Críticas de espectáculos

Ojos de ciervo rumanos / Complejo Teatral de Buenos Aires y THEATERFORMEN de Hannover

“Alrededor de este árbol, con retorcido espinazo,
chupa el dragón el gustoso néctar que cae del fruto.
Cuando el báquico vino masca con torvos quijales
cáele de su hocico jugo de la uva embriagante,
tiñe la barba con gotas de purpúreo color.
Baco, recorriendo montes, ve con enorme asombro
cómo un jugo encarnado tiñe el cuello del drago.”

Dionisíacas XII 293-362. en “Dionisios”de Karl Keréngy

En un artículo recientemente publicado en la revista “Los Rabdomantes” de la carrera de Arte Dramático de la Escuela de Artes del Teatro de la Universidad del Salvador, me preguntaba como recuperar con los materiales de nuestra época la génesis original del drama, resolviéndolo en una epifanía contemporánea.
La mitología llamó Titanes, Cíclopes, Gigantes al “eslabón perdido” entre los primates y la raza victoriosa de los hombres. Esta explicación no científica que es el mito, no impidió que el homínido no dejara por ello de investigar sus orígenes, de conocer quién engendró a quién: si Urano a Cronos, si Zeus a Apolo, si José a Cristo. Esta investigación genealógica nos ha llevado a cometer verdaderos genocidios en nombre de la “limpieza de sangre” humana, de la que no se salvó ni Cervantes hace casi quinientos años. El consecuente certificado de engendro –uno de los documentos fundamentales del ciudadano todavía hoy- intenta aventar toda duda respecto de nuestro antepasado hombre, nada más que humano, simplemente humano, y no bicho, primate, austrolofitecus, o, peor, vegetal. De eso habla “Ojos de ciervo rumanos”.
Beatriz Catani presenta en escena un hecho sagrado: el mito del nacimiento del hombre. Pero con los materiales de nuestra época: una familia vulgar donde falta la madre, el Padre es avezado jardinero, la hija, Dacia, “despierta” a la sexualidad y un jovenzuelo Benya -Benjamín- el hijo menor, quiere ingresar al círculo edípico aunque no sabe muy bien si para ayudar al despabilo de la niña y al de él mismo, o si lo hace para recibir el legado del padre. Catani acerca la mirada a este trío clásico: la falta de la madre hace posible los hábitos maternales casi andróginos del padre llevando al espectador a la escandalosa sospecha –certidumbre, quizás, si ya ha leído la cita dionisíaca del programa de mano- que la hija ha sido concebida en un auténtico y solitario parimiento masculino cuasi botánico. Desde la contemporaneidad una familia infectada de jardinería. Desde la historia el génesis de la antropomorfia.
En “Ojos de ciervo rumanos” no hay vestigios ni de Adán ni de Eva ni de Romeo ni de Julieta. No hay un par de procreadores ni un par hominal decidido a serlo. Aparece dramáticamente el misterio panteísta de la creación, el del doble parimiento de Dionisios, Dacia en este caso: hasta el séptimo mes en las entrañas de la frigia Semele, diosa del infierno, y hasta el alumbramiento del noveno en la ingle de su padre el relámpago resplandeciente Zeus.
Esta epifanía contemporánea es sostenida en escena por lo excelente Paula Iturriza, una Dacia dionisíaca, clavada en la tierra rumana como un tirso mágico. Por el también excelente Blas Arrese Igor en su papel furtivo de un Benjamín extranjero y enamorado. Y por el correcto Ricardo González cuya dicción, trabajosa, da mayor espesor a ese Padre horticultor en vías de ser o de haber sido simplemente plantío. Un párrafo aparte merece el acierto de la arbolada escena, cual bosque laberíntico, quizás sagrado.
Catani hace una lectura dramática inteligente y bella sobre el enigma del principio. Como todo mito revivido, late con vida una vez acabada la representación en el corazón del espectador.


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