DE CÓMO MORÍA Y RESUCITABA LÁZARO…
Y LAZARILLO, ¡AY!, SIGUIÓ MURIENDO
(Reseña de De cómo moría y resucitaba Lázaro, el Lazarillo, de Arístides Vargas, Ed. Artezblai, Elorrio (Vizcaya), 2002)
La pervivencia de los clásicos se comprueba en su capacidad de adaptación al medio, al tiempo y al espacio, a años y leguas del momento histórico y del lugar geográfico en que vieron la luz. Una buena prueba de ello es la versatilidad del Lazarillo de Tormes y su facilidad para acomodarse –va en la condición del personaje, se me dirá- a aquellas circunstancias de la vida más adversas –tal vez porque la vida sigue siendo un cúmulo de adversidades para buena parte de la población-. Así, en De cómo moría y resucitaba Lázaro, el Lazarillo, del escritor ecuatoriano de origen argentino Arístides Vargas, que lo ubica en el Amazonas –consecuencia natural de su necesidad de buscar acomodo en un paraíso terrenal, quito ingenuamente del territorio de “La Mancha” de su deshonra-, en su breve versión apócrifa –que “en hojas veinticuatro pasara de la novela al teatro”-.
Con un lenguaje pausado y rítmico, fecundo y armonioso, que, en su deje americano ligeramente arcaico desentona con relación al original mucho menos que otras versiones peninsulares, Vargas recrea, con la distorsión que introduce la selva subtropical a fines del s.XX, la peripecia de un Lázaro Mata Mandingas, héroe de las mil caras acunado en una caja de galletas “La Ideal”, hijastro de un sargento –del pelaje de Pantaleón el de las visitadoras-, que pasa de mano en mano de sus tres primeros amos, quienes representan para él “la novela del aprendizaje”-o el rito de iniciación “teatral” a la madurez, mejor-, y lo malean en su lucha por la vida con el determinismo de su entorno -el parasitismo y la simbiosis con el más fuerte propios de la selección natural de las especies-, en virtud –o defecto- del mimetismo y las mutaciones que impone la ley de la jungla. Y todo esto desde un distanciamiento crítico que se pone de manifiesto desde el primer parlamento: “deletreé mi nombre, decía: ‘Esta noche el Lazarillo’, y me dije: qué bien que le cuenten a uno su propia vida puesto que uno la padece y no tiene tiempo de contarla (…) ”, en un pórtico – o portón- que se plantea la escolarización de Lázaro –porque ¿cuándo y dónde aprendió a leer y escribir Lázaro?-. Aquí, el juglar cuenta-cuentos evita con picardía esa respuesta. Un distanciamiento que incluye, además, una reflexión metaliteraria sobre las relaciones entre el tiempo de la historia y el discurso y la brevedad de la vida, y marca el tono de la pieza, que mediante largos parlamentos –esbozados como hueco-grabados a la morisca- que se desmenuzan en diálogo ágil y zigzagueante, in crescendo a medida que se acerca el desenlace, hacen de la falsedad, de la hipocresía, de la apariencia, de lo teatrero -en el peor sentido de esta palabra-, la clave del aprendizaje de Lázaro, desde el ciego maestro de mendigos de la escuela de Monipodio, pasando por el vil predicador protestante/católico de conveniencia al caballero de fortuna italiano, hasta desembocar en el político fantasma –apariencia pura de realismo mágico-, el “Vuestra Merced” que desencadena el relato del anecdotario del pícaro y se esfuma como oyente al concluir el relato, trasladando su desintegración al lector o espectador desde el cajón de madera de pino –su cuna y sepultura-, una vez que se cierre la caja de galletas del libro –elaborado por los cajistas- o el cajón del escenario –Ideal plegado entre cajas por los tramoyistas-, juego de cajas chinas tridimensional que salta –a través de la cuarta pared de las página de cortesía del teatro a la italiana- a la cuarta dimensión del tiempo de la representación.
Los sucesivos amos –el tío Enrique, el hermano Miguel, Luchino o el señor Amílcar- pasan de su condición estamental a figuras individualizadas –como corresponde a esta edad contemporánea- y encadenan un sartal de cuentos –cuentas del rosario de la aurora en el estuche de la edición de Artezblai- que desarrollan las muertes y resurrecciones del pícaro –“¡Cuántas veces morí y cuantas veces viví!”-, su misérrima supervivencia –“No conozco otra patria que mi estómago…!”- hasta desembocar en niño de la calle adicto al pegamento –“(Comienza a realizar acciones con una bolsa de plástico, aludiendo a los que se drogan con cemento de contacto)”-, y dejando de lado la deshonra matrimonial, motivo desencadenante del clásico, con un final abierto que recuerda metaliterariamente la selección de la memoria por el olvido: “(…) Hasta aquí mis muertes y resurrecciones, de las que me acuerdo, puesto que hay otras que se morirán para siempre y nunca resucitarán”-, en una atmósfera difusa de desintegración del ser por las apariencias, en una confusión de sueño y realidad, de vida corta y arte largo, de honra y deshonra que ahoga, en la desolación y el olvido, la denuncia moral del alegato de un desheredado que, mientras agoniza el siglo XX –el de los movimientos de masas que pretendieron acabar con la miseria- demuestra estar más vivo que nunca –¡viva Lázaro, que nunca muere, y si muere resucita, y si no es que nos han engañado a todos los cristianos!-, y acaso porque en La vida de Lázaro de Tormes “hay más vidas, pero están en ésta”.