En el oscuro corazón de la taiga
La dramaturga belga Anne-Cécile Vandalem (con la compañía Das Fräulein Kompanie) cierra con Kingdom su trilogía “sobre el fin de la humanidad”, que comenzó en 2016 con Tristesses y seguiría en 2019 con Arctic. Como en las dos piezas anteriores, Kingdom se apoya en un juego constante entre teatro, música y técnicas de cine en directo, esta vez para tratar el eterno dilema entre el ecologismo o la explotación de la tierra, tomando como base la mirada de unos niños y partiendo del premiado documental Braguino, de Clément Cogitore (2017). Vandalem nos invita a un espectáculo deslumbrante en el que consigue, con técnicas hiperrealistas, pericia en las formas y un despliegue de medios apabullante, introducirnos en lo más profundo de un bosque en el que está a punto de desencadenarse una guerra entre dos bandos por la tierra: un conflicto que, en el fondo, tiene capas que van mucho más allá y atañen no solo al pasado, sino también a las creencias mitológicas y antropológicas que parecen situar a estos personajes en una especie de microcosmos alejando de una realidad que se impone pese a todo. ¿Es posible empezar de cero en un entorno bucólico o es una utopía?
Nos adentramos en la taiga rusa, en una cabaña que ha levantado una familia en pleno corazón del bosque (mastodóntica e imponente escenografía que reproduce con todo lujo de detalles tanto el bosque (con espesa arboleda natural y río), como el interior de la casa. Una familia empujada por el pater familias hacia lo que él considera una vida mejor (veremos qué ha motivado esta huida) en perfecta comunidad con el entorno. Los niños juegan, los perros pasean con libertad y todo parece un locus amoenus. Sin embargo, la comunidad vecina, separada por una simple valla, negocia constantemente con furtivos que llegan en helicópteros para explotar la tierra.“Los del otro lado” quieren hacer negocio y responden con disparos a quien trate de impedirles el crecimiento exponencial, mientras la familia resiste, negándose a abandonar un territorio cada vez más expuesto ante el avance del capitalismo feroz. La lucha entre los dos bandos está servida; la tensión crece y las leyendas que los mayores cuentan a los niños no hacen sino acrecentar la curiosidad de éstos por ver qué hay al otro lado. Pero ¿qué ha llevado a estos personajes, que alguna vez fueron un todo, a tamaño enfrentamiento? Lo iremos descubriendo con cuentagotas, siempre con una pátina de fábula, parábola y creencia ancestral que recubre todo el relato, maximizando la sensación de que estos personajes viviesen en una realidad casi paralela, lejos del mundo, lejos de lo real; mientras uno de los hijos intenta a duras penas armar un dispositivo que les permita comunicarse con “el exterior”: un exterior que podrá estar a unas millas de distancia, pero que desde esta narrativa parece casi otro planeta.
¿Qué mundo dejan los padres a sus hijos? ¿Cómo deben los hijos continuar el legado? ¿Cómo influyen las decisiones que los adultos toman por ser lo mejor para esos hijos? Estas y otras preguntas habitan el relato que construye Vandalem, dejando de modo consciente huecos que el espectador debe completar. La vida sigue mientras un director de cine graba atentamente con su cámara todo lo que va ocurriendo; y, aunque parece no suceder nada, la tensión se va volviendo más y más irrespirable.
En Kingdom maravilla la naturalidad absoluta de todos y cada uno de sus intérpretes, incluido un buen puñado de niños que tienen mucho peso en la trama y actúan con un nivel formidable. Del elenco (el nivel actoral es extraordinario) hay que destacar al padre de Philippe Grand’Henry, por la rotundidad de las formas y la presencia escénica magnética; y la fortaleza con que asume Épona Guillaume a esa hija mayor que termina teniendo las claves de tantas cosas y que de algún modo posee un poder casi fantasmagórico. También Laurent Caron, el hijo que carga con el monólogo final que nos explica el tenso desenlace, sale a bien de un momento actoralmente complejo. Pero desde los niños a los animales, el nivel actoral es magnético y consigue atraernos.
Visualmente Kingdom es nada menos que deslumbrante. Por el hiperrealismo del dispositivo escénico (que encierra mil y una sorpresas en ese espeso bosque e incluso en el interior de esa cabaña) y por el atinado diálogo entre teatro y cine que se establece la función para completar la narrativa. Porque la cámara del director de cine que sigue constantemente a los personajes enriquece con planos detalle una intimidad que se vuelve pública, por momentos casi hasta lo pudoroso. Podremos pensar que se abusa del recurso de la cámara (es así, a través de una pantalla y filmadas en directo, como vemos las escenas que transcurren en el interior de la cabaña) pero a la vez nos permite acceder a detalles ínfimos que enriquecen el conjunto. También es deslumbrante el espacio sonoro (desarrollado en gran medida por un percusionista oculto entre los árboles) a la hora de generar un clima y una tensión que son capitales en el impacto que causa la propuesta. Porque en Kingdom, casi más importante que “lo que pasa” es esa atmósfera irrespirable en la que parece que todo fuese a saltar por los aires de un momento a otro; y el espacio sonoro logra envolvernos, hacernos formar parte de ese universo tan ajeno y tan real que está a unos metros de distancia: desde el crujir del bosque hasta el ensordecedor ruido de los helicópteros que amenazan con acercarse, todo está reproducido con una eficacia brutal que contrasta con la sencillez de los medios empleados, todo apoyado por una iluminación certera que potencia el efecto de irrealidad misteriosa de ese entorno tan realista en el que transcurre la acción: pura atmósfera. En ese generar atmósfera, el montaje de Anne-Cécile Vandalem tiene una baza incuestionable, que se ha visto con tal fuerza en pocos espectáculos antes. Pura magia.
A nivel narrativo es cierto que el texto de Vandalem se agarra mucho a lo inconcreto; pero no da más datos que aquellos que se necesitan. No hay que perder de vista que, en su suerte de fábula (sobre)natural, se agarra a creencias que entroncan con la antropología y la mitología (en este sentido, la escena del sacrificio de un perro muerto, que sirve para explicar tan bien las creencias y los funcionamientos de la comunidad, es inolvidable); y quizá es por ese componente de fábula que deja algunos agujeros de modo consciente.
Rehuye además caer en el melodrama, evitando ahondar en los conflictos puramente sentimentales; y decide no mostrar escenas excesivamente violentas, porque basa todo el relato en la temperatura que crea: en lo que se intuye, en lo que puede pasar, en lo que no se ve. En este sentido, sí es cierto que el monólogo final del hijo (necesario para darle a la historia un cierre) rompe el código de la obra porque cae en lo que podríamos llamar narraturgia: pero, a la vez, es cierto que sería complicado plasmar lo que cuenta en imágenes y que el montaje ha disparado tanto nuestra imaginación que casi podemos visualizar con claridad lo que se narra.
Este tipo de teatro que no suele producirse en España; pero tiene código auténticamente europeo. Por la naturalidad de las interpretaciones, el buen diálogo entre disciplinas y, sobre todo, el clima de tensión creciente que consigue crear, estamos ante una pequeña joya, como supo reconocer el público; que solo mediaba la sala Roja de Canal pero que premió a todos con una larga ovación en pie.
Hugo Álvarez Domínguez
FICHA ARTÍSTICA:
Kingdom. Das Fräulein (Kompanie). A partir de Braguino, de Clément Cogitore. Texto y dirección:Anne-Cécile Vandalem. Reparto: Philippe Grand’Henry, Laurent Caron, Zoé Kovacs, Épona Guillaume y Arnaud Botman. Los niños: Juliette Goossens en alternancia con Ida Mühleck, Léa Swaeles en alternancia con Léonie Chaidron, Daryna Melnyk en alternancia con Eulalie Poucet, Isaac Mathot en alternancia con Noa Staes. Los perros: Judy, Oméga y Olrùn. El músico: Pierre Kissling en alternancia con Vincent Cahay. Escenografía: Ruimtevaarders. Composición musical: Vincent Cahay y Pierre Kissling. Director de fotografía y cámara: Federico D’Ambrosio. Dramaturgia: Sarah Seignobosc. Diseño de iluminación:Amélie Géhin. Diseño de vídeo: Frédéric Nicaise. Diseño de sonido: Antoine Bourgain. Diseño de vestuario: Laurence Hermant. Diseño de maquillaje: Sophie Carlier. Asistente de dirección: Pauline Ringeade. Dirección técnica: Damien Arrii. Atrezo: Philippe Vasseur. Couching niños: Julia Huet y Camille Léonard. Operadora de cámara:Leonor Malamatenios. Adiestramiento de los perros: Victorine Reinewald. Control de iluminación: Hadrien Jeangette. Regiduría: Baptiste Wattier Vestuario: Samira Benali. Subtítulos: Erik Borgman – Werkhuis. Prensa: Dorothée Duplan, Camille Pierrepont y Fiona Defolny, con la asistencia de Louise Dubreil. Cuidadora niños: Anne Lahousse. Administración: Lila Pérès. Producción: Daria Bubalo. Comunicación y giras: Jill De Muelenaere. Dirección de producción y administración: Audrey Brooking. Cámaras: Federico D’Ambrosio y Leonor Malamatenios. Teatros del Canal (Sala Roja), 2 de marzo.