La fábula de la gacela y el leopardo
Hace mucho tiempo estaba una gacela comiendo unas hojas de acacia y unos arbustos en la sabana. Necesitaba el líquido necesario para soportar las altas temperaturas de su habitat. Era de una belleza excepcional. Sus ojos, grandes, afilados, inteligentes; su oído puntiagudo la mantenían atenta, vigilante y dispuesta a salir corriendo ante cualquier movimiento que pusiera en riesgo su estabilidad y su propia vida. Mantener su integridad y escapar de los depredadores guiaban su existencia. Estaba tranquila y nerviosa; relajada y estresada a la vez; con alegría y pena. Estaba a gusto pero contenida. Mantenía un delicado equilibrio entre cuidarse y esa curiosidad que la embriagaba completamente.
Camuflado perfectamente entre los arbustos se encontraba un leopardo observándola. Su vista fija en el objetivo, su oído agudizado, su olfato inspirando las partículas volátiles que desprendía ese Ser que lo descolocó. El acecho y la caza, eje de su existencia, paso a ser una mezcla de asombro y perplejidad. Y se acercó cautelosamente lo más posible, todo lo que pudo, en silencio, con cautela, en secreto. Y allí estaba ella. Y se miraron. Y se observaron. Clavaron sus miradas. El silencio invadió el Africa subsahariana. El silencio congeló el momento. Y ella confió. Y el leopardo se dio la vuelta y se fue.
La lluvias marcan los ciclos migratorios. La gacela se preparó para emigrar. Y partió. No se volvieron a ver. Ella vivía en la soledad de la manada, frecuentando áreas con mucha vegetación, siempre con sus extremidades en tensión preparadas para salir huyendo a toda velocidad. Su olfato y su oído preparados, agudizados; su ojos abiertos con la esperanza de volverlo a ver.
El ágil leopardo ocupó el tiempo cazando presas, distrayéndose con otras cosas, trepando a los árboles con sus poderosas garras, dormitando en sus ramas y realizando largas excursiones camuflado en la profundidad de la noche africana bajo la luz de una luna que reflejaba la verdad de su alma.
Una noche las pupilas del leopardo se dilataron y en la oscuridad de la noche distinguió a la gacela que tanto estuvo buscando. Y ella se asustó en primera instancia pero rápidamente reconoció aquel olor y se tranquilizó. Y se acercaron, y se olieron, y se reconocieron. Eran tan diferentes y, a la vez, tan iguales. Estaban tan lejos y, a la vez, tan cerca. Tenían existencias muy variopintas pero un espíritu y una magia tan en sintonía, tan especial, tan único, tan genuino. Se volvieron a mirar, y se volvieron a reconocer, y se volvieron a entender y comenzaron a escribir juntos un nuevo poemario bajo la luz de la luna llena de la sabana africana. Un poemario que les llevaría al país del Nunca Jamás.
Si algo nos ha enseñado el TEATRO, sobre todo, a aquellos que hemos tenido el privilegio de vivirlo tan de cerca, ha sido a creer en la utopía, hoy día casi un cadáver. Hagámosle el boca a boca, aunque solo fuese por respeto a aquella época en la que nos permitíamos soñar con un mundo mejor sin pedir permiso. Creo que el teatro es uno de los últimos reductos donde la humanidad se aferra a su existencia. Que no nos atenace el miedo. ¿Por qué no considerar sagradas nuestras vidas? El teatro es el último retablo carcomido de la última ermita, del último pueblo que todavía apuesta por su autosuficiencia. No les fallemos más. No nos faltemos al respeto. Apostemos por un mundo mejor, por una vida plena, por la justicia, por la verdad. Apostemos por escribir un poema, nuestro poema. Escribámoslo juntos bien sea una sátira, una égloga, una elegía un romance o un poema romántico. Sea inconcluso, inacabado o pleno. Sólo el tiempo lo dirá porque lo único cierto es que de esta vida únicamente nos llevaremos los momentos vividos y el amor. Sobre todo el amor. Va por ti, mi querido Freddy.