El oficio de la actuación permite experimentar y ampliar el conjunto de experiencias de quienes se dedican a ello.
Durante los últimos días del siglo XIX se propuso que, para dar credibilidad al personaje y entrar en el juego de la representación, era importante conocer y evocar las experiencias que el actor había tenido en el pasado, durante el transcurso de su vida, para así poner al servicio del personaje, y de la situación ficticia, su memoria emocional o, como yo diría en este momento -y tengan en cuenta que solo he tomado un café-, el cúmulo de sus experiencias “reales”.
Pero claro, las actrices y los actores no han vivido todo lo que la humanidad, a lo largo del tiempo, ha experimentado en tanto especie. Ni todos hemos pasado por las mismas cosas y, por supuesto, nadie elige a un actor a partir de la cantidad de experiencias que haya vivido, para así poderle dar más “credibilidad” a los personajes que debe encarnar.
Para solventar esa variable también se propuso otra estrategia, la de apelar al “cómo si” que, de una manera reduccionista, y ustedes me disculparán, significa imaginar lo qué pasaría con el comportamiento del actor si estuviese viviendo esa situación “nueva”, por lo que debería crear su posible comportamiento en esa experiencia tentativa.
Ahora bien, en una etapa de la historia del teatro en la que se ha declarado en algunos escenarios que el personaje y la representación han muerto, vale la pena reflexionar sobre las nuevas versiones de lo que debe, o debería, ser el ejercicio de la actuación. Y es que, además, es clave tener en cuenta que son múltiples los fenómenos que nos invitan a pensarnos la cuestión desde otros ángulos.
Por ejemplo, lo que pasa con las nuevas generaciones es interesante ya que están acostumbradas a la exposición ante una cámara en casi todas las facetas de su vida, por lo que, quizá, no hay alteración del comportamiento ante la presencia de una mirada, sino que, por el contrario, la exhibición se ha normalizado.
15 de enero del 2023
Madrid, España.
