Un ejercicio metabólico
Estaba repasando mi agenda de la semana anterior y resulta que del 9 al 15 de enero del año 2023, acudí a ver ocho espectáculos diferentes, en horarios de mañana, tarde y noche, lo que me empuja a realizar un análisis que escape de lo inmediato, se aleje de las impresiones, esconda toda intención forense e intente convertirse en un ejercicio metabólico en cuanto vaya a los resultados de una analítica que sirva para intentar establecer una dieta estética, quizás unas recomendaciones externas y se sustente no tanto en la calidad intrínseca, sino que procure buscar la relación de lo ofrecido, con las plateas, con los públicos y sus relaciones emocionales, intelectuales, familiares o de pertenencia a la misma idea del mundo.
Sigue sorprendiéndome de manera constante la reacción de los públicos al final de las obras. Tengo muchos quinquenios acumulados para comprender lo que sucede en los días de estreno, más todavía si el estreno es en un teatro de titularidad pública y más todavía si en el reparto hay actrices o actores que se pueden considerar como famosos, sea en la graduación que sea. También si en la autoría, dirección u otros estamentos de la producción aparecen nombres conocidos que tengan, por ejemplo, una escuela de teatro considerada referencial, una productora o influencia en la series televisivas. En estos días la espuma sube de manera artificial. Se hacen una demostraciones de amor, de pasión, unos vítores impostados que pueden confundir a un recién llegado al oficio de mirar, pensar y escribir sobre lo visto.
Como es bien sabido, la mercadotecnia hace que los estrenos de temporada se propongan en el mismo día a la misma hora de manera pertinaz. Llevamos dos semanas de cambio de programas, de estrenos coincidentes, por lo que uno tiene la posibilidad de no asistir a los aquelarres estrenistas más extremos, así que acudo, normalmente, a funciones con públicos que considero son libres, no invitados, no familiares, no pertenecientes a la clac digital. Públicos de los de verdad, espectadoras que acuden por intereses sociales, culturales y ese largo etcétera que les impulsó a adquirir sus entradas con tiempo y elegir en la medida de lo posible sus localidades.
Y es ahí donde acabo siempre sumido en una perplejidad de la que me cuesta salir: sea cuál sea el valor teatral, sea cuál sea la bondad de la obra, el montaje, sea una comedia o un drama, al final siempre hay una explosión de júbilo compartido. Y se expresa de manera casi automática, con aplausos, gritos y ponerse en pie. En un estreno esto es habitual, forma parte del ritual estrenista, de aquellos que acuden a crear este ambiente de aceptación y triunfo, pero cuando la mayoría de los públicos, son ciudadanas sin vinculación directa aparente, esta reacción me parece, en la mayoría de las ocasiones, sobreactuada. Son libres de expresarse como quieran, no sé de dónde viene esta nueva costumbre, porque yo he visto ovaciones cerradas, el publico puesto en pie durante minutos, pero sucedía en un porcentaje de ocasiones muy tasadas. No siempre. No como costumbre. Esta costumbre yo la vivía con asombro en Brasil, que es así, no existe graduación. Antes de la pandemia (pongo esta referencia por agarrarme a algo objetivo) esto se producía de una manera gradual; aplausos, bravos, y en la tercera gloria (saludo) se empezaban a levantar los públicos de manera individual hasta lograr la mayoría o la unanimidad. Ahora no. Ahora no es a la manera automática brasileña, pero sí de una manera muy gregaria, a la vez, muy pronto.
Por lo tanto, quienes intentamos acompasar nuestra mirada a lo sentido por las otras personas que conviven en la sala, nos aboca a un estado neurótico, ya que en demasiadas ocasiones no podemos entender esa reacción y en otras la frialdad de la respuesta de los públicos ante espectáculos que consideramos de una calidad superior a la media que presenciamos, nos deja fuera de la lógica mayoritaria. Asunto que damos por consuetudinario a nuestras funciones de informadores ex ex-críticos, que parece que tenemos por deformación unos gustos que no son siempre coincidentes con las mayorías ciudadanas que acuden a las salas y teatros, que, dicho sea de paso, en este principio de año, las encontramos con una ocupación muy esperanzadora.
Los cronistas o críticos más costumbristas de la prensa diaria del siglo pasado tenían una muletilla final en sus piezas donde daban una reseña de la reacción de los públicos durante la función de la que escribían. Tenía sentido debido a que se producían apoteósicos aplausos y vítores, pero también, con parecida intensidad, broncas y pateos significativos. En mi Barcelona natal, siendo estudiante de teatro, dos veces acabamos en comisaría tras un pateo y hasta una toma de escenario. No recuerdo en los últimos cincuenta años ninguna muestra parecida. En alguna feria o festival he visto el abandono masivo de la sala por los profesionales de la programación, pero un pateo frontal, no lo recuerdo. Ni aquí, ni en ningún escenario de los lugares donde acostumbro a ver obras en festivales internacionales.
Tengo por asimilado que el aplauso de las espectadoras es su manera de autoafirmarse, de convertirse en parte del evento. Si aplauden transmiten la satisfacción de haber hecho una inversión de dinero y tiempo oportuna. Hasta ahí llega mi complicidad con el respetable. Las expresiones actuales las voy archivando en la parte de un carpeta nueva que relata la evolución social que no acaban de explicarme ni los teóricos de los movimientos de masas, ni siquiera los que aplican conceptos neurocientíficos a estos asuntos. Espero que el metabolismo social y cultural se vea reforzado.
Comparto la observación. También me sorprende, de un tiempo a esta parte, ese «levantamiento» pertinaz en casi todas las funciones (y también en muchos conciertos con público sentado). Creo que es una moda, una novedad impostada no sé si pasajera, pero sí desconcertante, como dices, sobretodo cuando lo visto realmente no entusiasmó (aunque no estuviese mal). ¿Amistades que se erigen en «influencers» de butaca para conseguir un levantamiento general? la sensación de incomodidad de quien se levanta para no parecer insensible al trabajo de la compañía o el grupo, deja un sabor agridulce completamente innecesario en cuanto que no siempre responde a la reacción sincera.