Críticas de espectáculos

La señorita Julia / M. Narros

Autor: August Strindberg
Versión: Juan C. Plaza-Asperilla
Dirección: Miguel Narros
Intérpretes: María Adánez, Raúl Prieto, Chusa Barbero
Músicos: Andrea Szamek (violín), Scott A. Singer
Teatro Arriaga, Bilbao. 12-11-2008
Bajo los auspicios del más puro horrorosismo de la psique humana del Naturalismo, Strindberg nos plantea en este texto la lucha titánica de las pasiones de hombres y mujeres al desnudo. Para ello elige a dos gladiadores a priori en igualdad de condiciones: una aristócrata -pero mujer-, frente a un lacayo -pero hombre-. Ni que decir tiene quién vencerá atendiendo a la misoginia enfermiza y al antifeminismo recalcitrante de Strindberg.
María Adánez da cuerpo y vida a la señorita Julia, hija del conde. Un personaje tan adorable como detestable. Bajo la candidez de princesita programada como producto y orgullo de su padre, se esconde la mujer arrojada y defensora de sus derechos como descendiente directa de Eva, heredera aquí de los valores progresistas de su madre. Sólo tiene un defecto: es humana. Desde el palio protector y caprichoso del dictador, la señorita Julia se permite el lujo de jugar a femme fatal liberal y fuera de las convenciones sociales atribuidas a su estatus y a su condición de mujer, pero la adulteración del mandatario aborta la lealtad a sus principios, al mismo tiempo que su presunta ruptura de los valores impuestos se ve empañada por la protección que le aporta su rango abolengo. Este es el talón de Aquiles de la señorita Julia: su propia lucha interna no le permite llegar más allá del snobismo de una “pobre niña rica”. El trabajo de Adánez se queda en digno, con momentos gloriosos, pero con cierta planicie en otros, debido a una intérprete un tanto limitada y sin un gran abanico de registros.
El otro titán será su lacayo Juan (Raúl Prieto), personaje conocedor de su condición inferior en la escala social, pero con una ambición desmesurada; es buen sirviente, pero cree que ése no es su lugar en el mundo. Lejos de toda visión proletaria y de los derechos humanos, a Juan le mueve la envidia, y no los valores sociales; es un ser ruin, traicionero, soñador, desleal, tramposo, mentiroso y oportunista.
Y comienza la lucha. Un juego de seducción y de atracción sexual donde ambos personajes se igualan. ¿O no se igualan? Y es que Juan es el hombre… La señorita Julia cae en su propia trampa; pretende ser la “progre” en el sexo -si bien Juan obedece a una orden de su señora- y pasa a ser la aristócrata mancillada que ha perdido su virginidad a manos de un vulgar criado. Juan no pierde su oportunidad y se ensaña y se regodea ante una Julia asustada, inexperta y perdida: la ha convertido en “la puta de un lacayo”. Raúl Prieto borda el coleccionario de registros del papel que se le encomienda, y salta del servil al azotador, del dictador al temeroso, del macho todopoderoso al ruin, del traidor al llorica… con una naturalidad y espontaneidad sorprendentes, caminando por toda la función con una verosimilitud y una seguridad absolutas.
Por último tenemos a Cristina, lacaya, mujer y engañada. Es el contrapunto a tanto despropósito; conoce su sitio, es sabedora de las reglas impuestas, es casi un personaje romántico abocado a un destino que encaja con resignación. Es tan pusilánime y permeable ante su contexto, que incluso se le niega participar en esta tragedia, y se queda en un humilde personaje secundario perfectamente acometido por Chusa Barbero.
Narros nos da una interpretación de Strindberg desde la visión del metateatro, donde elementos parateatrales entran en escena en cualquier momento. Especialmente reseñable es el comienzo de la obra, donde los timbres del Arriaga y los de la escena confunden al espectador que aplaude cuando no debe y no aplaude cuando debe, pero no es un error, Narros no sólo nos miente, sino que logra engañarnos con esta trampa tan a juego con el final abrupto de la obra. También logra un efecto bonito con la inclusión de la “banda sonora” en escena, inserta en ese espacio muerto entre la escena real y el objeto surrealista.
La puesta en escena es correcta, y adecua a la perfección el ambiente de finales del XIX a lenguajes más propios del siglo XXI (iluminación, objetos metafóricos, ayudantes de utilería en escena…) salvando así ciertas barreras culturales.
El producto es un espectáculo que guarda y transmite la locura finisecular del autor mediante un montaje, una interpretación del texto de Strindberg, y una puesta en escena al servicio de la visión, el pensamiento y el caos propios del desequilibrado que intenta nadar a contracorriente y al final se ahoga.


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