Eusebio Calonge: Tierra incendiada, tierra fértil
Recuerdo con emoción, como recuerdan muchos, la primera vez que vi sobre escena un texto de Eusebio y su compañía, La Zaranda. En mi caso fue «Ni sombra de lo que fuimos». Recuerdo el inicio de la obra y a uno de los personajes mirando el horizonte y diciendo: “Vaya panorama”. Poco después añadía: “No queda otra que seguir para delante”. A lo que otro personaje respondía: “Para delante, para delante… ¡pero si no sabemos dónde es para delante!”. A veces, en los momentos de desazón, cuando es difícil encontrar orientación en este mundo, incluso en el mundo del teatro, con su precariedad y dificultades ancestrales, me sobreviene ese pensamiento: “para delante, para delante… pero ¿dónde es para delante?” Y, al mismo tiempo, al recordar ese pasaje de la obra, esos personajes, esas frases al aire que van directas al pequeño baúl de la memoria, siento una felicidad inexplicable, aquella que, sin saber muy bien por qué, me invade cada vez que he sido espectador en una obra de Eusebio y de La Zaranda.
Desde aquel «Ni sombra de lo que fuimos» hasta el más reciente «Manual para armar un sueño», me acompaña esa misma paradoja: sobre la escena la proyección de un mundo desvencijado, sinsentido, absurdo, inhabitable. Y, sin embargo, sentado en la butaca, el teatro de Eusebio y de La Zaranda es un mundo que siempre me gusta habitar como espectador. “Aunque nos arrojen toneladas de basura, estamos aquí, como las estrellas” dice uno de los personajes de «Los que ríen los últimos». Frente a un mundo que se desacredita solo, las obras de Eusebio siempre guardan la posibilidad de la belleza. Tras ver sus obras siempre salgo del teatro con la extraña corazonada de que lo hermoso sigue siendo posible.
Hay algo universal en el teatro de Eusebio que, sin embargo, sólo me parece encontrar en sus obras. Algo arquetípico se trasluce en sus personajes y en sus historias: la esperanza cuando parece que no hay nada que esperar, dolores tan hondos que sólo encuentran alivio en el humor, lo evocador que resulta traer al presente aquello que tiende al olvido. Ideas aparentemente abstractas que se vuelven una vivencia precisa y concreta sobre el escenario. Ideas que se encarnan ante nuestros ojos y que, al mismo tiempo, guardan el eco de algo remoto, como si arrastrasen consigo el aroma de los mitos, de las preocupaciones más antiguas que acechan al ser humano.
Hablando de mitos, hay una historia que refleja bien lo que experimento como espectador de sus obras. Es la historia de un profesor llamado Joseph Campbell que pasó gran parte de su vida investigando la mitología. Un buen día, en medio de una entrevista, un periodista, tratando de interpretar sus escritos, afirmó que los mitos quieren dar sentido a la vida. Campbell se revolvió para negarlo: «No pienso que eso sea lo que buscan los mitos», dijo, «lo que buscan es la experiencia de estar vivos». Creo que eso es precisamente lo que uno encuentra cuando es espectador de las obras de Eusebio y su compañía. No un sentido de la vida, ideas que se esfuman en el intelecto, sino algo mucho más carnal: la experiencia de estar vivo.
Me gustaría hablar también de mi experiencia como lector de sus textos teóricos: «Orientaciones en el desierto», «Teoría y práctica de lo incierto» o «La posibilidad de lo efímero». Leo sus escritos sobre teatro como si su pensar describiera un círculo, un espacio de representación donde cabe todo el juego, toda la humanidad, toda la capacidad de creer que el teatro ofrece, allí donde las heridas pueden ser la antesala de la belleza; donde la obra es un paisaje siempre por descubrir y que, en ese descubrir, nos descubre también a nosotros mismos; allí donde el actor, la actriz es un canal a través del cual el teatro de expresa; allí donde la metáfora es el único recurso que nos permite atisbar lo inexplicable del arte.
En la Antigua Roma cuando se creaban ciudades, se las llamaba «urbs». Esta palabra («urbs») tiene el mismo origen que «orbis», que significa círculo y también mundo. Construir una ciudad, por tanto, aludía a un grupo de personas capaces de crear un espacio común, un mundo en el que vivir según sus propias reglas. Es en ese sentido que me parece que los textos teóricos de Eusebio «orbitan» sobre las mismas ideas para ofrecernos esa suerte de pensamiento circular, un mundo donde todavía es posible un teatro que parece perdido.
Me voy a permitir ahora contar algo más personal y poder decir así unas palabras sobre mi relación con los textos de Eusebio como director.
En 2010 coincidí en una universidad cerca de Nueva York con un actor catalán, Arnau Marín, quien hoy día es un gran cómplice en el teatro y en la vida. Nada más conocernos nos preguntamos qué teatro nos gustaba a cada uno. Cada cual tenía sus gustos, pero enseguida coincidimos en algo: a los dos nos deslumbraban las obras de La Zaranda. Sin entonces saberlo, en aquel primer encuentro azaroso donde Arnau y yo hablamos sobre las obras de Eusebio, nos habíamos citado para crear 10 años después, «El alimento de las moscas». En 2020, por complicidad, que es la mejor estrategia creativa que conozco, Eusebio escribió ese texto para que Arnau y yo pudiéramos crear una pieza escénica. Es ahora cuando me doy cuenta de lo relevante que fue poder trabajar con aquel texto. Por un lado, porque nos permitió seguir creando en medio de la pandemia, tener un pequeño oasis cuando el mundo parecía desmoronarse. Y, por otro lado, porque nos ofreció una materia textual que nos retaba sin ambages, que nos obligaba a desaprender lo aprendido, a crear sin concesiones, a jugar sin prejuicios. Como director tuve una sensación similar a cuando veía sus obras o leía sus pensamientos: el teatro puede cobijar la imaginación, la complicidad, la experiencia de estar vivos que este mundo a la deriva muchas veces nos niega.
Puede resultar paradójico que quien crea y escribe desde el desgarro, desde dolor, desde el desamparo, ofrezca a los demás lugares que merece la pena ser habitados. Pero la naturaleza lo sabe bien: la tierra que se incendia es, a posteriori, la más fértil. Muchas gracias, Eusebio, por dejarnos una idea de teatro que merece la pena seguir cultivando.
(Texto escrito con motivo del Premio Salvador Távora que recibió Eusebio Calonge en la 41ª edición Palma Feria de Artes Escénicas de Andalucía)