En cartel

El compositor Ángel Illarramendi presenta la ‘Séptima Sinfonía’

El compositor zarauztarra Ángel Illarramendi ha editado con la casa discográfica Karontes su Séptimia Sinfonía que ha grabado con la Orquesta y Coro de la Filarmónica de Varsovia dirigida por Wojcech Rodek. La creación es la última de las sinfonías compuestas por Illarramendi y, sin duda, una de sus obras más ambiciosas y personales. La Séptima Sinfonía de Ángel Illarramendi, es una clara, esperada y bienvenida muestra de ese renacimiento. Una música bien nacida, sin efectismos y dirigida al alma, que “augura nuevos tiempos mas armónicos, y porqué no decirlo, mucho más divertidos, según apuntan desde la discográfica Caronte que ha editado el trabajo que invitan además a “desempolvar los teatros y volver a disfrutar de la música”.

Con este trabajo se pretende buscar “un renacimiento de la música sinfónica” y conseguir que se convierta en “una música que vuelva a conectar con el público y que nos vuelva a conmover”,ya que la música sinfónica, en su afán por buscar nuevos caminos, “ha deambulado en un experimentalismo que en la mayoría de los casos no han conseguido conectar con el público, por un problema de lenguaje y una excesiva intelectualización” indican desde la discográfica.

Respecto a Illarramendi, Andrés Ruiz Tarazona, sostiene que “ha cultivado la gran forma, cuya máxima expresión es la sinfonía, con regularidad. De ahí que su aportación a este género se pueda equiparar numéricamente a la de su contemporáneo Tomás Marco, superando en cantidad a los compositores del siglo XIX español que lo cultivaron. Recordemos a Arriaga y su magnífica ‘Sinfonía en re menor’, o a Miguel Marqués y sus ya publicadas cinco sinfonías, pasando por Ollleta, Chapí, Jiménez, Espín, Emilio Serrano y Tomás Bretón. En el siglo XX contamos entre otras con las de Olmeda, Turina, Gaos, Isasi, Esplá, Guridi, Palau, Esudero, Gerhard, Leoz, Antonio José, Montsalvatge, Orbón, Beigbeder, Bernaola, Iturralde, Lemberg, Pagola, Bautista, Blancafort, Rufino Romo etc. Este último con sus diecisiete sinfonías, se lleva la palma en número”.

La Primera Sinfonía compuesta por el músico zarauztarra, en 1984, tenía el título de Zelai urdin (Pradera azul) y presentó la Segunda dos años más tarde, mientras que la Tercera Sinfonía Harri zuria (Piedra blanca) data de 1988 y la cuarta, denominada Sinfonía Ingenua tardó un poco más, pues fue acabada en 1993. De 1996 es la Quinta y del 1998 la Sexta.

La Séptima se presenta en una grabación de la Orquesta y Coro de la Filarmónica de Varsovia dirigida por Wojcech Rodek, es la última de las sinfonías compuestas por Illarramendi y, sin duda, una de sus obras más ambiciosas y personales.

La presentación realiza por Ruiz Tarazona explica el desarrollo de la obra en los siguientes términos:

Cuando afirmamos esto lo hacemos convencidos de que en ella el músico vasco da una verdadera lección de contrapunto y fuga, al tiempo que muestra un dominio magistral en el desarrollo temático. Pensemos que toda ella está elaborada sobre el tema que enuncia el violín al comienzo, repetido inmediatamente de modo lento y solemne. Aunque se desarrolla en un solo movimiento sin interrupciones, nosotros vemos hasta tres partes diferentes.

La primera dura más de 18 minutos. Todo su discurrir encierra una enorme dimensión musical y poética. El desarrollo del tema es un continuo ‘crescendo’ de la cuerda, desde lo mas grave a lo mas agudo, y tras una fuga formidable, iniciada por el piano, en la cual las trompetas lucen su timbre penetrante, la música se remansa en un bello pasaje hasta que vuelve el majestuoso tema fundamental y fundacional, con un tempo mas ligero. De nuevo, en el minuto decimotercero la cuerda grave insiste en la fuga anterior, ahora de modo más complejo y espectacular. Llega la calma otra vez, pero en el minuto 16 (hablo a quienes, como es mi caso, no disponen de la partitura) el tema retorna con un nuevo tempo, con admirable ejercicio matemático hasta retomar la fuga y en un impetuoso ‘crescendo’, dar fin a la primera parte.

Al igual que en la primera parte, la segunda se vuelve a abrir con el breve solo de violín. Los instrumentos de viento exponen el tema fundamental.

El violín reaparece, contestado por las flautas. Reina la paz y el clima esencialmente lírico. Los metales dan solemnidad a la entrada del coro, que canta el tema básico, sobre el que bascula toda la obra, y el texto es siempre una sola palabra: ‘Eneritza’ (Una palabra sin ningún significado que utiliza en todo momento para articular las voces), sobre ella crece la espiritualidad de la música, sin dejar de conectarse con las formas clásicas ni abandonar la armonía tradicional. Después, un pasaje dramático y chirriante en el que la cuerda ejecuta una versión del tema en violenta confrontación al resto de la orquesta, parece conducirnos a un territorio misterioso, por momentos apocalíptico, que después de un grandioso coral de los metales, nos conduce a la última parte, la más breve. Se inicia con la fuga que hemos escuchado en la primera parte, ahora enunciada por el coro, primero por las voces masculinas y luego por las femeninas.

Momentos de intensa expresividad, desembocan en un imponente pasaje de los metales marcados por la cuerda, del cual surge la voz solista de la soprano ucraniana Elena Panasyuk. Luego la cuerda expone un melancólico final con las notas del arpa trazando el tema, hasta la reaparición de la fuga. Después de un breve ‘rittardando’ la sinfonía culmina en una breve y grandiosa coda.

Obra compacta y de solidez y claridad irreprochables, Illarramendi muestra cómo es posible una gran construcción sinfónica con pocos, pero inspirados y modélicos temas, y un oficio compositivo raro en los tiempos que corren. La ‘Séptima Sinfonía’ quedará entre las grandes composiciones del presente siglo, pero sin renunciar a la más fecunda tradición de la música europea del pasado.


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