Y no es coña

Sobre espacio y tiempo

Empecemos sin más recurso que el tópico: el tamaño importa. Hay debates que aparecen y desaparecen en círculos muy restringidos pero que deberían estar más a flor de piel porque inciden de manera muy directa en la calidad de lo ofrecido en los escenarios, espacios escénicos o lugares habilitados. Los teatros o salas, dependiendo de su estructura arquitectónica, la configuración del lugar destinado a los espectadores, las medidas de la plataforma escénica, la dotación de medios, las localidades de visibilidad reducida y un centenar de detalles más de importancia graduada conforman el lugar y condicionan la representación.

Podría insistir en una idea que hace décadas que intento comunicar y que pese a que hay muchos profesionales que están de acuerdo es imposible implementar de manera efectiva un remedio. Me refiero a esos teatros de nueva construcción con capacidades por encima de las setecientas localidades. Incluso los de más de quinientas que podría ser, a mi entender en estos momentos, un límite razonable para el ejercicio de las Artes Escénicas en unas óptimas condiciones. Lo ideal, a mi entender y experiencia son salas con trescientas cincuenta o cuatrocientas localidades dispuestas a la griega es donde se puede disfrutar de todos los detalles de una buena representación. Las salas que manejan las doscientas localidades proporcionan una calidad sensorial mucho más eficaz.

Todo lo anterior se compadece mal con los actuales paradigmas en la gestión cultural. Se prima la cantidad por encima de la calidad. Desde luego, cuantas menos localidades, más fácil es lograr porcentajes de ocupación más elevados que es uno de los baremos que están afectando la gestión de salas y teatros públicos, lo que provoca, además, contrataciones de pocos días de espectáculos de alta calidad que seguro que con más días de exhibición serían disfrutados por un mayor número de ciudadanas.

Esta reflexión me la han provocado dos obras que he visto la semana anterior. La primera es un magnífico trabajo que hace 25 años estrenó la compañía chilena La Tropa, que les procuró un reconocimiento mundial. Me refiero a “Gemelos” a partir de la novela ‘El Gran Cuaderno’ de la autora húngara Agota Kristof que se ha ofrecido durante tres días en la Sala Roja de los Teatros del Canal de Madrid, abriendo, además, una línea programática que se titula ‘Canal Hispanidad’ y que en este caso parte de una colaboración que se mantendrá en el tiempo y se implementará con la Fundación Santiago a Mil.

Contextualizo al máximo porque me parece una magnífica elección la de este trabajo que llega con parte de sus creadores originales sobre escena, con el nombre de una de las dos compañías que se formaron tras una ruptura, Teatrocinema, que considero que mantiene absolutamente todos los valores de su estreno y si han existido variaciones yo no las supe detectar. Toda esa cosmogonía creada me subyuga con la misma intensidad como cuando hace más de dos décadas la vi por primera vez. Y la vi por segunda y hasta tercera vez debido a que es un prodigio de dramaturgia escénica, de esfuerzo interpretativo, de lograr el funcionamiento de un aparato escénico que es contenido y continente, con una prosodia interpretativa que configura una estética de la desolación, del horror de las guerras, de la supervivencia como fuerza del desorden.

Pero resultó que, en la magnífica Sala Roja del Canal, amplia, dispuesta para grandes montajes, su maravilloso juguete escénico quedaba lejano y como perdido en ese escenario tan espléndido. Mi localidades estaba casi centrada, pero me perdía algo de un lateral, no era capaz de disfrutar los matices gestuales y en la función presenciada la microfonía se saturaba en ocasiones porque era necesaria para llegar hasta la fila dieciocho o veinte. Y es ahí donde pensé de nuevo en el tamaño, en las distancias, en la necesidad de reeducarnos, de volver a centrar la gestión, la programación en la calidad, en ofrecer siempre, todo, en las condiciones adecuadas para poder disfrutarlas con la excelencia que se merecen. No estoy hablando de un asunto económico, sino cultural.

Me sucedió de nuevo al día siguiente en el magnificente Teatro Calderón de Valladolid donde estrenaba su última creación Hojarasca-Alicia Soto, “paisajes humanos”, un espectáculo ambicioso en todos los aspectos, siete bailarines, un espacio escénico y vestuario muy acompasado, una iluminación generosa, unas historia fragmentadas que en ese estreno no acabaron de sentirse como unidades separadas, sino como un todo más engarzado que no aguantaba bien las transiciones. Es decir, una trabajo serio, muy elaborado pero que sentado un servidor en la fila nueve, no acababa de involucrarme, de recogerme, como si siempre estuviera distante, mirando con una lejanía que en ocasiones ayudaba a disfrutar de alguna de las potentes imágenes que cuerpos y telas formaban, pero que existía como un tiempo en ese espacio que no acaba de cuajar, de compenetrarse.

Mi idea primitiva durante la representación era achacar todo a mi percepción, que no notaba el sudor, que no me llegaba la fuerza de los movimientos individuales y se me quedaba todo en lo coreográfico, en la gestualidad, en lo que yo al hablar con la creadora le llamaba formalismo. Y después de hablar un buen rato, de conocer alguna de las vicisitudes con las que se produjo todo el proceso, llegué a la conclusión de que estamos, otra vez, ante un problema espacial, al acomodo del tiempo de ejecución de las transiciones a los metros que se deben recorrer. El escenario del Calderón de Valladolid es espectacular, muchos metros cuadrados y la propuesta era a campo abierto, sin acotaciones laterales, se usaba todo el escenario, aunque las acciones principales se concentraran en una parte central que la iluminación acotaba o difuminaba. Y creo que eran muchos metros los que debían recorrer las bailarinas para cambiarse de vestuario y salir y entrar a escena. Son microsegundos o segundos que se pierden en cada acción para llegar a la marca, casi imperceptibles pero que se acumulan y producen una sensación de vacío y, además, un estrés y cansancio extra a los intérpretes.

Lo he visto y comprobado en muchas ocasiones. Esos magníficos coliseos necesitan de montajes que se hayan pensado para los mismos. Hay trabajos que, aunque sea subconscientemente, están pensados y logran su máxima capacidad comunicativa en espacios muy concretos, donde la respiración se acompase, en los que cada paso tenga un valor significativo.

Sobre esto andaba rumiando y me doy cuenta de que es algo recurrente, que la presión sobre la cantidad en muchas ocasiones nos resta calidad. Al igual que un musical metido en una sala de actos de un centro cultural es un desastre, un espectáculo pensado para transmitir una energía concentrada se puede perder en teatros de gran tamaño. Y, como el otro elemento imprescindible es el espectador, cuanto más eficaz sea la comunicación para disfrute de todos los elementos de la propuesta con todos los sentidos, mejor para todos. O así me lo parece.


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