El Chivato

Se diploma la Generación 2000-2004 de actores y actrices del CUT-UNAM.

por Sebastián López
Luego de cuatro años y entre el padrinazgo (y madrinazgo) de hombres y mujeres con una larga y reconocida trayectoria teatral, el Centro Universitario de Teatro de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) diploma a su generación más reciente de actores y actrices. “Yo vivo en un tiempo de guerra, yo vivo en un tiempo sin sol… sólo aquél que no conoce las cosas es un hombre capaz de reír”, escribía Bertolt Brecht hacia la primera mitad del siglo pasado; hoy, en medio de sucesos terribles que en nombre de la intolerancia y la estupidez humanas lo mismo ocurren en Europa que en Medio Oriente, en África que en Latinoamérica, las palabras del autor de Madre Coraje y sus hijos parecen resonar con igual o más fuerza que entonces, porque el discurso y el accionar fascistas, destinatarios frecuentes de la dramaturgia de Brecht, no sólo no han mengüado, sino que han ocupando los vacíos de poder que la izquierda no atina a llenar cuando a ellos llega, retirándose luego para dejar tras de sí la frustración de cientos, miles de gentes, que en ella habían depositado sus esperanzas.

No es extraño, pues, que en un pequeño rincón del mundo un grupo de actores y actrices universitarios, cuyo centro estuviera dirigido por uno de los hombres del teatro y de las letras con uno de los discursos estéticos y políticos más críticos y autocríticos para con la derecha y la izquierda de su país, escogiera para diplomarse El camino rojo a Sabaiba, de Óscar Liera, quien desde su obra siempre pusiera “los puntos sobre las íes” para denunciar el mundo de absurdos que en el sistema político mexicano se dan cita, por lo menos, desde tiempos post-revolucionarios.

Herederos dionisíacos.

Cuando, en mayo de 2000, las chicas y los chicos que ahora se diploman de la carrera de actuación del Centro Universitario de Teatro (CUT) de la UNAM llegaron a las puertas de la que sería su casa a lo largo de cuatro años, constituían un grupo bastante heterogéneo, conformado por quince almas que oscilaban entre los 28 y los 19 años de edad terrestre, con intereses de vida y teatrales muchas veces diferentes y hasta enfrentados. Había de todo, desde un historiador y una antropóloga, hasta un ingeniero físico industrial y un matemático; desde quienes llegaban con una experiencia anterior de diez años sobre las tablas, hasta quienes lo hacían tras un breve lapso en alguna de las academias que ciertos actores profesionales mantienen para sobrevivir; desde quienes arribaban del teatro callejero y la austeridad de sus recursos, hasta los que lo hacían de los musicales y sus producciones dispendiosas.

Llegaban también después de que la UNAM, una de las universidades más grandes de América Latina, pasara por una de las experiencias políticas más dolorosas que haya vivido: la huelga estudiantil de 1999 y su rompimiento, con la intervención de la Policía Federal Preventiva, tras el que tomara posesión su actual rector. Afortunadamente, para recibirlos estuvieron un director y un secretario académicos comprometidos con su quehacer teatral y universitario, los maestros José Ramón Enriquez e Ilya Cazés, quienes junto a un acompañamiento casi puntual de manera individual pusieron al alcance de estos actores un programa de estudios tal que además de ajustarse a las características específicas de la generación fuera consecuente con esa idea de que el actor de Teatro sólo puede llegar a “ser pieza fundamental del fenómeno escénico si a partir del ejercicio de sí mismo como instrumento creador también es capaz de formular marcos teóricos que ofrezcan una visión crítica de su realidad social a través de la confección de un cosmos ficticio en el cual estén representados los conflictos esenciales de la humanidad” (Convocatoria de inscripción al CUT, 1996).

Pero Enríquez y Cazés no estuvieron solos, a su lado maestras y maestros de la talla de Eduardo Contreras Soto, Óscar Ulises Cancino, Gilberto Guerrero y Jorge Ávalos, en Actuación; Raúl Kaluriz, Dagoberto Gama y Gustavo Sánchez-Parra, en Acrobacia; Fernando Martínez Monroy y Antonio Castro, en Literatura Dramática; Aurelio Tello, Raúl Zambrano y Mauricio García Lozano, en Música; Marisela Martínez, Aída López, Hernán Del Riego, Tania González, Alejandra Marín y Carmen Mastache, en Técnica Vocal; Octavio Moreno, Daniel Martínez y Miguel Ángel Barrera, en Esgrima y Combate Escénico; Moisés Manzano y Antonio Rojas, en Expresión Corporal; Antonio Crestani, en Apreciación Teatral; Mauricio Rodríguez, en Historia del Teatro y de la Cultura; Maya Ramos Smith, en Estilos y Géneros de la Actuación; Francisco Álvarez, Miguel Ángel Canto y Héctor Álvarez, en Producción Escénica; José Bravo, en Tai Chi; Irma Montero, en Danza Urbana, y Margarita Sanz, en Creatividad Escénica, a quienes se sumara en 2002 como secretaria académica Emma Dib, fueron los guías del proceso de iniciación en las artes dionisíacas del que esta generación recibiera como herencia esa entrañabilidad que, como alguna vez les dijera Margarita Sanz, es indispensable para poner coto a las guerras que en el mundo y la comunidad artística se multiplican.

En aras de esa herencia, es que los diez chicos (de quince que eran inicialmente) que llegaron a lo que serían sus puestas de “verificación” y “diplomación”, montaron en escena primero una dramaturgia que el propio José Ramón Enríquez hiciera y dirigiera del Moctezuma II, de Sergio Magaña, y después El camino rojo a Sabaiba, de Óscar Liera, dirigida por Sergio Galindo, quien, invitado por José Ramón Enríquez y Antonio Crestani, desde las direcciones del CUT y de Teatro de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM, respectivamente, llegara de su natal Sonora para dirigir la cuarta puesta en escena que se tenga memoria de la obra dramática más compleja escrita por Liera (Armando Partida, 1998); la primera que se hiciera con estudiantes universitarios.

La farsa, un género que atenta.

A lado de un autor como Liera, para quien el teatro era una necesidad vital desde el cual se podía expresar la problemática que veía a diario en la comunidad y hacer espectáculos que significaran y tuvieran que ver con quienes los hicieran y con quienes los vieran, a diferencia de la serie de obras comerciales horribles que la capital ofrecía y a donde la gente iba a tener reposo y a divertirse de la manera más pueril, la combinación Galindo-Liera, como escribiera en un artículo anterior, difícilmente habría podido ser mejor. Sergio, como Óscar, encarna la batalla que el teatro mal llamado de provincia da contra los cánones que el centralismo económico, político y cultural dicta, al grado que montajes como Güevos rancheros y Más encima… el cielo le ganaran el crédito de “casi héroe del teatro nacional que, en la búsqueda de una médula escénica propia, se lanza al teatro de esta capital centralista y decadente”. (Revista DF por Travesías, marzo de 2004).

También, al igual que Liera y muchos otros dramaturgos y directores mexicanos, Sergio Galindo ve en la farsa un género que permitiéndole la exageración, el agrandamiento de lo cotidiano, puede envolver a la gente y, como dijera Liera, estrujarla un poco más. Para Óscar, autor de textos como Cúcara y Mácara, cuya mordacidad animara los impulsos fascistas de un grupo de fanáticos religiosos del catolicismo que al grito de ¡Guadalupanos! arremetieron a golpes de tubos, palos, botellas y varillas contra los actores del grupo Infantería Teatral que en 1981 la presentaban en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón de la UNAM dirigidos por Enrique Pineda, la farsa es el género de nuestro tiempo. “El género –explicaba- es un tratamiento que se le da a la obra de acuerdo con la finalidad que se desea obtener del público, del fin que se persiga al capturar y reflejar la realidad, el efecto que se desee conseguir […] Exagerando las situaciones, la actuación misma, podemos volver a tomar la sensibilidad de la gente […] Entonces, al trabajar la farsa se logra un doble efecto. [Por un lado], la gente se ríe y, por otro, se produce una catarsis. Además [como] la risa es subversiva […] la farsa es entonces un género que atenta”.

Quizás por ello es que Galindo decidió abordar, además del discurso patrimonialista que Liera plantea en El Camino rojo a Sabaiba y que encontraba en el reparto buena resonancia debido a la procedencia de algunos de los actores y actrices de distintos puntos del país (Oaxaca, Nuevo León, Sinaloa, Veracruz, Morelos), también el discurso estético de lo fársico apuntalado por el mismo Liera, creando un personaje colectivo esencialmente clownesco con el pueblo de Sabaiba, reflejo esperpéntico del pueblo mexicano, en lo que para muchos significó el hallazgo más importante de Sergio desde la dirección. Sin embargo, el buen entendimiento entre las pautas de la dramaturgia de la puesta en escena y las ejecuciones de la dramaturgia actoral no garantizaban automáticamente una excelente resolución del montaje en su totalidad, pues, una y otra dramaturgias no tenían enfrente una tercera de orden autoral que se distinguiera precisamente por una forma fácil de resolver.

El camino rojo a Comala.

En su ensayo Liera y la cultura patrimonial (Óscar Liera, teatro completo. Tomo II, 1998), Armando Partida sostiene que “en esta obra [Liera] hace gala de las técnicas narrativas en su composición y estructura dramáticas por los distintos niveles de relato que crea y la forma en que éstos están interrelacionados, constituyendo un complejo tejido dramático: a partir de la oralidad de esa cultura patrimonial, por medio de la cual establece la acción dramática y el sujeto de ésta: la realidad política contemporánea de su estado. Discurso que igualmente determina la construcción de todos los personajes y la recreación, la invención de un mundo con diversos niveles de realidad, en la que éstos resultan atrapados por un destino inexorable”.

Para Esther Seligson (Rebeldía o nihilismo, 1998), El jinete de la Divina Providencia, Las fábulas perversas y El camino rojo a Sabaiba, las tres escritas por Liera, “tienen en común la creación de un universo de memoria primordial e imágenes interiores más cercanas al mito que a lo propiamente onírico. Y no porque los sueños tengan menor importancia, sino porque lo que se busca relatar-dramatizar va más allá de la historia de los personajes y sus recuerdos, para inscribirse en la búsqueda del significado último de la existencia humana y de los valores éticos, sociales y espirituales que la sustenten”.

Citando a Mircea Eliade, la maestra Seligson sostiene que “gracias a la memoria primordial se accede a las realidades originarias que constituyen el fundamento de este mundo, [y que en esta obra] están pobladas de las ánimas de los muertos, de la reminiscencia de sus hazañas, crímenes, amores, sueños y penares, de supersticiones y leyendas, como de una violenta denuncia descarnada contra la forma de sociedad que el hombre se ha construido. […] El marco dramático de esas ‘realidades’ es una constante desarticulación espacial y temporal de la realidad para sumergirla en los mundos de los sobre natural, del animismo, de la metáfora y su sensualidad desbordante, de la así llamada ‘locura’ como posibilidad de abarcar sus rostros a la manera de Rashmon, de El manuscrito encontrado en Zaragoza, de Las mil y una noches, de Rulfo, de las hablas y decires de la tradición e iconografía populares”.

Para ello, Liera comienza El camino rojo a Sabaiba con una acotación que más bien es un relato en el que describe, con diálogos integrados, la situación en la que el personaje protagónico, el teniente de infantería Fabián Romero Castro, hará su aparición en escena, pasando de lleno a lo que por su lado Armando Partida menciona con entrecomillado como lo “real-maravilloso”. Así –escribe Partida-, entre el relato y la descripción, va desarrollándose la escena que nos va poniendo en antecedente, entremezclados en ese cotidiano fantástico en el que van surgiendo indicios de tensión dramática conforme se establecen los diálogos entre los personajes a partir de los cuales se irá desarrollando posteriormente la acción dramática, siendo la llegada de Fabián el sujeto de ésta.

Luego, como si no fuera ya suficiente la atmósfera de ambigüedad provocada por la imprecisión de tiempos y espacios, Liera nos lleva de plano –continúa Partida- a una corte renacentista que habita el castillo de Aztlán, en un Sinaloa de principios del siglo XX, situación que le permite hacer referencia al mundo del circo, del que tanto gustaba, con maromeros, un jorobado y damas que aplauden a una señal, como súbditos del extraño cortejo que acompaña a la dura y cruel Gladys de Villafoncourt, plutócrata cuyos caprichos conducen, entre el abuso y la explotación, a la construcción de un camino de barro rojo que fuera la metáfora de aquella carretera costera que mandara hacer el entonces gobernador de Sinaloa, el ganadero Antonio Toledo Corro, como ruta que siguiera al canal de dos kilómetros de ancho y ocho de largo planeado por éste para que su yate navegara de la playa a su rancho, Las Cabras, simbolizado por los rumiantes con cuernos del mismo nombre que acompañan a Zacarías Fajardo, primero de la larga fila de fantasmas con que Fabián, a modo del Juan Preciado del Pedro Páramo de Rulfo, se topará durante su breve estancia en Sabaiba-Comala.

Se cierra el telón.

El 23 de abril, un mes antes de que la Generación 2000-2004 del CUT se diplomara, quien hacia finales de la década de los cincuenta y principios de la de los sesenta estuviera al frente de la Dirección Teatral Artística de la Red Nacional de Teatros del Instituto Mexicano del Seguro Social, uno de los cuales lleva hoy el nombre de Óscar Liera, el maestro Ignacio Retes, iniciaba su camino al Mictlán como lo hicieran el mismo día pero de 1616 los hombres también de teatro Miguel de Cervantes Saavedra y William Shakespeare. Ese fin de semana las funciones estuvieron dedicadas a quien amara de tal modo a la Universidad que sus restos convertidos en cenizas fueron sembrados al pie de una jacaranda frente a la entrada misma del CUT. Un par de semanas después, el director de la puesta en escena de El camino rojo a Sabaiba se llevaba a sus muchachos, a excepción de Luis Maya e Isaac Ramírez, quienes no perteneciendo a la generación hacían de marinos en la obra, a Sonora para presentar allá lo que en la Ciudad de México, con las relatividades del caso, estaba siendo un éxito.

En Hermosillo, en lo que podría decirse era un ambiente y un público más cercanos a la historia contada por Liera, la puesta en escena tuvo serios tropiezos que hicieron evidentes aquellos elementos que quedaron de un modo u otro irresueltos. Naturalmente, las seis representaciones llevadas a cabo, en tanto algunas resultaron ser de las peores y otras estar entre las mejores de toda la temporada, suscitaron un cúmulo de opiniones que iban desde sostener que las chicas y los chicos aún tenían una asignatura pendiente para llamarse actores de verdad (Periódico El Imparcial, 14 de mayo de 2004), hasta manifestar que eran actores y actrices disciplinados, bien preparados, con una gran pasión y un gran amor por el teatro (Programa de televisión La casa de los espantos, 15 de mayo de 2004).

A su regreso a casa, como si de lo que se tratara fuera sacarse la espina de lo sucedido en Sonora, las siguientes funciones, salvo un par de ellas, resultaron ser también muy buenas; incluyendo la última, en la que sin permiso pero con perdón de Liera, Margarita Sanz hiciera La mujer que lo explica todo, personaje que antes de ella hicieran como actrices y actores invitados (madrinas y padrinos) Jesús Ochoa, Irineo Álvarez, Paulo Sergio Galindo, Rodolfo Nevárez, Rodrigo Murray, Ixchel Sánchez, Gerardo Peña, Manuel Ramírez, María Antonia Rosas, Francisco Verú, Alicia Encinas, Emma Dib, Ricardo Hech, Eduardo Contreras Soto y el propio Sergio Galindo.

Al término de la representación, como augurio de la serie de situaciones emotivas que aún quedaban por suceder, desde el patio de butacas llovieron decenas de claveles sobre los casi egresados que uno a uno llegaban al proscenio para agradecer el aplauso del público y dar la cara por su trabajo. Llegó el momento de la develación de la placa por fin de temporada, para lo cual fueron invitados Becker García Flores, director de la Casa de la Cultura de Hermosillo y magnífico anfitrión de los muchachos durante su estancia allá; y el maestro Adam Guevara, quien titulara a la generación más reciente de egresados de la Escuela Nacional de Arte Teatral del INBA, pero, sobre todo, quien hace diecisiete años dirigiera por primera vez con la Compañía Nacional de Teatro nada más y nada menos que El camino rojo a Sabaiba, galardonada ese 1987 con el Premio Juan Ruiz de Alarcón.

Tocaría el turno luego a la entrega de los diplomas que daban constancia de cuatro años de trabajo, en algunos más, en algunos menos, y a los breves discursos colmados de buenas intenciones y mejores deseos por parte de Antonio Crestani y Anabel Rodrigo, nuevas autoridades académicas del CUT; así como de Emma Dib, portadora del mensaje de buenaventura que José Ramón Enríquez les enviara desde la blanca Mérida donde actualmente reside: ¡adiós alumnos, bienvenidos compañeros! Tampoco faltó el recordatorio que les hiciera el mismo Crestani, en su calidad de director del CUT, de que, en tanto universitarios, en manos de estos nuevos actores y actrices (Carlos Cruz, Juan Carlos Cuellar, Raymundo Elizondo, Natyeli Flores, Pablo Laffitte, Alicia Lara, Ammel Rodrigo, Santa Cecilia, Luz Vallmen y quien esto escribe) se depositaba también la responsabilidad de posicionar de nueva cuenta al teatro en primerísimo orden de importancia dentro de las artes y la cultura de este país.

El poder como vigencia de El camino, o vizconversa.

Alguna vez en una entrevista, no recuerdo si con Luz Aída Salomón, de Proceso, o Miguel Ángel Pineda Baltasar, de El Día (de quienes se han tomado parte de las opiniones de Liera aquí vertidas), Óscar confesó que le obsesionaba como tema, además de lo religioso, la familia y, mucho más, el manejo del poder, los juegos de poder, el manipuleo del poder. “¿Cómo es posible –se preguntaba- que un presidente tenga el poder absoluto para hacer lo que se le pegue su (bip televisivo) gana? Eso no puede ser. Se juega con el poder a niveles muy terribles. Es muy enfermizo, porque las personas que llegan a estar detrás de un escritorio se enferman de poder y pronto se sienten intocables”.

Cosas de la casualidad, eufemismo que en México sirve para nombrar los distintos rostros con que el abuso del poder se pasea por estas tierras, en su estancia en Sonora algunos de los actores encontraron que en Guaymas, tierra natal de los presidentes y generales Calles, De la Huerta y Obregón, existe un camino costero que conduce a Bahia San Carlos, pomposamente llamado Boulevard Manlio Fabio Beltrones (ex gobernador y hoy legislador sonorense), con trozos grises por el asfalto y otros, quizás de barro, rojos. Una semana después de la develación de placa de El camino rojo a Sabaiba en el CUT, el presidente Vicente Fox hacía entrega de una medalla al mérito por la mejoría genética de la raza droughtmaster nada más y nada menos que al mismo Antonio Toledo Corro. Entre tanto, continúa la construcción de la Autopista Siglo XXI, atravesando terrenos comunales y violentando los derechos comunitarios de pueblos en Morelos, con rumbo a Punta Diamante, donde otro finísimo personaje, el senador Diego Fernández de Cevallos –quien por cierto hace uso de sus influencias y dineros para mejorar el camino que lo conduce a casa de su actual novia-, tiene un terreno que fuera premio por sus servicios prestados al salinismo. Cosas, insisto, de estos tiempos, en los que prefiero seguir los pasos de un Liera que, como Fo, pensaba que la risa es subversiva; a los de un Brecht que igual reía, pero que quizás no lo reconocía tanto.


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