Polarizaciones
Quién no quiere ser libre?
La cosa es saber qué puede ser eso de ser libre.
Creemos que lo somos, pero en el peor de los casos, simplemente hacemos lo que nos mandan sin darnos cuenta. Dependemos unos de otros y el sistema funciona de tal manera que acabamos interiorizando y naturalizando usos, costumbres y consignas. Ahora mismo diría que estamos en una época de gran polarización ideológica, moral y política (en el sentido más partidista).
Los algoritmos de las redes sociales y de los distintos servicios digitales, que parecen ser el principal medio de comunicación, nos han unido a los de nuestra cuerda y retroalimentan nuestras convicciones. Poco a poco, esas convicciones, retroalimentadas en bucle entre nuestra tribu de palmeros y seguidores, se fueron agudizando y esquematizando en tópicos, Keywords (generalmente en inglés) y hashtags, que esgrimimos como carta de autoridad y como armas, dentro de ortodoxias. Ponemos hashtags y cancelamos todo lo que se escape de nuestra ortodoxia o que pueda mover nuestras fronteras. Nos cuadramos y cuadramos la vida en ismos que reducen la mirada, que la polarizan. Te lo digo, en mis ismos, que me declaro ecologista, galleguista y feminista, aunque ande sin carné, sin consignas, sin levantar banderas, sin el corsé de la doxa, rebelde a mis ismos y a mí mismo.
Cuando voy al teatro huyo de las ortodoxias y de las propuestas que parecen quedar reducidas a conversaciones de barra de bar, esas que se parapetan en los titulares de actualidad o en las consignas ideológicas del movimiento X. Voy al teatro a encontrarme con los matices, la sutileza, el caleidoscopio, la complejidad y, sobre todo, con la libertad. La que sólo tiene el arte con mayúsculas.
¡Pero qué difícil es encontrar obras de arte escénicas libres, que no sean productos del mercado! Obras de arte escénico cuyo motor no esté dictado por el mero entretenimiento, ligado a una ortodoxia ideológica. Obras que no intenten convencernos de nada.
El otro día, un compañero de trabajo, mayor que yo y que también tiene más experiencia en el teatro gallego, me comentaba, a partir de ciertas polémicas relacionadas con el contenido en el teatro, que estábamos en una época que a él le recordaba mucho a los inicios del teatro profesional gallego, en los que la mayor parte de los espectáculos se hacían al servicio de ideas reivindicativas y consignas políticas. Llegó a decir que era un teatro «muy malo», que se justificaba por sus fines ideológicos. Y también decía, o así se lo entendí yo, que hacer teatro político era, y sigue siendo, muy difícil. Me dijo que, en aquel momento, todo lo que no estaba en esa onda era denunciado sistemáticamente por la profesión. Que en aquel panorama de los 80 la única excepción era Matarile y se atrevió, así, en “petit comité”, a establecer alguna excepción con compañías que habían sabido conciliar nivel estético y discurso político provocador, citando a Artello y Chévere.
Al margen de esta conversación de pasillo que no pasó de una generalización, lo cierto es que hay público para todo, desde los espectáculos más comerciales e insubstanciales, hasta, por supuesto, el teatro al que, siguiendo el algoritmo de nuestras tendencias, de esa libertad condicionada, nos sirve para confirmarnos y reafirmarnos, entretenidamente para mejor ser, en nuestros ismos y sus tópicos. Pero también hay cierto público, quizás menos mayoritario, para piezas heterodoxas e iconoclastas que nos cuestionan, que se cuestionan a sí mismas y que desmontan algoritmos. Piezas que van más allá de slogans o tendencias de moda. Piezas que rompen los dictados de las estadísticas y las encuestas que calculan el triunfo y pugnan por una mayoría absoluta.