Conjugar objetos en el FIMP23
El arte del teatro no solo es muy antiguo, sino también muy nuevo e ilimitado. Dentro de ese infinito el drama se especializó en lo que denominamos, como mínimo desde Platón: mímesis, traducido a las lenguas derivadas del latín como imitación, en este caso, mediante acciones. Los seres humanos, a través del arte del drama, imitan, de su realidad, de sus vidas, las acciones y sucesos que acontecen entre humanos. Así, el teatro dramático es como una especie de espejo donde la humanidad se ve reflejada, se mira, se observa, se analiza y aprende sobre sí misma. Por tanto, la fórmula dramática es necesaria y útil para el desarrollo y regocijo de la humanidad. Se trata de una dramaturgia, la del drama, ilimitada también, porque, a través de ella, podemos representar infinidad de historias, o historias parecidas en infinitas variaciones, porque, al fin y al cabo, las historias se repiten.
No obstante, la dramaturgia del teatro dramático es limitada en sus convenciones o pactos de juego generales y en la obligatoriedad de establecer un orden y una jerarquía narrativas para que las historias se configuren y se comprendan, igual que las identidades (personajes). También son limitadas en lo que atañe a la identificación, porque el ser humano tiende a identificarse con otros seres humanos, o sea, con criaturas semejantes, antropomórficas. Esto implica que los dispositivos principales de la acción siempre van a ser metáforas de la persona: personajes, ya estén encarnados por actrices y actores, ya lo estén por marionetas, objetos, siluetas o haces de luz, activados por personas que dotan a esos dispositivos escénicos de acción de impulsos humanizados, a través de la figura retórica de la personificación o prosopopeya. El resultado continúa siendo un teatro dramático, que representa historias, mediante la mímesis o imitación de eso que llamamos “realidad”, con una composición de acciones desde una perspectiva y un sentido determinados por la dramaturgia. Lo representado continúa siendo un espejo o un reflejo y, por tanto, algo reconocible.
Sin embargo, el ser humano también sueña y tiene una imaginación fantástica que desborda el espejo realista y, por tanto, la fórmula del drama. Aquí, por decirlo de alguna manera, ya no se trata de imitar algo que existe en nuestro día a día y que conocemos o reconocemos, sino de inventar o crear algo que no tiene una existencia material, corpórea, algo que no vive.
Otro aspecto humano fundamental para las artes es la porosidad, la escucha integral respecto al entorno, respecto a lo visible y a lo invisible, a lo audible y a lo inaudible, la capacidad para empatizar o para establecer conexión con elementos no necesariamente semejantes a nosotras/os, con elementos no antropomórficos, respetándolos tal cual son o están, en su misterio, sin manipularlos para convertirlos en simulacros o avatares de nosotros mismos, sin personificarlos ni humanizarlos. Vamos, en este caso, hacia una concepción dramatúrgica posdramática en la cual entra el juego con objetos y dispositivos escénicos de acción heterogéneos, que no necesitan someterse a las jerarquías narrativas “clásicas” que tienen como finalidad la representación de una historia.
El sábado 14 de octubre asistí a la penúltima jornada del FIMP’23, Festival Internacional de Marionetas do Porto (Portugal) y pude disfrutar de cuatro espectáculos muy diferentes que conjugaban poéticas objetuales, de las cuales la marioneta, tal como la concebimos tradicionalmente, es solo una mínima parte, aquella del muñeco, más o menos antropomórfico, que actúa como metáfora de la persona, tal cual las convenciones generales de la ficción en el teatro dramático.
En la jornada del 14 de octubre de 2023, asistí a cuatro propuestas que conjugaban las poéticas objetuales desde una concepción posdramática alejada de la representación de una historia, aunque en dos de ellas: ‘El Mar. Visión de unos niños que no lo han visto nunca’, de Xavier Bobés & Alberto Conejero (Cataluña), y ‘Polaroid’ de Mecanika (Francia), de maneras muy diferentes, próximas al género documental o al reportaje, acaban por contarnos, sin representarnos, una historia.
En ‘El Mar. Visión de unos niños que no lo han visto nunca’, de Xavier Bobés & Alberto Conejero, que estuvo en el Teatro Carlos Alberto del Teatro Nacional São João do Porto, la poética objetual se conjuga con “live cinema”, en un montaje audiovisual, en directo, de materiales documentales sobre la historia del joven profesor catalán Antoni Benaiges, en sus primeros años de docencia en la escuela rural de Bañuelos de Bureba en Burgos, la irrupción del levantamiento fascista del 36 y su fusilamiento.
Xavier Bobés y Sergi Torrecilla, en escena, juegan con esos materiales documentales, entre los que se encuentran fotografías del profesor y del alumnado de aquella escuela rural, desde 1934 a 1936; libros de la época; una pequeña máquina de imprimir, que también parece de aquella época, con la que el maestro animaba a su alumnado a escribir y a hacer un periódico; un tocadiscos, que hace las veces de un gramófono, en el que les ponía música; mesas de madera rústicas, que evocan a las que podría haber en aquella escuela rural; una pequeña maqueta de la aldea, etc. Jugando con todos esos objetos diversos y con cámaras, sin cuarta pared, mirándonos directamente, nos van trasladando esa historia emocionante, en la que teatro y educación comparten la utopía de construir una sociedad mejor, tal cual señalan las primeras palabras de Marina Garcés, que dan comienzo al espectáculo.
Uno de los actores representa al maestro Benaiges, mientras nos va contando su historia, a veces, en primera persona, dirigiéndose a otros personajes ausentes, tal como sus alumnos, su madre o un amigo, situándolos en la platea, donde el público asumimos y comprendemos empáticamente el relato. Pero, al mismo tiempo, ese mismo actor, en complicidad con su colega, manipulan y activan todos esos objetos y dispositivos escénicos diversos, que no son lo que solemos entender por marionetas, sino objetos que evocan o dan testimonio y carta de veracidad al puzle da esta historia. La empatía no se crea con un personaje dramático ni con la representación de la historia, sino con la propia historia narrada a través de los objetos y de la palabra.
En ‘Polaroid’, de Mecanika (Paulo Duarte, en la creación e interpretación. Caroline Masini, en el texto y la dramaturgia), que pudimos ver en el escenario del Gran Auditorio del Teatro Rivoli del Teatro Municipal do Porto (TMP), también nos traslada una historia, la de los padres del propio Paulo Duarte, emigrante portugués en Francia, conectando también una zona rural portuguesa, la del padre campesino, con el momento final del Estado Novo (la Dictadura) y la Revolución dos Claveles, el 25 de abril de 1974. Pero aquí la narración está más desdibujada, tiende más al poema visual que al relato y se deleita en los propios inventos escénicos: pantallas blancas montadas en poleas que suben y bajan manualmente a vista de público, una pantalla más grande en el fondo, el suelo también como pantalla y, a ambos lados, mesas para montar sonido e imagen en directo. El trabajo con figuras y siluetas dibujadas, colocadas en el escenario y proyectadas en una de las pantallas verticales, que son pintadas por encima desde una de las mesas; el juego de luces y colores; la utilización también de fotografías de un álbum familiar, combinadas con dibujos en blanco y negro; y una voz en off, que nos cuenta, también de manera fragmentaria, como en pequeñas ráfagas, esa historia que, de lo particular, se eleva hacia lo universal.
El público, aquí, desde la grada instalada en el escenario, comparte el juego con los artistas que están operando en escena y desde los controles de luz, sonido, etc. Observamos y, estimulados por la artesanía y la acción de esos dispositivos, disfrutamos de una historia abierta que también, igual que la de Antoni Benaiges en ‘El Mar […]’, nos hace tomar consciencia de que la libertad y la auto-realización de las personas son bienes que es necesario cuidar, por su vulnerabilidad ante intereses espurios, ante fanatismos y peligros como el del fascismo.
La casa y la soledad, como metáfora lúdica, para personas a partir de 3 años de edad, fue la propuesta que la Compañía Simone de Jong (Amsterdam) nos ofreció en ‘Hermit’ (Ermitaño), en el Café Teatro del Teatro Campo Alegre del TMP. Un juguete teatral consistente en un cubo lleno de sorpresas, dentro del cual actúa Koen Van Der Heijden.
Gracias a diferentes puertecitas y ventanitas en ese cubo, a través de dispositivos de luz desde dentro y desde fuera, así como diversos interruptores de timbres, Van Der Heijden nos va dejando ver y oír pequeñas partes que nos invitan a imaginar el resto, a completar lo que falta. Uno de los placeres más remotos de lo humano, que ya está presente desde la infancia. Vemos una nariz asomando por una ventanita y queremos ver la cara a la que pertenece esa nariz, que, de repente, parece un personaje autónomo. Vemos un dedito asomar por otra ventanita, y nos acontece algo parecido. Pero, lo mejor es cuando, simultáneamente, aparecen diferentes partes del cuerpo, como personajes autónomos, asomando por puertas y ventanas de ese pequeño cubo, en una distribución imposible o fantástica que desafía nuestra lógica compositiva. O cuando, a través de sombras chinescas, las siluetas de acciones o de partes del cuerpo, nos invitan a observar una perspectiva casi fantástica de lo que puede haber allí adentro.
Las niñas y niños, de muy pocos años, en la grada, reaccionan a esas sorpresas de una manera espontánea, también las personas adultas, en este caso, disfrutamos del espectáculo y de las reacciones del público más joven, tan contagiosas como simpáticas.
La timidez del “personaje” que se esconde en esa casita del cubo de poco más de un metro cuadrado, facilita que las niñas y los niños no se sientan intimidadas/os, sino al contrario, que estén deseando que el actor salga de la casa o que los invite a entrar en ella. Y eso es lo que Van Der Heijden va a hacer, con uno de los niños que está sentado en primera fila, invitándolo, gradualmente, a pulsar uno de los timbres de la casa, hasta abrirle la puerta e invitarle a entrar. La obra acaba con ese con invitar a casa y salir de casa y compartir. En el final, otra casita de madera es colocada en el escenario, llena de interruptores de colores y tamaños diferentes, para que todas las niñas y niños disfruten de eso que tanto nos gustaba: tocar el timbre.
La propuesta más radical, en lo que atañe a las reflexiones iniciales sobre la interacción con objetos y dispositivos escénicos de acción, dentro de esa jornada del 14 de octubre en el FIMP’23 fue, sin duda, ‘O Público e a Multidão’ de Joclécio Azevedo (Brasil/Portugal), realizado en el Auditorio del Teatro Campo Alegre del TMP.
Ninguna de las convenciones teatrales dirigidas a una posible narración o relato está aquí activada. La dramaturgia y el espectáculo nos integra como público diverso y nos convierte, al mismo tiempo que somos receptores, en objeto de acción dentro de la misma. Lo más asombroso es que consigue que seamos un elemento más dentro de esa dramaturgia sin pedirnos nada explícitamente, sin que tengamos que estar participando o exponiéndonos.
Somos invitados a entrar en el escenario, que está cerrado respecto a la platea. En esa “Black Box” escénica compartimos espacio con los performers: Mafalda Banquart, Joclécio Azevedo y Pedro Augusto, y con una serie de objetos y dispositivos distribuidos por el escenario como en una instalación plástica. Tubos de metal, de diferentes tamaños, una escalera con una silla de vigilancia en lo alto, como las de los socorristas en las playas, una planta (creo que de bambú), unos ventiladores, unas gradas con asientos que están vacías, vallas de obras, una barra fluorescente, un neumático, etc.
De manera gradual, los actores y la actriz, que en nada se diferencian de nosotras/os, se van desplazando, activando e interaccionando con esos elementos, produciendo acciones sonoras y objetuales que nunca utilizan la prosopopeya o personificación, que respetan la naturaleza y la materialidad de los propios objetos para explorar su rentabilidad cinética, sonora, plástica y musical. También escuchamos como enuncian posibles inicios de espectáculo, mientras realizan otras acciones. De repente, en ese juego, surgen imágenes preciosas, muy evocadoras y emocionantes, como cuando Joclécio manipula un monte de cintas magnéticas, de esas que estaban en rollos de película o que servían de soporte para grabaciones de sonido, y acaba colocándoselo encima, para convertirse en un ser amorfo, que sube a la silla de vigilancia en lo alto de la escalera. Entonces se activa un gran ventilador y todas aquellas cintas se agitan igual que las olas del mar abierto en una playa agreste.
Entre algunas acciones y elementos podemos establecer relaciones libres, no jerárquicas ni conducentes a un relato, por ejemplo, esa evocación del mar, de la playa, y la proyección en un lienzo blanco, colgado en una valla de obra, que separa escenario de platea, cuando se abre el telón y, después de observar la platea, nos dirigimos a ocuparla, como público.
O entre las propias vallas de obra, que dividen escenario de platea, en un posible metadiscurso performativo sobre la dramaturgia de la producción y de la recepción, o dicho en otras palabras, sobre la teoría de la creación escénica y la idea de lo que es o significa el público, su lugar y su participación en la creación. Esto se acompaña y complementa, con algunas breves reflexiones sobre el público, que podemos leer proyectadas en ese lienzo sobre el que vimos las olas del mar. Un contraste curioso entre lo salvaje, lo natural, y la complejidad teórico-filosófica que el acto teatral puede desplegar incluso cuando se libera de narrar o contar una historia, incluso cuando se libera de la mímesis dramática y prescinde del espejo. El público aquí está dentro y fuera del dispositivo escénico y de la dramaturgia, sin imposiciones. Formamos parte de un paisaje que despierta nuestra curiosidad, que nos mantiene atentos, que, por veces, nos sorprende, que nos gusta, que nos hace pensar. Escuchamos los objetos de manera integral, no solo por las sonorizaciones que los actores y la actriz hacen, sentimos que no son elementos secundarios respecto al factor humano, compartimos con ellos el juego que se va desarrollando como si no estuviese escrito o partiturizado, aunque sabemos y sentimos que hay una dramaturgia y un sentido en todo esto. De alguna manera, me atrevería a afirmar que ‘O Público e a Multidão’ de Joclécio Azevedo nos demuestra, empíricamente, que no es necesaria ninguna excusa, ni ninguna historia, para encontrarnos. Y que el encuentro puede generar, por sí solo, formas de organización y de estar de las que disfrutar y aprender algo sobre nosotras/os.