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La ‘Salomé’ artaudiana de Mónica Calle

Sabes cuando sales de un espectáculo diferente y necesitas y quieres pensar en lo que acabas de ver? Diferente de qué, puedes decir. Todos los espectáculos son diferentes, ninguno es igual. Incluso todas las representaciones de un mismo espectáculo son sutilmente diferentes, puedes añadir y no podré contradecirte. Entonces, ¿por qué esta sensación de no haber visto nunca nada igual? ¿Por qué esta sensación de no saber? ¿Por qué esta sensación de ruptura de las expectativas?

Porque cuando vamos al teatro siempre tenemos alguna expectativa, más aún si se trata de la supuesta escenificación de un texto de lo que llamamos el repertorio clásico universal, por ejemplo, ‘Salomé’ de Oscar Wilde. Más aún si hay, como es el caso, un mito detrás del texto. De hecho, si hay literatura, inevitablemente siempre habrá una comparación entre el espectáculo y el texto, y surgirá el valor sospechoso de la fidelidad. ¿Fidelidad a qué? ¿A la idea que me hice al leer el texto y que espero ver confirmada en el escenario? ¿Fidelidad a los dictados de los expertos en la materia –históricamente hombres– que nos dicen cómo deben ser las cosas?

Nuestras expectativas no sólo están dirigidas por la obra literaria, si la hay, sino también por nuestra cultura teatral, por lo que hemos visto y por lo que hemos pensado que es el teatro, siendo éste, sin embargo, un arte irreductible a una definición y a unos límites. Sin duda el gusto, al menos el artístico, se cultiva, se educa y depende de todo ese alimento sensible y vital que presupone la experiencia artística.

También quiero añadir otra expectativa condicionante, como todas las expectativas, cuantas más, menos libertad de disfrute y cognición. Porque en el teatro disfrutamos y aprendemos. El lugar donde vamos a ver el espectáculo genera otra expectativa, porque los espacios tienen una identidad derivada de lo que sabemos que allí se suele hacer, producir, programar. Entonces, si voy al Teatro Nacional São João do Porto, también se generan expectativas sobre lo que me ofrecerán en este templo institucional. Evidentemente, en un espacio tan limpio, tan confortable, tan señorial e incluso, por qué no decirlo, lujoso, no espero encontrarme con un grupo de actrices y actores cubiertos de barro, desarreglados, aparentemente sucios, con un punto muy considerable de irracionalidad, en la emoción animal y visceral de la que huimos la gente de bien. No esperamos que los espectadores de las primeras filas sean salpicados con barro cuando esas actrices y actores corren por la pendiente enlodada que queda en el aire sobre el escenario y llega al público, hasta nuestros pies.

Me refiero a ‘Salomé’, basada en Oscar Wilde, de Mónica Calle, en la coproducción de Casa Conveniente / Zona não Vigiada, Teatro Aveirense y Teatro Nacional São João.
Nadie espera que los cuerpos, en sus contorsiones, en sus carreras, en sus repentinas y coreográficas caídas y ascensos, en el baile, por ejemplo, de Herodes y Herodías, que se desarrolla violentamente, tal cual es, en el fondo, su relación, en la ambigüedad entre baile y lucha, entre abrazo y golpe, entre atracción-necesidad y rechazo, en su arrastrarse, palparse y enfangarse, pueden ser el centro del espectáculo, más que las propias palabras del texto sagrado.

Pero, al fin y al cabo, aquellos personajes del mito de Salomé estaban enfangados entre el deseo, fuera de la razón, y la muerte, que giraba a su alrededor, simbolizada, tal vez, en la palidez de su piel, de sus rostros. Aquí, en este espectáculo de Mónica Calle, señalada por el maquillaje blanco y la luz fría. También por la luna, a la que se hace referencia en varias ocasiones con la palabra, como en una variación obsesiva.

El movimiento es obsesivo, hay frases de movimiento que, en su contundencia y –al mismo tiempo– ambigüedad, se repiten, del mismo modo que los deseos de la princesa Salomé, la negación del profeta Iokanaan –Juan Bautista– o las ansias del rey Herodes.

Nadie lo espera… ¿o quizás sí? – que las partes de mayor tormento sean una lucha entre las voces de los personajes de la ópera de Richard Strauss, que parecen venir del cielo, amplificadas, y las voces de los personajes presentes en escena, en una contienda que, a veces, nos vuelve incapaces de entender claramente lo que dicen. Pero, me pregunto, es necesario entender todo lo que se dice, cuando, más que entender, se trata de sentir esa desesperación de la búsqueda de lo imposible. Ese imposible que va a ser la perdición.

Nadie lo espera… ¿o quizás sí? – que el escáner que las palabras de Salomé hacen sobre el cuerpo de Iokanaan termine traduciéndose, en el espectáculo, en la carnalidad de los cuerpos desnudos y semidesnudos, en sus poses como esculturas modernistas, embarradas como si fuesen cuerpos de tierra. Quizás, porque es de la tierra y de los instintos de donde provienen las pulsiones y vectores de fuerza que mueven la historia de Salomé y también este espectáculo. Ese juego de pulsiones que a veces no permite hablar, pero que se expresa en sonidos inarticulados y respiraciones sonorizadas. Esos impulsos que el visionario y también atormentado Antonin Artaud, como un profeta del teatro, insistió en que eran el núcleo de la magia de este arte.

Por tanto, casi puedo entender la sensación con la que salí de ‘Salomé’ de Mónica Calle, el sábado 4 de noviembre de 2023. Esa sensación de haber visto un espectáculo diferente, que fulmina las expectativas, que nos sorprende no sólo por lo que acabo de intentar explicar, sino también por el riesgo y la implicación absoluta de João Cravo Cardoso, Johann Ebert, José Miguel Vitorino, Maria Teresa Projecto, Miguel Fonseca y Mónica Garnel, excepcionales en la invocación de los personajes míticos de la obra de Oscar Wilde, salvajes en su interpretación, incluidas las Intervenciones cantadas de la actriz mezzosoprano María Teresa Projecto. Un espectáculo de escalofriante belleza. Un desafío a nuestras expectativas. Un placer sin nombre.


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