Por un espectador cruel
Comencemos por algo que parece una anécdota.
Samuel Beckett estrenó la versión inglesa de Esperando a Godot en Londres en 1955. Como buena vanguardia que recién asoma, los anglosajones acogieron la obra con la debida mezcla de frialdad e indiferencia. Dos años después, la cárcel americana de San Quentin presentaba el espectáculo ante sus presidiarios. Pese a las reservas iniciales por parte de los gerifaltes de la prisión (para evitar conflictos la obra había sido escogida, entre otras razones, porque no aparecían mujeres en ella), la reacción de los presidiarios fue inusitadamente respetuosa y atenta. Habían quedado atrapados, pero esta vez por la obra. “Godot es la sociedad” decían unos, “Godot es el exterior” decían otros. Por lo visto, aquellos espectadores, que poco sabían sobre teatro pero mucho sobre lo que es esperar, habían sido los mejores espectadores que podía tener la hoy mítica obra. Probablemente fue allí, en la cárcel de San Quentin, donde el Godot de Beckett alcanzó su clímax como evento artístico.
Todos asumimos sin mayor discusión que el teatro es un espacio en el que se interrelacionan dos grupos humanos: actores y espectadores. Sin embargo, cuando se reflexiona o se investiga en teatro la atención se dirige generalmente a la primera parte, a los actores y sus circunstancias (dramaturgia, escenografía, iluminación, etc.). Pocas veces se aborda un análisis que atienda a los espectadores, no ya como un ente imprescindible para que el teatro sea tal, sino como un elemento humano cuya interacción con la escena determina decisivamente el resultante final de todo acontecimiento teatral. Según la célebre fórmula de Brook de acuerdo a la cual “una persona caminando en un espacio vacío mientras otra le observa es todo lo necesario para que surja el teatro”, diríamos que rara vez se observa al que observa. Y cuando se le observa, generalmente se hace con los ojos velados por intereses económicos o políticos.
Aquí trataremos de observar al que observa con una mirada más bien biológica.
Entendemos, por tanto, que el teatro es un ecosistema en el que conviven actores y espectadores. Ecosistema aquí debe entenderse en un sentido más literal que poético: como una comunidad de grupos humanos que se relacionan entre sí en función de los factores de ambiente. Se puede afinar más si vamos por estos derroteros: se trata de una relación que tiende al mutualismo, aunque a veces no se logre (en biología, el mutualismo es una interacción entre individuos de diferentes especies, donde ambos se benefician y mejoran su prestación vital).
La cuestión a plantear sería la siguiente: dado que el teatro surge de la relación entre actores y espectadores, en consecuencia, de igual manera que la preparación actoral es un factor fundamental para mantener viva la atención del espectador, lo mismo podría decirse desde la perspectiva del espectador. ¿Cuál sería entonces la disposición física, emocional y mental del espectador que permite al actor (y, por ende, a la escena) alcanzar su mejor aptitud artística?
Es posible articular el mismo interrogante de otra manera: si, como dice Eugenio Barba, existe un territorio pre-expresivo, según el cual el actor organiza su presencia escénica de tal modo que es capaz de captar la atención del espectador sin que se haya consumado una expresión concreta, ¿no podría existir igualmente un estado pre-expresivo en el espectador? Tal vez podríamos llamar a esta pre-condición, por cuanto el actor vive en la expresión y el espectador en la reacción, el estado pre-reactivo del espectador. ¿Cuál sería entonces este estado pre-reactivo del espectador que es capaz de dar una nueva valencia al actor y a la escena?
Volvemos nuevamente a Brook para buscar un primer ejemplo, concretamente a algo que le ocurrió a uno de sus actores emblemáticos, Yoshi Oida, cuando la compañía representaba escenas improvisadas en diversas aldeas de África. Ante la mirada atenta de espectadores que no compartían ni el idioma ni la cultura del grupo, Oida recuerda lo siguiente:
[…] Completamente arrebatado por la improvisación, realicé de repente un salto mortal. Pero ¡yo no sé dar saltos mortales! No es una de mis habilidades. Y, sin embargo, lo hice. Recuerdo que, conforme pegaba brincos frente a los aldeanos, pensaba: “¡Tengo que hacer algo!” E inconscientemente mi cuerpo encontró la manera de realizar una acción que en condiciones normales está más allá de mí. (1)Hablamos pues de un espectador que no está condicionado por una predisposición negativa o positiva, que guarda intacta la capacidad de sorpresa ante lo que va a acontecer, que no ha aprendido los mecanismos de engaño del arte teatral y que, por tanto, tampoco es capaz de defenderse con sus instrumentos cognitivos. Su espera es silenciosa pero voraz, y cuando la escena ha comenzado, recibe aquello que se le ofrece desde el otro lado del raciocinio, sin pudor, con la sensibilidad erecta y la mirada hambrienta. Es posible que responda, ría o grite allí donde nadie lo espera. No distingue entre vida y teatro, simplemente reacciona. Por analogía con el discurso del Teatro de la Crueldad de Artaud, podríamos denominar a este espectador el Espectador Cruel, y parafraseando nuevamente a Brook, diríamos que este espectador es el que mejor asiste a una obra de teatro, en el sentido no sólo de acudir sino de ayudar y favorecer.
Espectadores crueles son, por tanto, los presos de San Quentin que vieron Esperando a Godot, los aldeanos del periplo africano de Brook o los yanomami (etnia aborigen de Venezuela) cuando realizaron un trueque cultural con el Odin Teatret. Espectadores crueles son igualmente aquel grupo de disminuidos psíquicos que observé en una conocida sala alternativa y que fueron capaces de interactuar con la actriz que recitaba un texto de Heiner Müller. Una modalidad de esta crueldad es la que buscaba Boal en los espect-actores a través de su Teatro del Oprimido y también podríamos considerar al propio Artaud un espectador cruel cuando observó por primera vez, allá por 1931, las Danzas Balinesas. Qué duda cabe que los profesionales, aficionados, críticos y programadores de teatro de hoy, por tener el asombro en letargo y la sensibilidad domesticada, son aquellos que, en principio, más lejos se encuentran de ser espectadores crueles.
A la vista de lo mencionado, tal vez la mejor manera de testar la calidad intrínseca de un espectáculo en creación sea introducir en los ensayos a un público compuesto por niños (siempre que el espectáculo sea para adultos), disminuidos psíquicos o aldeanos que difícilmente acuden al teatro. Son ellos quienes mejor aprecian y muestran, a través de sus reacciones, cuán fuerte es la lógica interna de un espectáculo, si se ha hilado finamente su sensibilidad oculta o si el flujo de tensiones que lo gobiernan es suficientemente consistente. Ellos perciben salvajemente lo que nosotros sólo podemos razonar.
(1) Yoshi Oida. El actor invisible. Traducción de Giorgina Tábora, Ediciones El Milagro, México DF, 2005, p.153.