Decepcionante «1984
Adelantándose al aluvión de montajes foráneos que se nos viene encima con el Festival de Otoño en Noviembre, el Centro Dramático Nacional abre su temporada con una minimuestra que titula “Una mirada al mundo” y en la que intervienen las compañías de Tim Robbins, Guy Cassiers, Romeo Castellucci y Licia Maglietta. Bueno es abrirse al espacio exterior en un teatro tan ensimismado como el nuestro, siempre que el evento no se convierta en una ocasión más para el bombo mediático, el desaforado reparto de invitaciones y el reencuentro con los amigos después de la “rentrée”, todo a cuenta de un contribuyente que no puede acceder a la sala fácilmente pero sí seguir el “glamouroso” acontecimiento a través de los medios de comunicación.
La exhibición se acaba de abrir con un espectáculo que, en potencia, era de alta tensión: una versión del 1984 de George Orwell puesta en escena por Tim Robbins con las gentes de The Actors´Gang, la compañía de Los Angeles que dirige desde su fundación en 1981. Dos razones por tanto para contener el aliento: la obra de Orwell por un lado, con toda su carga premonitoria de lo que es hoy, aunque en tono menor, nuestra sociedad y, por otro, la presencia de un grupo norteamericano que se ha distinguido en los últimos años por su radical oposición tanto a las guerras de Bush como a todo el aparato represivo que, amparándose en ellas, terminó desplegando su administración. Como para saltar chispas desde el escenario.
Y sin embargo, la función se desarrolla desde el principio al fin de forma plana, sin sobresalto alguno, como si su última razón no fuera otra que llevar a la escena una sinopsis fiel de la novela. Y hay que reconocer que su adaptador, Michael Gene Sullivan, cumple a la perfección con este objeto en cuanto, arrancando de la tercera parte de la misma – con el protagonista ya entre rejas y a merced de sus torturadores – va reconstruyendo las dos primeras a partir de las confesiones de la víctima, completando así toda la trama. Pero le falta, a mi modo de ver, tomar altura y ver la obra desde otra perspectiva, un paso imprescindible para transitar de la página impresa a su proyección teatral. Hay que engullir el libro, digerirlo y regurgitarlo en su nueva forma dramática, tres momentos sin los que todo queda a modo de papilla informe e inerte, esto es, privado de sentido y carente de acción. En la escena, no basta con contar una historia, sino que hay que dotarla de significado y emoción. De lo contrario, el interés inicial del público se va diluyendo poco a poco hasta convertirse, como ocurre aquí precisamente al llegar al “climax” final, en cierta indiferencia y apatía.
Si como acabamos de decir, la carpintería teatral está un tanto tocada, no menos ocurre con los contenidos transmitidos por el montaje. A fuerza de ser fiel al original, la puesta en escena resulta arqueológica en cuanto nos remite, no sólo estéticamente sino también desde el punto de vista de las ideas que maneja, a cuando la novela fue publicada en 1949, esto es, al comienzo de la guerra fría. Si este punto de vista no se actualiza, 1984, junto con Rebelión en la granja (1945) y otros escritos, constituye el canon fundacional de aquel anticomunismo visceral que, a través de toda clase de publicaciones, programas de radio, tiras cómicas y hasta películas de dibujos animados, fue armando las conciencias de Occidente en sus escaramuzas con los rusos. No creo que éstas sean, por obsoletas, las verdaderas intenciones de Tim Robbins pero sí que, al evitar interferir con el ideario de Orwell, corre el peligro de situarse en esa posición equidistante – todas las ideas políticas son iguales – que, con la excusa de oponerse al totalitarismo, viene propagando el pensamiento más conservador desde la caída del muro de Berlín.
Y es este afán de no intervencionismo el que le priva a Robbins, y de paso a todos nosotros, de recuperar el legado que, una vez sobrepasadas las circunstancias históricas en las que fue escrita, nos deja hoy la obra de George Orwell. Porque ese mundo de control absoluto del ciudadano, reconfiguración de la memoria, gestación de paradigmas virtuales, aniquilación del deseo y permanente temor a una amenaza siempre renovada no es otro que el de la “democracia real” en que vivimos, en donde la Red juega ahora el papel del Gran Hermano. Ése es el mayor reproche que se le podría hacer a este montaje, que no haya sido capaz de encontrar la manera de traer hasta nosotros lo mejor de Orwell, esto es, su detallada descripción de un mundo alienado, para que nos reconozcamos en él. Para eso está la puesta en escena, no para ser redundante con el texto, sino para “leerlo”, interpretarlo y plasmar dicha interpretación ante el público con la ayuda de los actores y el resto de las artes escénicas. Y es que el director no es sólo un traductor, sino tan creador como el autor.
Por eso es realmente sorprendente que personas como Tim Robbins o su adaptador, Mike Gene Sullivan, no hayan cubierto las expectativas. Sullivan es un veterano autor, actor y director de la mítica San Francisco Mime Troupe, una compañía comprometida con la realidad política y social de su país desde sus comienzos en 1959 de la mano de Ronnie Davis, el promotor de aquel “guerrilla theatre” que tanto revolviera los campus californianos en los años sesenta. Los “blogs” de Sullivan en Huffingtonpost.com se han hecho famosos por su radical rechazo a las guerras de Irak y Afganistán, su contenido anticapitalista y su defensa de las libertades civiles. En cuanto a Tim Robbins, todavía resuenan en Londres y en Estados Unidos los ecos de su sátira Embedded (2004) donde, con gran escándalo de la peña neoliberal, saca a escena a toda la camarilla de George W. Bush – Rum-Rum, Woof, Pearly White, Gondola y Dick – en forma de caricaturizado coro griego maquinando la conquista de Babilonia mientras se flagelan hasta el orgasmo al invocar el nombre de su filósofo favorito, el ultraconservador Leo Strauss.
¿Cómo es posible entonces que, en unos tiempos marcados por Guantánamo, Bagram o Abu-Ghraib, su escenificación de la tortura sea tan vaporosa, tan “sanitized”, como la que vimos la otra noche sobre el escenario del María Guerrero? ¿Acaso nuestra época no es suficientemente despiadada como para inspirar un espectáculo más acorde con la crueldad de sus prácticas represivas? Se me ocurren dos causas que podrían, si no justificar, sí explicar las razones de tanta timidez. Una es de orden formal y se refiere a ese apego al realismo cinematográfico que, desde Thorton Wilder, impide alzar el vuelo a gran parte del teatro norteamericano, temiendo tal vez que sus espectadores, habituados a contemplar la “realidad” a través de las grandes y pequeñas pantallas, no le sigan y se queden en tierra. Y la segunda, probablemente determinante, es ese pudor que, como con el sexo, muestran los creadores estadounidenses a la hora de enjuiciar en público los desmanes de su administración, un recato naturalmente estimulado por los cientos de agencias de investigación que proliferan en su país. Considerando que 1984 se estrenó en Los Angeles durante la temporada 2005-2006, esto es, en plena era Bush, tal vez la sola lectura pública de la obra de Orwell por los actores de The Actors´Gang ya habría sido un acto de coraje en aquella ciudad de Oceanía. Pero nos esperábamos algo más.
David Ladra