La belleza del bel canto
Medea»/»Médée», inspirada tanto en Eurípides como en Séneca, está considerada como la figura femenina más siniestra de la mitología universal, encarnando el arquetipo de la «femme fatale» con una atracción enigmática y seductora. El personaje evoca en nosotros una mezcla de compasión y terror, fascinación y desconsuelo, a través de su amor desbordante y odio frenético, que desencadenan las más terribles venganzas. Debido a esto, en este Festival, su trágica historia ha inspirado múltiples versiones y adaptaciones, alcanzando hasta ahora veinte espectáculos distintos.
«Medea»/»Médée», que abrió el jueves el telón del 70 Festival de Teatro Clásico, ha sido la obra más representada en el Teatro Romano, iluminada casi siempre por actrices excepcionales que han encarnado su papel. Margarita Xirgu en 1933 y Nuria Espert en 1959 -según las críticas de la época- dejaron una huella imborrable en la historia del teatro. Igualmente sobresalieron Julia Trujillo (1983), María Luisa Borruel (1998), Ana Belén (2015) y Manuela Vargas (en el ballet, 1984), cuyas actuaciones tuve el privilegio de presenciar.
En el ámbito operístico, «Medea» dejó su marca indeleble con dos versiones memorables que también vi. La primera, protagonizada por Montserrat Caballé y José Carreras en 1989, bajo la dirección musical de Antoni Ros Marbà y la dirección escénica de José Luis Alonso; y la segunda, realizada por la Hebbel Bang-Zi Theatre en 2002, una ópera china bajo la dirección de Luo Jin Lin. Ambas producciones fueron aclamadas, gracias a la maestría de sus intérpretes y a los directores que supieron conjugar el deleite lírico del «bel canto» con la profunda carga dramática de la representación.
Esta vez, la ópera » Medea»/»Médée», original del italiano Luigi Cherubini (1760-1842) y basada en la tragedia de Eurípides (431 a.C.), reverenciada por las legendarias interpretaciones de María Callas, ha inaugurado las representaciones de este año en el Teatro Romano. Esta producción, colaboración entre el Festival, el Teatro Real de Madrid y el Abu Dhabi Festival está montada por el director teatral, escenógrafo y productor murciano Paco Azorín. El espectáculo se estrenó en septiembre del año pasado en el Teatro Real de Madrid (rindiendo tributo a María Callas en el centenario de su nacimiento), con la prestigiosa música del inglés Ivor Bolton, director musical del Teatro Real, y contó con la impresionante voz de la soprano italiana María Agresta en el papel de Medea.
Para su representación de «Medea»/»Médée» en Mérida, Paco Azorín ha contado con un elenco diferente, incorporando, como en otras ocasiones, la música de la Orquesta y el Coro de Extremadura, ahora bajo la batuta de Andrés Salado, y con la fascinante voz de la soprano germano/española Ángeles Blancas (que sustituye a María Agresta) en el papel de Medea. El trabajo de Azorín como experto director de óperas en Mérida lo conocemos por sus dos montajes anteriores: la ópera «Salomé» (en 2014), que se destacó por la imponentes voces de sus intérpretes, y la ópera «Sansón y Dalila» (en 2019), que fue una propuesta no relacionada con el mundo teatral grecolatino, con una puesta en escena algo embrollada que se apreció más por sus nobles propósitos -al incorporar actores con discapacidades- que por sus méritos estéticos.
En esta adaptación de «Medea»/»Médée», Azorín respeta la trama general de la obra y reflexiona sobre varios mensajes, siendo el más significativo su exploración de aspectos dramáticos del libreto para trasladarlos a la actualidad. Desde una visión original centrada en los dos hijos de la pareja, Medea y Jasón, intenta arrojar luz sobre el dolor del maltrato infantil, una trágica realidad en la que los adultos convierten a los niños en peones de sus disputas. Azorín nos ofrece incluso la solemne declaración de los derechos del niño como un faro de justicia. En el escenario, no vemos a pequeños inocentes, sino a preadolescentes vigorosos cuya vigilancia se impone con la esperanza de que florezca nuestra empatía. Sin embargo, su esfuerzo escénico se desvanece en cierta monotonía, ya que su presencia reiterativa se torna extenuante y las acciones que se les asignan resultan un poco insulsas.
La puesta en escena despliega un atractivo abanico de recursos espectaculares y dinámicos que, en conjunto, funcionan, aunque no logran alcanzar su máximo potencial. Consigue crear la atmósfera sobrenatural propia de la tragedia y mantiene el ritmo necesario para que brote la emoción y aumente la tensión dramática, sosteniendo al público en un silencio reverencial hasta el final. No obstante, los puntos débiles se encuentran en algunos momentos de frágil dirección de los movimientos de ciertos actores, individuales o en las escenas de masas (conducidas coreográficamente por Carlos Matos), que resultan poco orgánicos y algo forzados.
Sorprende en Azorín, catalogado como buen escenógrafo, la idea de colocar en medio de la escena romana esa gigantesca estructura metálica (el diabólico ascensor que utilizó con más sentido en el Teatro Real), donde se desarrollan escenas en varios niveles de altura. Aunque resulta llamativo para la exhibición de acrobacias realizadas por los tres personajes negruzcos que hacen de Furias (tal vez introducidos por las constantes evocaciones de Medea en sus parlamentos y porque se pensara que arropan bien la densa narrativa escénica), ese ascensor aquí parecía un añadido injustificado, un pegote delante del monumento que tantas veces he criticado.
Creo que, con imaginación, esas escenas, como la inmolación de Medea abrasada por la furia vengadora de las llamas, uno de los momentos más sobrecogedores y visionarios de la historia de la ópera, podrían haberse desarrollado de forma interesante en el amplio espacio que brinda el Teatro Romano, pese a las limitaciones impuestas por los conservadores del monumento. El vestuario (de Ana Garay) de los muchos personajes que se exhiben, que evoca ese mundo lúgubre donde se desarrolla la trama, posee una belleza que se entrelaza en la ambigüedad de una danza de épocas míticas y actuales, apoyándose en la atemporalidad del mito, pero sin encontrar demasiada coherencia.
En la representación, la parte lírica resplandece más que la teatral. En la orquesta, la batuta de Andrés Salado condujo con maestría a la Orquesta de Extremadura, que, bien predispuesta, logró un sonido imponente para este drama netamente francés. Salado supo capturar el delirio armónico, las transiciones bárbaras y el cromatismo exagerado de la partitura, tejiendo un tapiz sonoro que envolvió al público en una atmósfera de intensidad y emoción. Igualmente, el Coro de Cámara de Extremadura, dirigido por Amaya Añúa, fue un auténtico lujo. Sus voces, magníficas y etéreas, resonaron desde la escena y diversos rincones del teatro, creando una experiencia sonora sublime.
En la interpretación, la soprano Ángeles Blancas deslumbra con su voz bellamente timbrada en el papel de esa Medea -semidiosa, bárbara y extranjera, hechicera, enamorada apasionadamente, rencorosa, soberbia y asesina- que infunde en cada nota las atmósferas cargadas de malos presagios y la tragedia inminente. Su actuación subyuga a los espectadores, especialmente en los pasajes más célebres de la obra. Noah Stewart, un tenor afroamericano de Nueva York, trasciende con su interpretación como Jasón, eclipsando incluso la tibia encarnación de su papel en «Sansón y Dalila» que hizo años atrás. En esta ocasión, su voz profunda resuena de manera excepcional, mientras sus movimientos revelan una estética más segura y depurada. Nancy F. Herrera también sobresale como mezzosoprano en el papel de Neris, la leal compañera de Medea, destacándose en su hermosa aria con exquisito gusto y sólida musicalidad. Los roles dramáticos de los otros personajes -Dirce, Creonte y las doncellas, etc- son adecuados y equilibrados, permitiendo a cada uno más o menos brillar en su registro respectivo.
El espectáculo recibió una larga y clamorosa ovación de casi 8 minutos para todos los intérpretes.
José Manuel Villafaina