Trazas de lo desconocido

Un reflejo escénico del abuso y el desperdicio de los recursos

¿Por qué hablar de la obra ‘El Señor Presidente‘? ¿Por qué no dejarlo en el olvido, junto con su director y los cómplices que permitieron su existencia?

Porque lo que ocurrió con esta puesta en escena no es solo un desacierto teatral, sino una muestra grotesca de todo lo que está mal en el sector cultural guatemalteco.

Desde el principio, el montaje estuvo marcado por irregularidades: la selección del elenco y del director no fue más que una decisión turbia, carente de transparencia y basada en el amiguismo y la complicidad, como suele ser la norma en las instituciones del Estado. El Ministerio de Cultura no solo ignoró procesos legítimos de selección, sino que también eligió como director a alguien con denuncias previas de violencia en su trayectoria artística. ¿Qué mensaje manda esto al gremio? Que los abusos y las agresiones tienen cabida y respaldo si vienen acompañados de un currículum rimbombante y contactos influyentes.

El proceso creativo no fue mejor. Las denuncias públicas de violencia y abuso por parte del director, respaldadas por testimonios de una actriz del elenco, no solo fueron ignoradas por el resto de los actores y actrices, sino también por las autoridades. El silencio de todos ellos no es otra cosa que complicidad. En un país donde el trabajo escasea y el arte es una carrera de supervivencia, aceptar el abuso bajo la excusa de “aguantar para resistir” perpetúa una lógica de normalización del maltrato.

Bajo el pretexto de hacer “teatro físico”, se presentó una propuesta hueca y carente de dirección clara. Según Matheus Kar en su crítica de la obra: “Desde el principio se nota que la obra vaga sin rumbo. Los intérpretes no han entendido la intención del texto, lo que es aún más triste”. Y no es para menos: el texto, uno de los más emblemáticos de la literatura latinoamericana, fue abordado con una superficialidad alarmante, sin análisis ni profundidad, reducido a un espectáculo vulgar que recurrió al racismo y la homofobia como recursos narrativos disfrazados de patriotismo barato.

El llamado “teatro físico” fue, en este caso, una mala broma. Saltos, volteretas y gritos descontrolados reemplazaron el trabajo escénico orgánico y reflexivo que debería caracterizarlo. La obra no fue más que un cúmulo de imágenes torpes y carentes de sentido, que evidenciaron no solo la falta de técnica, sino también la ausencia de una propuesta artística coherente. Se confundió el desgaste físico con el virtuosismo, y se permitió que el cuerpo de los actores se convirtiera en el receptor de la violencia del director, bajo la excusa de “arduos meses de trabajo”. Esto no es teatro físico; es un simulacro grotesco que insulta la esencia misma del oficio.

Pero lo peor no es el fracaso estético, sino el trasfondo de abusos que esta producción encarna. Permitir que esta obra se desarrollara y se presentara bajo tales circunstancias es un acto de respaldo a dinámicas violentas y corruptas que afectan no solo a quienes participaron, sino a todo el gremio teatral. Es validar un sistema en el que el abuso de poder y la mediocridad encuentran refugio en las instituciones.

Al final, la temporada terminó, y el director seguramente regresará a sus privilegios, mientras los actores y actrices cargan con el peso de haber sido partícipes de un proceso indigno, marcado por la falta de ética y compromiso. Pasarán a la historia como aquellos que eligieron el silencio y la conveniencia por encima de la integridad.

Hablar de esta obra no es un capricho, es una necesidad. Porque olvidar lo ocurrido sería permitir que estas prácticas se repitan una y otra vez, perpetuando un ciclo de violencia y corrupción que ensucia no sólo al teatro, sino al país entero. El Señor Presidente no merece ser recordada como una obra teatral; merece ser un recordatorio de lo que jamás debe volver a ocurrir. Que su fracaso nos enseñe a reconocer y romper con las narrativas violentas que seguimos escribiendo en nuestras instituciones y nuestras vidas.


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