Críticas de espectáculos

El cementerio de automóviles/ARRABAL

El profeta Arrabal retoma el pelo de los españoles

Pérez de la Fuente, al frente del Centro Dramático Nacional, resucita al más adelantado e incomprendido de los dramaturgos españoles.
Al margen del personaje terrible que rodea al melillense, «El cementerio» vuelve a ser edificado sobre las tablas de un escenario español; una puesta en escena brillante que impacta frontalmente con el espectador, estupido-facto en muchos casos (arrabalizando). El escritor desborda, escapa a su piel y a las pieles de la racionalidad, para reflejarse en un espejo absurdo, crepuscular y ácido, trasunto de una sociedad moribunda. Es una obra tremenda, vanguardia engendrada hace diez lustros que mantiene, bajo la valiente batuta de P. de la Fuente, la enorme sugerencia de un teatro poco convencional. Los coches, grises y amenazantes, se apilan al modo de un edificio u hotel, cuyos habitantes observan morbosamente la condena del ingenuo Emanú, mientras ríen, fornican, orinan y hablan. Son simétricamente, un reflejo deformado del conjunto de espectadores y, por añadidura o especulación, de la sociedad occidental, o en su momento, la sociedad represora del franquismo, aunque la obra se aleja de la barata circunstancia.
Tiene una profunda carga cómica. Provoca risa natural, ingenua, avivada por un vestuario y atrezzo grotesco, exagerado como la libre interpretación de los actores. Los tres amigos músicos recuerdan a los Marx (atentos al papel del mudo). Igual ocurre con las voces que nacen desde el interior de los coches, donde fluye un lenguaje alocado y mordaz.
No puedo evitar la mención a «Esperando a Godot». Sus modos de aproximarse a la «verdad» que late tras el ser humano, forman parte de la misma liga, compitiendo en sugerencia. Pretenden explicitar las miserias que padece y provoca el hombre del siglo XX, siendo la obra del melillense también una apuesta por la ingenuidad, una consagración de la infancia.
Al mismo tiempo, percibimos una poco disimulada (y necesaria) referencia a la vida de Jesucristo, personaje encarnado en Emanú, igualmente traicionado y condenado. Siendo la obra iconoclasta y castrada del complejo mojigato, no es por ello una falta de respeto. El escándalo es ya problema de la moral confundida del espectador. Emanú es otro «Brian», nacido de la mente privilegiada, aturdida por enfermedades y persecuciones, del genio exiliado. A pesar de mi breve apología, considero el fundamento bíblico como algo que complementa la obra, pero no soporta todo su peso. Hay otros elementos más actuales (¿y más accesorios?) como la intimidad profanada.
El sexo es otro de los pilares, o ingredientes del cemento enriquecido de la obra. Es una referencia fundamental, una constante del «Cementerio» que aporta su lado más trasgresor y elocuente. Desde las relaciones que establecen Milos y Dila, mutante y desenfrenada pareja de policías, pasando por la inevitable LASCA, domada, domadora, atada a Tiosido y enamorada de Emanu. Carmen Belloch (Lasca) destaca en su papel de amante, brilla con luz propia, mientras que Emanu, interpretado por Alberto Delgado, consigue transmitir esa fuerza dramática que precisaba el protagonista, una desnuda y primitiva naturalidad.
En definitiva, una obra sublime, desbordante, mundana, enraizada en lo más profundamente humano. Una tomadura de pelo para los que acudan con la idea del espectáculo clásico. No es casual, por tanto, esa recomendación temerosa del director: «acudir desprovistos de las vestiduras morales». Si el espectador se abruma a la caza sistemática del sentido, puede perderse el verdadero asunto de la obra. No obstante, creo que hay mucho que hablar sobre este cementerio que ha gestado P. de la Fuente, a propósito del talento de Arrabal. Una paja mental, pero con-ciencia de Arrabal y su exégeta De la Fuente.


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