Críticas de espectáculos

Fedra. / CNTC

FEDRA. CNTC.
Autor: Jean Racine.
Traducción: Rosa Chacel.
Dirección: Joan Ollé
Intérpretes: Rosa Novell, Joaquín Hinojosa, Gonzalo Cunill, Angels Poch y María Molins, entre otros.
Teatro Pavón.

PRIMERO FUERON LAS PALABRAS.

“Fedra, la voz de las estatuas” afirma su director, Joan Ollé. El regreso al origen, al pilar único y originario del teatro; el hombre que habla del hombre a los hombres. Sin más recursos, sin más intermediarios… La palabra al desnudo, abrazada al riesgo y a la autenticidad. El actor y la palabra. El teatro sin más aditamentos que la calidad, la pasión y la técnica. Jean Racine, basándose en la tragedia de Eurípides, crea una Fedra pasional, visceral y enamorada. El poder y los celos alimentan la gran tragedia de la culpa y los remordimientos. Eduardo Mendoza y Pere Gimferrer, siguiendo de manera fiel, la inicial traducción de Rosa Chacel, han acercado al público los alejandrinos de Racine, ofreciéndonos una maravillosa lección de poesía dramática, donde las palabras son los auténticos protagonistas. Ellas conducen a los intérpretes hacia el laberinto tormentoso de un mundo regido por dioses, intereses, deslealtad y traición. Estos habrán de servir impasibles, contenidos y estoicos a las palabras.
El actor será un instrumento, un vehículo. El escenario, el espacio escénico, una simple tarima aséptica, desde la que emergerá la historia dramática de Fedra. No hay más. Teatro.
Ésa es la apuesta, el reto y el riesgo. Retornar al origen, al comienzo. Recordar, en una época en la que calificamos como teatro un sin fin de luces, recursos y efectos especiales, sus tres unidades básicas: El paso, la sílaba y el gesto.
Recordar que ser actor es algo más que ser “hijo de…” o “ser famoso”. Recordar que se ha de caminar mucho y muy duramente para ser Actor, para poder hablar al hombre del hombre y que la persona de la última butaca pueda y quiera escucharte.
“Fedra” es un montaje peligroso, denso y concentrado. Bebe de la esencia más primigenia. No podemos despistarnos, no podemos descansar en una palabra porque ellas nos empujan y nos obligan a buscar las razones del corazón… Aunque la razón, nuestra razón, no las entienda. No podemos caminar al ritmo de “las estatuas”, debemos ver las palabras, seguirlas, a bordo de las emociones que invaden y ahogan el escenario del Teatro Pavón. Ése es el auténtico decorado, el invisible y veraz ornamento que hemos de sentir con las voces de auténticos actores que pueden arriesgarse en una interpretación con la que han recorrido nuestro país desde 2002; que son lo suficientemente profesionales, que están lo suficientemente preparados como para quedar al desnudo, como desnudo de artificiosidad queda el escenario, como auténtico en su simplicidad es el teatro.
Joan Ollé ha desmaquillado su rostro. Le ha despojado de todas sus joyas. Le ha quitado el abrigo de visón, los ropajes de lentejuelas. Ha apagado todas las luces. Ha encendido, tan sólo, dos velas… Lo ha colocado frente a un espejo. No se escucha más música que la melodía silenciosa de su respiración. Se ha mirado, lo hemos visto, lo hemos descubierto… El teatro. El hombre frente al hombre. Una historia que vivir, mientras se cuenta. Lo demás, no deja de ser una figura retórica que acerca nuestras vidas a una belleza más asequible, más fácil y más efímera. Joan Ollé ha apostado por lo primero y ha ganado… Lo bueno en este juego es que, con él, hemos ganado todos.


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