Museo Grevin de París
Un teatro de la quietud y el asombro, personajes que vienen a tu encuentro y te hablan aunque no digan nada, cera para imitar la vida, el Gran Teatro del Mundo encerado en un claroscuro revelador. Tal es el universo del Museo Grevin, ubicado en los grandes bulevares de París.
El escritor austriaco Joseph Roth escribió para su periódico Frankfurter Zeitung una crónica de este museo en 1927 como parte de su escritura para sobrevivir. Lo traduzco para ustedes.
Museo de Cera, un domingo
Por fin vencí un domingo la intrínseca timidez que me provocaba, y entré al Museo Grévin. Llovía por intermitencias, o lloviznaba; la húmeda tarde irradiaba una luz amarillenta, de azufre. Los transeúntes endomingados deambulaban como resucitados en vano, sombras solemnes, cansinas. Era como si el domingo que pretendían alcanzar, hubiera sido suprimido. En su lugar se perdían en un espacio triste y lluvioso, que separaba al sábado ya pasado, del futuro lunes laboral; los paseantes extraviados titubeaban, fantasmales y precisos, como si todos fueran figuras de cera. Comparados con ellos, los maniquís del museo Grévin parecían imitaciones más vivas.
En el interior, la iluminación dorada de las salas sin ventanas, que nunca han visto el sol, se mezcla íntimamente con la penumbra que invade todos los rincones y parece un efecto reunido para crear un propicio ambiente claroscuro. Los personajes históricos y la autenticidad de sus rostros, las levitas, los vestuarios, los sobreros de copa, las sombras que proyectan en el suelo como prueba de vida, la rigidez grandilocuente de sus posturas, y para concluir, el silencio inquietante que emana de los espectadores y de las figuras de cera que representan personajes famosos, el todo fue como un reflejo de ese domingo amarillento del que me quería escapar.
Algunas figuras de cera avanzaban estáticas un pie tenso, los pliegues de su pantalón caían en forma fortuita bajo su rodilla, las papadas sobresalían de las vestimentas, así como ciertas imperfecciones del sastre y de la naturaleza, el todo reforzaba la idea de la existencia real de esos personajes ante el asombro de los más obstinados escépticos.
En los rostros de los visitantes aparece también un mutismo hecho de respeto, de temor y asombro ante esas siluetas históricas. Nadie se atreve a hablar fuerte. Todos cuchichean o murmuran como si estuvieran realmente frente a los personajes imponentes y terribles, como si al hablar fuerte pudieran provocar en esos maniquís una reacción ofendida de mal humor. Un olor a ropa enmohecida flota en torno a esas figuras confiriéndoles más realidad.
Parece como si en este museo de cera estuviera, por ejemplo, el auténtico presidente Poincaré, mientras que su copia viaja en un automóvil en camino a una reunión oficial. En efecto, el maniquí de cera parece sustraer a su modelo viviente toda su esencia, mientras que su sombra deambula por el mundo. Y de la misma manera que los vivientes erramos por el museo como arrebatados a la tierra, los héroes muertos parecen arrebatados al más allá; y durante mi visita a este museo de cera, me di cuenta de que en este mundo subterráneo sólo tenemos el don del movimiento los pálidos fantasmas sin relieve, sin importancia, ni para la historia, ni para el museo Grévin.
En la cámara mortuoria de Napoleón en la isla de Santa-Helena, se siente el olor de las velas vacilantes, a pesar de que la luz se irradia de un foco eléctrico; ahí se ahonda el respeto ante el doble silencio de la muerte: el silencio metafísico y el silencio imitado. Aun la eternidad queda detenida, y el rumor de las alas del ángel de la muerte pierde su carácter efímero para convertirse en una constante, prisionero de esta cámara mortuoria. Los objetos auténticos que pertenecieron a Napoleón, como su reloj de bolsillo expuesto en su mesa de noche, difunden algo sólido y convincente, como las velas difunden aromas penetrantes que les dan realidad. El mínimo intersticio entre la imitación de los hechos en donde la imaginación del observador hubiera podido deslizarse, está relleno de una verdad imitada. Luego entonces, la realidad no sólo se imita, se rebasa. Sombras convertidas en cuerpos que proyectan sus propias sombras.
El ambiente es macabro; sin embargo no es causado por las catástrofes representadas (por ejemplo la persecución de los cristianos en Roma y el mundo subterráneo de las catacumbas), sino debido al peso físico de los productos de la imaginación, de lo concreto de la cera, rodeado de accesorios de una legitimidad histórica irrefutable. Y de esta lección de historia nadie podría dudar, simplemente porque está hecha de cera y materiales verdaderos. Es como un encuentro con fenómenos ocultos difícilmente accesibles a la razón aunque todo se imponga a los cinco sentidos de una manera muy racional. Se pueden ver milagros con los ojos bien abiertos aunque de este modo quedamos un poco abatidos, inquietos al perder contacto con la amada tierra en la que a uno tanto le gusta deambular, creyendo y dudando.
Sólo hay un lugar en este recinto en el que el encuentro con lo maravilloso no da escalofrío sino regocijo: el Palacio de los Espejismos. Aquí todos los muros y aún el techo están cubiertos de espejos. En medio encontramos unas columnas que no sirven para sostener el plafón, sino para multiplicar los reflejos; es un sistema particular de espejos orientables que provocan un estrépito increíble al moverse. Para cubrir este escándalo, un órgano reproduce arias de ópera que parecen creadas en cielos de porcelana, de esferas de latón y de planetas de estaño. La sala queda sumida en una obscuridad absoluta durante algunos instantes. Una pausa que sirve para preparar a los sentidos para una nueva experiencia que da a los visitantes la ocasión de sentir en la penumbra el cuerpo de su acompañante, como si ellos mismos fueran un milagro desconocido hasta ese momento. Poco a poco se ilumina el espacio: centenares de luces abigarradas entran en acción: verdes, azules, rojas, amarillas que nos transportan a un palacio oriental con sus columnas de cristal. Poco antes eran frondosos árboles, robles, álamos, que nos llevaron a un bosque encantado entre Alemania y Francia, acompañado por los trinos del órgano. Pero de pronto el volumen de la música sube de nuevo y en un pestañeo nos transportamos bajo una tienda azul cubierta de estrellas y cometas.
Una vez en este Palacio los visitantes se despojan de ese temor insidioso para disfrutar del placer que proporciona el espectáculo. Pues aunque aquí también el sumun de lo increíble se convierta en realidad, el carácter fabuloso aceptado en principio es como un cuento infantil comparado a la verosimilitud de la historia humana. No tiene nada de extraño transportarse de repente a un bosque en el corazón de la Alhambra. Aunque si se trata de la Crucifixión, de la muerte de Napoleón, el asesinato de Marat o del circo romano, la reconstrucción parece amenazante. Así es, hasta los políticos actuales, cuyas proezas deben esperar cien años para ser historia, dan la impresión de ser fantasmas sin realidad, a pesar de sus vestimentas y detalles. Ellos mismos se asombran de verse reflejados en los aparadores desiertos de los grandes bulevares. Avanzan de nuevo, a pesar de la cera y la pasta, y su alma es una auténtica sala de tortura.
Afuera seguía lloviznando con sus gotas oblicuas, las nubes amarillas galopan por encima de los techos y cientos de paraguas oscilan de manera inquietante por encima de las cabezas de esos seres inquietantes…
Joseph Roth, París 1927 (Trad EA)