Calvario
Con paso seguro, aunque cansino, venía caminando de frente a mí, afirmado de un micrófono por el cual vociferaba la obligación de tener fe en su dios o de lo contrario el sin fe, estaría pavimentando el camino hacia el infierno eterno. De su otra mano, prácticamente colgaba un niño con síndrome de Down de edad indefinida, quien a su vez tiraba un carro de supermercado con el parlante desde donde se amplificaban esas palabras tan alejadas de un supuesto amor divino. Otra imagen matinal que me regalaba la ciudad, como para empezar el día con la inquietud de tener que reflexionar al respecto.
Llegando a la oficina, el café de rigor para despegarme el recuerdo aún tibio de la almohada, me supo más amargo que otras mañanas y me demoré en procesar aquella imagen de un surrealismo inquietante.
Intenté encontrar alguna respuesta preguntándole a mi subconsciente bastante más esclarecido que yo: ¿El niño era la cruz del caminante o su fe era el verdadero calvario? ¿Dónde estaría la madre mientras el padre vociferaba su odioso amor por el prójimo, sin convencer a nadie? ¿Para el niño sería un juego o un trabajo de 8 horas diarias, 5 días a la semana? ¿Lo del síndrome de Down sería una ventaja o una desventaja en el cometido de la dupla?
Obviamente mis preguntas desquiciadas tuvieron respuestas cada una más perturbadora que la otra, sin que ninguna me tranquilizara realmente. ¿Cómo intentar comprender, aunque fuese levemente, una realidad tan diferente a la mía?
Juzgar lo desconocido en base a mis propios parámetros sería tanto o más irresponsable que ignorar la existencia de otras realidades. Estar convencido de creer que lo conocemos todo, lejos de acercarme a un entendimiento, me alejaría aún más.
¿Y si todo hubiese sido una muy buena puesta en escena como para sensibilizar la lastima ajena y obtener algunas monedas para expiar culpas del donante?
Una buena estrategia de mercadeo es más poderosa que cualquiera de las verdades posibles. No era quien como para juzgar y ni siquiera contaba con los antecedentes necesarios como para atreverme a hacerlo. Todos y cada uno de nosotros pasamos por situaciones en que nos sentimos cargando una cruz no merecida.
Nada ni nadie es, aislado del mundo, sino por comparación con otro pretendido igual. Nadie es gordo ni flaco si no se le compara con otro ser humano de la misma edad, talla y sexo. Nadie es pobre ni rico si no se compara su patrimonio material con el de otro individuo. La mejor actitud de auto flagelación, es compararse con alguien que, según nuestro criterio, sea superior a nosotros.
Al comparar mi estado físico con el de un atleta profesional, no creo que saliese muy bien parado, y ni hablar de mi riqueza comparada con la de alguno de los multi millonarios que existen. Cometemos el error de hacer comparaciones parciales, cuando somos un todo compuesto de múltiples factores.
Puede que sea más viejo que un niño, pero tengo más experiencia. Puede que no tenga millones de dólares, pero si lo suficiente como para ser feliz rodeado de verdaderos amigos y no de quienes me buscan por mi dinero. Puede que no sea tan inteligente, pero tengo la fortuna de haber aprendido a leer, escribir, sumar y restar. Puede que…
Todos tenemos nuestras penas y alegrías, pero debemos tratar de que la carga no sea tan pesada como para transformarla en un calvario, y por supuesto, debemos celebrar nuestros logros a rabiar.
No sé si la predica enrabiada del predicador era su calvario o su gloria, pero creo saber que, de alguna manera, su opción de vida fue la de agarrarse de ese niño por un lado y del micrófono por el otro.