Y no es coña

Estructuras flexibles

Llegará un día que a base de recortes presupuestarios, de ajustes, de incremento del gasto en el capítulo 1, el dedicado al personal, la Cultura, entendida como un bien público y un derecho democrático, se colapsará. Probablemente no llegue nunca a desaparecer de manera solemne, pero sus expresiones se reducirán a una serie de actividades que sirvan para justificar las carencias y los puestos de trabajo consolidados en los organigramas.

Creo que el tiempo del verbo en el párrafo anterior, puede cambiar en dos o tres telediarios, y en algunos lugares ya se ha llegado al colapso, ya se está en retirada, se anuncian tiempos duros, y todo lo que aparentemente hemos avanzado, o merodeado en su avance, o se congela o se destruye. Está pasando en estos momentos y seguramente existen argumentos económicos de peso para tomar ciertas decisiones, pero lo que realmente sorprende es la falta de respuesta de los afectados. Los profesionales y los receptores de esos bienes culturales.

De los primeros se puede aventurar un silencio producto del miedo, por si acaso señalarse en la denuncia puede tener repercusiones en el reparto de las migajas de las ayudas. Cuando llegamos a la otra parte esencial,  a los receptores, a los públicos, aquí nos hallamos en un lugar esencial en el debate.

No existen unas reglas claras y objetivas donde se determine qué porcentaje del presupuesto debe dedicarse a la Cultura. Es más, no existe un concepto único de la propia Cultura. Y si se encuentran algunos lugares de común entendimiento, es casi imposible encajar los idearios adversos sobre quién, cómo, cuándo, en qué cantidad se debe facilitar los bienes culturales para una inmensa minoría social.  Nadie pone en duda que los museos, en su inmensa mayoría, sean de titularidad pública. Ni que las orquestas institucionales e incluso las bandas municipales estén compuestas por maestros músicos asalariados con un contrato indefinido. Hay compañías nacionales, ballets estatales, o de otras instituciones que son simplemente unidades de producción donde se estabiliza la parte técnica, la dirección pero la artística se contrata por obra con alguna excepción.

Se tiene como parte de la lógica de los usos  y costumbres políticos de los últimos veinticinco años que los teatros sean de titularidad pública, especialmente municipal, aunque pueden existir algunos con titularidad de una diputación, de un gobierno autonómico o incluso del Estado. En estos teatros la gestión  es por parte de los departamentos de cultura, aunque en los de mayor entidad se hayan creado sociedades anónimas de titularidad pública, y pueden contar con todos los servicios realizados por personal fijo o por contratos externalizados.

Son cientos de edificios, reconstruidos, de nueva planta, que han acabado siendo unos contenedores de actuaciones  puntuales, con un uso de mínimos y que en los últimos tiempos se están poniendo en manos de la empresa privada, como un gesto más del probable camino de regreso a una privatización poco esperanzadora, es decir a un uso meramente comercial con ánimo de lucro. En ningún caso, ni noticias de estabilizar equipos de creación, compañías estables, proyectos artísticos. Eso parece una cosa ajena a esos maravillosos instrumentos llamados teatros, que ni los ceden para la residencia de algunas compañías.

La casuística de las formas y modelos de gestión de los teatros públicos en el Estado español es grande, pero en todos los casos lo que se demuestra es que existen estructuras flexibles, es decir, que se mueven al son del político de turno y al interés del programador, que en ocasiones puede ejercer su función con libertad y demasiados veces debe seguir las directrices de unos políticos que nunca acaban de entender esa “maría” llamada Cultura, de tal forma que en cuanto pueden juntan ese departamento con turismo, deportes o educación .

En estos momentos más que nunca hay que reclamar la puesta en común (¿por qué no un Gran Pacto de Estado?) del propio concepto y de qué se quiere hacer con la Cultura, y dentro de ella con las Artes Escénicas, porque empezando por la formación y acabando con las programaciones, vivimos en una inercia perniciosa que está empezando a mostrar síntomas de fin de ciclo. Y con menos dinero, sin ideas, ni proyectos ni reglamentación que lo encauce la tentación de suprimir lo poco que hay empieza a ser muy visible.

Un recuerdo interesado, lo único imprescindible para que se realice el hecho teatral son el actor y el público. Cuidemos a los creadores y fomentemos la inclusión de los nuevos públicos. Y eso se hace planificando a medio plazo y con políticas decididas que no apoyen ni propicien la banalización comercial de las Artes Escénicas.


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