumpe en la lengua por la capacidad física de las voces; del instrumento en transmutación con el cuerpo que se vuelca en él. Se desvela un sexto cuerpo sobre el plano: es el ‘grano’ compuesto desde la voz que canta, la mano que tensa, las articulaciones que pulsan. Lo granuloso se oye: es signo sonoro que se deleita en una escucha atenta. En esta fricción entre música y lengua Vicente Amigo marca la significancia de tocar lo amado.
Las Cuatro Lunas están llorando. Escucha del lloro vivo. La guitarra dirige el nuevo camino, que será acolchado por el bajo y su segunda guitarra. Se hace tangible el intercambio de frases, nunca pisadas. La voz de la guitarra canta primero y dibuja el trazo que Rafael de Utrera coloreará más tarde. Se llora esta poesía, a doble canto. Y en el centro, reposan sus ojos: son los únicos órganos aparentemente ausentes, envueltos de azul en suelo y cielo, entre dos fondos, entre dos letras. Una herida de agudos se abre y luego se calma. Tararean las cuerdas: ‘Está llorando. Está llorando’. Lo expresado excede lo dicho, porque una segunda voz en pleno discurso no hace sino marcar la diferencia entre los sonidos, entre las lenguas. El ‘grano’ se percibe entero: es la complejidad facilitada por una música que es ovacionada y estudiada por su practicidad posible. La guitarra se revela práctica: es música que se escucha por los dedos que quieren tocarla. El espectador se sitúa a sí mismo como personaje que evoluciona desde su ojo-testigo a estar formando parte de la ejecución en el centro del escenario. Vicente compone para un dar qué hacer, no un dar qué oír. Por su bello estilema se lee su texto musical tal y como hacemos con un texto contemporáneo moderno: no desde la recepción o la evocación de un sentido, sino desde la actitud corporal de una escucha que atraviesa cada tema con una nueva inscripción, una ilusión renacida de sus motivos abiertos.
Se levantan las figuras del cante y del cajón. El foco se acerca y cae, más vertical, hacia el sentido. La guitarra tiene tanto que decir que no cesa de versar sobre el hueco. La cualidad de su música no se describe con adjetivos, sino con verbos, porque actúa, se contornea, se lamenta, se muestra y se extiende hasta la siguiente estrofa. El azul se evade y espera a su Sevilla, soleá en Fa sostenido. La guitarra desvela mira al azul por bulerías y canta deleitada de contar con dicción perfecta su poema seriado, nuevo. Los ojos hacia arriba reabren el plano. En su margen, y a toda vista predispuesta, las cinco figuras con sus cinco proyecciones anuncian en tono de granaína la siguiente soleá de su próximo trabajo discográfico. En tono de Si se sostiene esta poética contemporánea, aireada por un cante granular que escapa del pecho para acudir a esta fonética musical, veteada por deseo.
Por estos somatemas o figuras del cuerpo (que, según Roland Barthes, son figuras musicales cuyo tejido forma la significancia musical) se percibe un estado paradójico de una letra-sonido (fonema), que es a la vez abstracta (por su permanencia en la vibración ya consumada cuando es percibida) y material (por su manifiesto arraigo en la garganta y en las cuerdas). ¿Acaso el espacio de las voces no es un espacio infinito? Estamos en el azul. Por él, esta fonética no agota la significancia. No deja que ésta, en cuerpo y vida de una melodía, sea enjaulada en una reducción expresiva. No obstante, el plano se va cerrando. La lengua va callando todas sus voces. Réquiem difunde en Roma en una extensión melódica posible, dado que son dos caras de una misma secuencia fonética que comparte ‘tónica’ y modo en Si.
Este discurso no se construye como articulación, sino como una pronunciación dicha al aire. Efímero, mantiene la coalescencia de la línea del sentido (la frase) y la de la música (el fraseado). Porque en este arte, la música es la que se acerca a la lengua y halla lo que ésta tiene de musical, de amoroso. La obra se convierte en la huella de un movimiento, de un itinerario en un mensaje globalmente legible fruto de las variaciones de su contenido temático e inconfundible forma-fonética. Vicente Amigo es totalidad; es sistema de sentido: dotado de un discurso, de una iconografía, de unos rasgos estructurales (como son los espacios libres que esperan la llegada de otras voces), de una melodía ‘a cuerda pelá’, de una presión justa, de unos ligados que no hacen sino denotar su acuidad musical en forma matricial de diálogo entre cuerdas, amaderadas y laríngeas.
La escucha se hace una pregunta: ¿qué es la música flamenca? El arte de Vicente Amigo responde: es una cualidad del lenguaje. Es una parte del lenguaje vuelta hacia lo que éste no dice, lo que no se articula. Y es que es lo ‘no-dicho’ donde se alojan el goce, la ternura, la delicadeza, la satisfacción, todos deleites de lo imaginario, imaginal. La imagen sonara es al mismo tiempo lo expreso y lo implícito en el texto. Es aquello que se está pronunciando con la progresión armónica en II-V-I, pero no se articula nunca. La música es lengua de una poesía que está a la vez fuera del sentido y el sinsentido, metida plenamente en la significancia del espacio definido por cinco monitores en su horizontal.
Las obras se llaman unas a otras: ¡Poesía de dolor, aire tocado! Se encuadran en una figuración que tiene autoría, Vicente Amigo, y por él se pronuncian ‘quasi parlando’, en melodías de un cuerpo agitado que está a punto de echar a hablar. El toque es tanto, y tan sólo, el gesto de esta voz, flamenca y única. Dulce y completa, por su grano habla sin decir nada más que el compás que le permite existir como significante en el hueco central del escenario. Dolor de un discurso propio. Poesía del espacio escénico y proximal de una música-lengua que percibe tocada: es la escucha del toque, activa y que persuade al patio de butacas que la digitalice más tarde, en lo que tarda en prender, desde el pecho hasta los propios dedos, el sentido de la voz de Vicente Amigo. Dolor hecho poesía.
Andrea Simone
FICHA ARTÍSTICA:
•Guitarra solista y composición: Vicente Amigo
•Segunda guitarra y coros: Añil Fernández
•Percusión y coros: Paquito González
•Cante y palmas: Rafael de Utrera
•Bajo eléctrico: Ewen Vernal
.Gran Teatro de Córdoba, 17/12/2022
• Fotografía :Rafa Alcai