Quisiera ser tan alto como la luna
Un nuevo lunes me encuentro ante este rectángulo azulado con la intención de juntar letras que compongan palabras reconocibles y entre ellas sintagmas que intenten expresar a quienes tengan la delicadeza de leerlas un estado de ánimo, los restos de una idea vintage, los recuerdos perdidos en las brumas de tantos amaneceres en mi Barcelona natal donde, cada vez que me siento más cerca del final del trayecto, encuentro unas líneas quebradas en mi vida personal y profesional que siempre acaban remitiéndome a esa ilusión que movió montañas, que logró en los años sesenta y setenta del siglo anterior establecer unas leves coordenadas que van desde lo político hasta lo teatral, en sus campos más primigenios.
Salí de Barcelona para un año o dos y llevo cuarenta y cinco fuera de sus márgenes teatrales. Cuando intento recordar los momentos más importantes de aquellos años acabo siempre en un soliloquio casi lloroso. Quedan muy pocas personas con las que soñé mundos mejores, con quienes disfruté aprendiendo o, incluso, discutiendo, con proyectos realizados y muchos más fallidos, pero que nos dejaron huella. Recordar aquella transición es una vuelta a los tiempos en donde lo imposible se logró, se hizo, y a partir de ahí ver desde lejos o desde los lados las evoluciones institucionales, las carreras personales, los logros y los desajustes producidos por los excesos de éxitos y compromisos.
Leo que Albert de la Torre está realizando un documental sobre Jango Edwards, ese payaso de origen americano que instalado en Europa y en los últimos años en Barcelona, ha sido una de las figuras mundiales más relevantes del nuevo clown, el nuevo payaso, el payaso integral, diría que el payaso descerebrado como máxima expresión del servicio indiscutible del humor cafre como revulsivo para las sociedades atascadas en sus desarrollismos canallas y anuladores de la inocencia, de la ilusión, de la risa que va más allá del ejercicio físico de una risotada y la movilización de cientos o miles de músculos que acaban repercutiendo en la cerebro de cada cuál que es por donde debe anidar en días alternos el alma.
Recordaré toda mi vida la noche que descubrí a Jango y su Troupe desquiciada en el Saló Diana. Como muchos jóvenes teatristas, porreros y comprometidos políticamente hicimos de ese lugar un santuario y a este larguirucho que salía en pelotas, nuestro libertador temporal. Estoy hablando, si no me equivoco de los años 1976/77. Casi nada. Desde entonces su caminar por los escenarios mundiales, sus talleres, sus escuelas, sus proyectos para hacer del Clown algo más que un remedo para las fiestas de cumpleaños en los chalets adosados ha sido constante. No ha estado solo, son una docena de seres de humor que le han acompañado e incluso ayudado. No quiero dar más nombres, en este obituario oblicuo, solamente quiere recordar la última vez que lo vi en un festival, no recuerdo si hace diez años, más o menos, y su actitud ante la vida era de la misma intensidad de siempre, al borde de lo imposible, entre la destrucción y la regeneración. Su lucidez siempre prevalecía.
Pero como uno entra en unos callejones de espejos conversos, cóncavos y hasta lineales, se despierta casi cada día con bajas en la lista de FB o de la agenda telefónica. Todos rondan la edad que uno luce en su DNI con orgullo y satisfacción, pero en demasiadas ocasiones se acumula la sensación de pérdida de tiempo en el sentido de no haber hecho lo prometido, como es juntarse con alguno de los directores más prolíficos y celebrados, amigos de la infancia teatral, para hablar y dejar constancia de sus ideas metodológicas, estéticas, éticas, etcétera. En otras ocasiones es que hace muy poco, semanas, habías apuntado escribir a alguien para darle señales de la existencia y de tu reconocimiento y ya no llegas. Roger Justrafé es uno de esos casos. Acaba de poner punto final a su prolífica obra de dramaturgo, además de haber sido fundamental en su labor de realizador televisivo de materiales teatrales diversos. No sé qué más puedo añadir a esta desolación sorda.
Es por eso por lo que, una vez se he visto apagarse esta luna llena agosteña tan exuberante, mirando a las estrellas fugaces, no se encuentra nada más que un camino estrecho y serpenteante que lleva a la magnífica nada, ese lugar en donde todos los días serán iguales, sin necesidad de esperar a final de mes, ni a convocatorias de ayudas, ni a nada más que la sombra de lo que quisimos ser y quizás fuimos, o sea, polvo con el brillo apagado.
Sí, es cierto, siento algo de miedo a la soledad, a la tristeza, probablemente al silencio definitivo. Quisiera ser tan alto como la luna.