Zona de mutación

Disparen contra la representación

El teatro del siglo XX tuvo sus avanzadas contra la representación: ‘teatro de la crueldad’ por un lado y ‘teatro épico’ por otro. Su crítica a la representación y por ende a la mímesis y sus códigos de verosimilitud, cobra sentido en la medida que está al alcance de lo humano. Asociamos la no-representación, como rechazo a la representación, a una crítica de la ideología que nos acerque a la realidad sin mediaciones discursivas.

El sistema representacional será carcomido sin embargo, en su propio marco. Como dice Laclau, la ideología es una de las dimensiones de toda representación (1). Toda crítica a la representación, podrá ser presentada además como una crítica a la ideología. La vacuidad que podrá ser compensada con una corporización, en una forma que podemos llamar –partiendo de Jean Allouch- de luto invertido, en tanto dicho proceso corporizante cubre/compensa una pérdida en el ritual escénico por el cual un cuerpo encarnante suple la dimensión ausente por un objeto diferente. A esta supletoriedad, Laclau refiriéndose a la ideología, la llama deformación equivalencial. La postulacion de esa nueva dimensión ficcional a un plano existente, cuestiona la equivalencia a partir que la presencia de la nueva situación corporizante se reclama como autónoma y no como la cifra de una paridad o semejanza. En todo caso, esa verdad escénica parida (de tal paridad), es una verdad maldita; lleva el germen del engaño y la traición a la realidad que representa. La esencia de la realidad pre-existe a la de las palabras o imágenes que reverberan en su nombre. Una realidad escénica sin imitaciones, sin reemplazos, sin dobles. Maldita decimos, aduciendo al peligro de su petición de valer en sí misma.

Otro rasgo de esta crisis es que es de múltiples resonancias. En primera instancia, aquella estaría referida a la imposibilidad de establecer la plenitud ausente que permite que un significante vacío se llene de contenido. La capacidad de sustitución de una cosa por otra en el teatro o de lo social a través de lo particular (en la representación política) se torna inviable, inverosímil. Esa disrupción impide el cierre del proceso que lleva a esa plenitud ausente.

La lógica equivalencial del proceso ideológico, como de la representación, colapsa. La posibilidad de traspasar, trasegar sentido de un medio a otro, se ve comprometido. Se produce una anomia inevitable que sólo podrá compensarse en la demiurgia social asociable a la fuerza y capacidad creativa de los individuos de la comunidad. Aunque esa demiurgia también es el ‘reflejo’ del poder y sabiduría divino para crear de la nada. Esta anti-representación tal vez incluye la capacidad de lograr una identidad, como Nancy dice del ‘judio’ visto por los nazis (2): “una identidad que pueda ser designada sin ninguna clase de duda”.

Esta autopoiesis le significa al individuo, literalmente, un tomar el toro por las astas. Poner en crisis la delegación simbólica del poder individual, al poder que nos representa a todos. Cuando esta interrupción de los puentes relacionales acaece no vuelve a restaurar el mito del poder delegado. La auto-construcción plantea un cuadro subjetivo (psicológico) que prescinde de la identificación, de la subalternizacón o filialidad espectatorial del individuo como agente responsable, alimentado de su propia conciencia y decisión.

Las consumaciones devenidas del ‘Dios ha muerto’ ponen el brete de pensar por uno mismo. La vida ya no está en otra parte, por lo que dicha autopoiesis empieza como una crítica a la razón utópica, sin duda. Ya no tanto el ‘por hacer’ como el hago o estoy haciendo.

Una consecuencia es el montaje o la imbricación de lo presentativo con lo representativo, la dilución de la ficción y realidad en un solo plano apariencial.

Un teatro sin re-envío. Si la cosa que se ve existe porque la vemos, el representar a una realidad exterior precisa de nuestra credulidad, podría decirse de nuestra fe como cierre, o de esa especie de cuerpo calloso que enlaza a través de las invariantes de las dos dimensiones. Aún así, esta unidad se fingirá otra, por lo que finalmente es probable que, como dice Corinne Enaudeau (3): “el mundo no tiene otra presencia que el cuadro que se erige de él (…) todo comienza con los sustitutos, es decir, no comienza. Lo único auténtico es el sucedáneo, imagen o palabra (…) por lo que la representación es originaria, no tiene antes ni afuera”. Así es que podemos tratar al escenario como ‘zona de veda’, como caja de retardo, en definitiva, como una caja de pensamiento. En esta caja que representa lo que se piensa, sus intensidades son develatorias. De un pensar con todo el cuerpo hay que decir. El aparecer consciente del actor, visibilizándose sobre la escena, denotará en el respaldo de producción, la voluntad de tal ejercicio de pensar, que se revelará en el avance del cuerpo sobre lo innominable. Ese cuerpo, repetimos, transita la escena con una ‘espada de Damocles’ ya que al dar cuerpo a una ausencia que tiene sus especificidades, implica que la animación de ese ‘no ser’ puede ser una traición a tal especificidad.

 

(1): Misticismo, retórica y política. Ernesto Laclau, Fondo de cultura económica, 2006.
(2): La representación prohibida. Jean-Luc Nancy, Amorrortu editores, 2006.
(3): La paradoja de la representación. Corinne Enaudeau, Paidós, 1999.


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