Contra nada ni contra nadie
El sábado en una cena en Miami en el contexto del Festival Internacional de Teatro Hispano con representantes cualificadas de las altas esferas del histórico movimiento del teatro hispano global, por razones que no vienen a cuento, expresé en voz alta dos o tres veces: pues amarga la verdad/ hay que echarla de la boca/ esconderla es necedad/ y decirlo es lo que toca. Nuestra memoria se activa por impulsos secretos o quizás por prejuicios o reflexiones estancadas. Leí no hace mucho un artículo que explicaban la existencia de seres humanos que no saben estar en el mundo sin discutir, debatir o que sus opiniones prevalezcan por encima de lo colectivo. En ocasiones a estos seres se les considera líderes, en otros se les trata con condescendencia como unos pesados, las más de las veces son tratados con cierta distancia forzada al considerarlos unos cuestionadores de todo. Quizás cuestionadores del Todo.
Como empiezo a tener signos de pérdida de personalidad, cada encuesta, cada informe, cada supuesto estudio científico de universidades remotas, hacen mella en mi comportamiento y lo aplico casi de manera automática, sea apropiado o no, tenga alguna coincidencia con mi carácter y situación o simplemente sea una manera de buscar una forma de integrarme en la manada que por razones de edad y tiempo médico se me hace más difícil seguir. Así que llegué a la conclusión de que tengo una evidente tendencia a meter la pata, a no aceptar los tópicos sin aportar alguna posibilidad de desmontaje, a prepararme mi postura ante hechos de toda índole, últimamente los políticos son mi afición más confesable, para después en algún debate, siempre con personas que aporten argumentos, sean contrarios o no a mi postura, para llegar en momentos a ir en contra de mi postura previa, debido a la influencia argumental de mis contrarios o a una poco rentable costumbre de no dar por sentado nada, ni siquiera eso que se considera obvio.
Es lo que llamo el contradecirse como metodología para la luz o para la oscuridad total. El intentar exprimir las cuestiones tratadas hasta que solamente goteen sudor y, a lo mejor, lágrimas, pero incluso para volver al punto inicial, porque ahora mismo, por retranca, defensa de la libertad y convencimiento, no veo casi nada con la solidez de lo innegable, ni lo insuperable. Es decir, discuto por ejercicio mental y político. Contra nadie. Contra nada. Contra el Todo, esa costumbre que está convirtiendo toda nuestra vida en un compendio de recetas prefabricadas que se administran sin pensar en otra cosa que en sus supuestos efectos benéficos, nunca comprobados o al menos nunca enfrentados a otras maneras de afrontar el mismo problema o situación con otras herramientas u otras formas de solucionarlas.
Por toda la carga de antecedentes públicos y privados, tanto químicos como metafísicos, lo que puedo asegurar es que mi postura se está moderando de una manera tan absurda que solamente intento no ser “El Amargo” en las pocas reuniones a las que acudo, quizás si existieran pastillas que insuflaran algo más de ilusión, mejoraría mis prestaciones y volvería a ser un “broncas”, alguien beligerante con lo establecido, pero he llegado a la conclusión de que, al menos hasta dónde yo puedo intuir, es tarea hercúlea, lo que se lleva es ser amable con el poder, no enjuiciar nada más allá de lo que se entiende que se quiere reformar superficialmente, colocarse siempre en los primeros lugares en la cola del comedor social de las ayuditas, proclamar que todo ha sido un éxito, llorar lo justo, conformarse con la migajas y seguir feliz y con entusiasmo los acontecimientos como si esto fuera el mejor de los mundos posibles.
Por mi extracción social y política, por mi carácter muy condicionado por los productos de primera necesidad que uno consume y las circunstancias familiares, amorosas y profesionales, no sirvo para estos menesteres. Y además, no tengo fuerzas interiores para asimilar alguna de las posturas que están en valor en estos momentos, por lo que seguiré compartiendo manteles con amistades a las que admiro por su trayectoria y realidad, aunque difiera hasta lo lógico de lo que vienen haciendo, apoyando a mis más atorrantes amigos en sus delirios ruinosos, pero que, a veces, producen efectos más allá de la pirotecnia que acaban reflejándose en espectáculos o incluso en libros, ese misterioso objeto absolutamente excluido del paraíso del bien y del mal institucional en las artes escénicas.
Es mucho más de lo que esperaba cuando hace más de sesenta años canté la canción de Maki el Navaja en versión de Luis Aguilé en una fiesta escolar, ni siquiera cuando me subí a un escenario con una compañía comercial, cobrando cada domingo. Cuando empecé a dirigir, pensaba que podría cambiar el mundo. Cuando empecé en escribir crónicas y críticas, ya sabía que a lo sumo podía influir en dos personas al año con mis opiniones. Ahora mi interlocutor real soy yo mismo. Discuto en voz alta o con mis voces craneales interpretando roles de amigos vivos o muertos, es un magnífico entrenamiento para cuando no me acuerde del poema de arriba y ya no reclame decir la verdad, por amarga que sea, lo mismo que proclamar que hay que anunciar algo nuevo o esperar simplemente el apocalipsis, que puede llegar por deshielo de los polos o por nombramientos en los puestos de decisión de los regadores de ayudas, allá donde se ejerce con donosura la censura económica desde hace décadas, eso sí, muy acepta y aplaudida por aquellos que solamente ven lo bien que les está yendo en estos años o en los anteriores y hoy se quejan.
Esta es mi intención básica en estos momentos de mi existencia. Tener la sensación de la importancia de acudir a ciertas citas y eventos por si acaso es la última vez, es un motor que funciona con la relatividad de la misma pregunta de siempre, ¿para qué sirve el teatro?
Hay libros escritos de manera lúcida que lo explican. Yo solamente diré que es una de las pocas artes que hoy forman parte del legado de la Humanidad. Y además juro que todo es imposible, hasta que se hace.
Suscribo tu juramento, querido tocayo.