El actor como un perfecto torero
1
El insecto aludo, que orbita alrededor de la llama del candelero, parece hechizado e impotente para escapar de ese mapa monótono dictado por su instinto. Termina quemándose, como si eso formara parte de un deseo recóndito. Sólo de niños somos lo suficientemente ‘polimorfos’ como para detenernos a observar esos detalles de la locura suicida de los bichos. Sólo los niños, y Chejov y Katherine Mansfield, detallan dramáticamente hasta ese punto, con su proverbial sentido del pormenor y su observación, obviamente. El hombre que piensa y actúa, tomando la actuación como una forma del pensar, orbita alrededor de un fuego que al final lo quema. Tiene una contra, el deslumbrar ígneo del pensamiento satura la posibilidad de entenderlo, por falta de perspectiva. El arte está en poder regular esa atracción irresistible a encenderse y a sucumbir en el mero hedonismo de la mirada. Pero que el inflamarse sea matarse, asociando lo que va a brillar con lo que lo va a matar, predispone al arte de distancias indispensables. Por ejemplo, la del torero con su toro. Se llama eumetría a la medida armónica que se establece a partir de los movimientos entre dos seres. Una ‘luz’ necesaria entre los cuerpos (llama la atención cómo tendemos a llamar así al campo intermedio). “La condición de los puerco-espines”, dice Onfray respecto a los bichitos que con sus pinchos amenazantes, son quienes mejor saben cómo establecer dichas distancias. No hay proporción en el espacio sino hay distancias. Lo mejor del beso es que en un momento es no-beso, beso que finge no darse pero que pre-figura el beso que se consuma. Esto es, la percepción como un ‘pathos de la distancia’, incluso como un pacto con la lejanía, que se manifiesta cuando el artista tiene el poder de hacer del ritual de encuentro, una especie de posibilidad prometedora, aún en su carga inenarrable y misteriosa. Actio in distans le llama Sloterdijk, lo que sería una especie de seducción de lejanías, de poética de amor al prójimo basada en un saber ocupar cada uno su lugar exacto (como los personajes ajedrecísticos, fijos, de El año pasado en Marienbad de Resnais), en saber recorrer nuestro topos. El torero debe hacer equivocar al toro en la administración de las distancias, debe alterar su sensación visual, para lo que paradójicamente, debe ser/hacerse uno con el animal y no proyectarse sobre la idea de su propia muerte, ya que, como en El Muerto de Borges, eso lo haría un hombre que ya se vive como finado a cuenta y de antemano. Cuando el torero mata, lo que hace notar ritualmente es la pérdida de proporción, la pérdida de la armonía y es por esa circunstancia que si esa muerte fuera imposible, infinita, porque no hay pérdida de armonía, el toreo sería una danza. Por eso el arte proyecta el ideal de vida, sobre una especie de ‘divina proporción’, y hace por un instante, imposible toda idea de muerte en la arena. Proyectar sobre la muerte posible, es hacer del arte una técnica, un oficio, una apariencia, una simulación, una mera artesanía, un enchastre cegador sin perspectiva ni desafío a la proporción. Actuar y quemarse al hacerlo, por no poder dominar los impulsos instintivos, es proyectar lo que es signo de vida en aquello que lo niega.
2
Es difícil explicar la impunidad y fragilidad de la metáfora. Lo que es más captable, es la decisión por llevar adelante un pensamiento analógico, que tiene en la metáfora no sólo un instrumento de libertad sino una garantía integral del proceso perceptivo-reflexivo humano. Me guío por la certeza del estrechamiento mental que produce la instrumentalización capitalista (“uno tiene la amplitud mental del lugar en que vive”, Dostoievsky), incluso sobre quienes nos creemos personas liberadas y abiertas de espíritu. Sin una praxis poética, es imposible abrochar la acción que practicamos a una lógica. El actor en escena es un pensador. Los diversos artilugios del ‘no pensar’ no son sino arrestos confusionistas que banalizan al poeta que acciona por imágenes, por movimiento, por contacto, por ritmo, por gestualidad y simple resuello, por presencia, por carisma, por empatía y silencio, en fin. Yo no creo que una simple ideología técnico-instrumental dé cuenta de la complejidad que el hecho teatral en toda su dimensión expresiva, proclama. Decir ‘soy stanislavskiano’ a secas es no decir nada. Cada poética, cada idea pone en funcionamiento un complejo decisional, del que surgen los actos estratégicos que se le corresponden. Los entrenamientos actorales posibles son infinitos, responden a las necesidades específicas que cada lógica poética impone. La antropología psiconalítica del imaginario que Bachelard redujo al estudio del agua, la tierra, el aire y el fuego, podría extenderse a la muerte, la oscuridad, el paisaje y demás. ¿Qué quién es el toro? No creo que se pueda trasladar la imagen mecánica y antropocéntricamente. Un toro es un toro como un hombre es un hombre (Brecht). Pero en la lógica de la imagen, puedo aceptar por un instante que el toro sea yo, o mejor decir, mi Ello a punto de tragarme; mi Yo partido. Es muy sintomático y bello cómo en ‘Matador’ de Almodóvar el torero sabe que ha de ser uno con su estoque. Es deducible, como en “El zen en el arte del tiro con arco” de Herrigel, que torero más instrumento son uno con el blanco, es decir, con el toro. Sino no podría haber ‘dominio’, ‘técnica’. Por supuesto, la figura fascinante del toreo es una imagen mítica, que nos habla simbólicamente. Pero en el momento del acto, la acción directa de matar, equivale a ganar la dimensión de la conciencia, por la cual, a fuerza de una lucha, el guerrero ritual puede salvar la unidad y el equilibrio. Un actor-torero frente a su público, donde el Uno y los Otros, acceden a una acción respecto a sí mismos.
Lectura recomendada
De la literatura como una tauromaquia en La edad de hombre, de Michel Leiris, Editorial Aldus S.A., México (1996).