El Chivato

Jóvenes palestinos crean el Teatro Libertad de Yenín

El Teatro Libertad de Yenín reúne a jóvenes palestinos que encuentran en el escenario un arma para luchar contra la ocupación israelí y una razón para vivir. «No queremos paz, queremos libertad», dice Juliano Mer Khamis como carta de presentación a la entrada del Teatro Libertad de Yenín. En sus manos tiene un teléfono israelí y otro palestino, que muestra para explicar la situación actual del conflicto y el choque de las identidades que conforman su personalidad. «¿Sabes?, ni siquiera puedo redirigir las llamadas de uno a otro. Ya no hay comunicación entre ambos mundos», apostilla este actor, nacido en Israel de madre judía y padre árabe.
A sus 51 años, Juliano dirige el ambicioso proyecto del Teatro Libertad, que aspira a convertir la cultura en el arma para combatir la ocupación israelí. Su cantera son los niños y adolescentes de este paupérrimo campo de refugiados palestinos del norte de Cisjordania, núcleo de la resistencia armada y diana permanente del sitio, los arrestos y la demolición de casas por parte del Ejército israelí. Chavales como Ahmed Roh, que con solo 13 años vio como los bulldózers hacían añicos su casa. «Hasta que reabrió el teatro todos queríamos convertirnos en suicidas. Desde entonces hemos encontrado una poderosa razón para vivir», afirma poco antes de salir a escena.
La historia de este proyecto es una hermosa y trágica utopía registrada en el documental Arna’s Children, dirigido por el propio Juliano. A principio de los 90, su madre, Arna, abrió en Yenín un taller de teatro y expresión artística para niños traumatizados por la violencia. Tuvo antes que vencer las suspicacias de quienes pensaron que era una espía israelí. Porque Arna era judía y excombatiente del Palmach en la guerra contra los árabes de 1948. Media docena de chavales imberbes, a los que encontró velando cadáveres o llorando la destrucción de sus casas, se convirtieron en sus mejores actores. Durante algunos años esos niños soñaron con ver el mundo desde los escenarios.
Pero el trágico determinismo del conflicto acabó imponiéndose. En la Intifada, uno tras otro acabaron tomando las armas. Alá y Ashraf murieron en la defensa del sitio de Yenín; Nidal y Yusef fueron acribillados tras matar a cuatro civiles israelís en una operación kamikaze en Hadera. Tampoco Arna y su teatro, construido con los fondos del premio Nobel alternativo que le concedió el Parlamento sueco, sobrevivieron a la Intifada. Ella murió de cáncer y su teatro fue destruido, junto con otras 300 casas, por la artillería y las excavadoras israelís.
Hace un año y medio, sin embargo, reabrió el telón por iniciativa de Zakaría Zubeidi, uno de los pocos niños de Arna que siguen vivos. Miliciano de las Brigadas de Al Aqsa durante años, Zubeidi dejó las armas hace unos meses al acogerse a una amnistía israelí. «Las armas matan pero no traerán la libertad. Quise revivir la idea de Arna, de la resistencia a través del arte», afirma rodeado de chavales que le admiran. «La ocupación –añade– ha logrado presentarnos como fanáticos. Este no es un conflicto religioso, sino político. Necesitamos poetas, actores e intelectuales».
A su lado se sienta Asma, una niña de 13 años que participa en los talleres de prensa y fotografía del Teatro Libertad. Su trágica historia es la de casi todos los niños del campo. A dos de sus hermanos los mató el Ejército, y otros dos están en prisión. Su casa ha sido dos veces demolida por las excavadoras israelís. «Cuando la encontramos estaba traumatizada, casi no hablaba y se orinaba en la cama», explica Juliano. Al verla le preguntó por qué quería entrar en el teatro. «Nunca olvidaré lo que me dijo: ‘Quiero poder llorar otra vez», afirma conmovido.
Ahora Asma es una niña diferente, de una madurez demoledora. «Con el teatro aprendí a expresarme y controlar el odio que me estaba matando –cuenta desde la platea–. Mi forma de rebelión pasa por ser actriz, porque ellos no quieren que seamos famosos ni reconocidos, quieren mantenernos bajo su bota». Se apagan las luces y comienza la función. Un centenar de niñas y mujeres llenan los bancos. La obra habla de cinco adolescentes frustrados que deciden cambiar su destino emprendiendo un viaje a la playa. Cuando han ahorrado lo suficiente y convencido a sus familias, el Ejército israelí impone el toque de queda y cierra los accesos de la ciudad. Pero lejos de rendirse, recurren a la imaginación para traer el mar hasta Yenín. Con un proyector recrean las olas en una pared y remojan los pies en una balsa de plástico. Estalla la ovación, lágrimas en el público. A esta hermosa catarsis le falta, sin embargo, el desenlace. ¿Seguirán actuando en el futuro estos jovencísimos actores, o los enterrará el conflicto como a los niños de Arna?
RICARDO MIR DE FRANCIA El PERIÓDICO


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