Diálogo entre Dios y el Diablo
Está claro que esos que se autodenominan medios de comunicación sólo transitan por esos caminos silvestres, adonde se ha comprobado que ni se asoma Dios, cuando están ansiosos por hacerse con uno de esos premios que dan a quien consiga descubrir algo que pueda retar a este mundo contemporáneo que está a punto de aniquilar el resto de asombro que queda en el ser humano.
Si estos buscadores de novedades desviasen de vez en cuando su ruta, llegarían a uno de esos poblados que existen en medio de los senderos perdidos de nuestra América india, que acaso alcanzan el rango de aldea, y adonde, teniendo un poco de paciencia, para quedarse a ver cómo pasan lo días los habitantes de dichas comunidades, sin dejarse distraer por los deseos del éxito, estoy seguro de que podrían descubrir algo tan maravilloso como lo que voy a narrarles, y que me anticipo a decir que lo que tiene de admirable es que en la sociedad civilizada en la que vivimos todos, usted más que yo, amigo lector, sería impensable que algo así ocurriese, pues hemos sido educados para creer que sólo ocurren cosas sorprendentes, donde hay mucha gente. El cuento es tan corto como admirable, repito.
En el minúsculo poblado conocido con el nombre de, Sin nombre (sí, así llama, lo juro por Dios), del que ningún dato geográfico puedo dar, porque no aparece en la geografía nacional, por lo que espero que después de esta nota aparezca por lo menos en internet, habitado por aproximadamente dos mil quinientas almas (es lo que dicen los que allí viven, porque el Estado no los tiene censados debido a que los funcionarios descubrieron que allí no hay forma de cobrar impuestos), en donde no hay iglesia, ni policía, ni forma de gobierno como el que usted y yo conocemos (o sufrimos, para ser más preciso), se lleva a cabo, cada domingo, una reunión de la comunidad en la plaza, durante la cual se ratifica un rito que hace que en dicha comunidad la gente mantenga sus emociones en equilibrio.
Se trata de una representación escénica en la que libretistas y actores son niños. La razón por la que dicha tarea es delegada a éstos me la explicó un anciano de la comunidad y es que son ellos de la opinión de que aunque hay una tendencia de los adultos a no creerles a los niños, lo que hacen éstos, por ser tan peculiar y divertido, despierta comentarios y la gente, sin pensarlo, termina hablando de aquello que hablaron e hicieron los niños.
Pues sépase, y además acéptese, que estos niños han escrito (mejor diré, escriben) una obra de teatro, dinámica, que se modifica semanalmente con la renovación del diálogo, que siempre versa sobre algo que puede generar discrepancias entre los pobladores. La representación es como un anticipo a un problema, y durante la misma se discierne sobre qué puede suceder si éste se deja sin resolver. Nos anticipamos a aceptar, para no caer en discusiones futuras, que detrás de esto debe haber mano adulta. Pero no es esto lo que nos interesa averiguar.
Parece que el conflicto que amenazaba a la comunidad por los días que tuve la suerte de pasar por ahí era de origen divino, porque el texto de ese domingo estaba dedicado a dirimir un diferendo entre el cielo y el infierno.
Lo novedoso es que Dios y el Diablo (escribo Diablo con D mayúscula, porque así lo conciben ellos, debido a que le dan el mismo rango a uno y otro) se sientan a dialogar (léase bien, dialogar, no discutir, que es lo primero que se nos ocurriría pensar que sucederá en una reunión de éstas) sobre la incidencia de uno y otro en la tierra. Hablan, sin tapujos, de la actividad que cada uno, desde el punto de vista de la guarda de sus intereses desarrolló durante esa semana entre la comunidad. Pero lo más sorprendente del caso es que al final de la representación, que a mí me cupo en suerte ver, Dios y el Diablo están de acuerdo en una sola cosa, y es, la preocupación mutua de qué harán cuando ya todo el mundo crea en lo mismo.
Están, pues, muy preocupados por los avances de la globalización. ¿Los niños?, ¡no!; ellos no saben qué es eso. Los preocupados son Dios y el Diablo.