Sabes que la distancia es como el viento
observaciones de campo I
Los marcos perceptivos devenidos de la hegemonía teatral hacen que entre un actor y un espectador haya una disposición física en el espacio más o menos predeterminada, una distancia relativa, una proxemia[1] que, según los casos, se resuelve en el marco de propuestas físicas que hacen a la estética planteada o a las condiciones de recepción. Pero hay una distancia cultural que a veces no se analiza en simultáneo con aquella, y es la distancia originada en códigos culturales impuestos o internalizados de manera tan particulares que a veces son difíciles de manejar y de evitar: gustos, vicios, hedonismos, prejuicios, manías, caprichos. Si un actor/actriz es famoso/a, es probable que el espectador tienda a concederle sublimatoriamente un rango que a veces llega hasta la heroicidad, imbricándolo/a a otros sentimientos como creer que esos actores/actrices pertenecen a un mundo diferente y por eso mismo, pasibles de ser objetos de deseo al punto que para admirarlos debe subestimarse al límite de crear ‘una distancia’ (el héroe/la heroína suele decir ‘ese es mi público’ o ‘me debo a mi público’. Tal vez lo dice porque es cómodo, los tiene lejos). Cuando el espectador compadece al actor/actriz que ‘carece’ de fama, victimiza masoquistamente su fracaso vengándose de que el héroe/heroína le falle, en el espejo de su alma subalternizada. O el actor/actriz que no tiene fama (in-famado/a, di-famado/a), puede ser depositario/a de la mirada ‘descubridora’ del espectador (“aunque no sea conocido/a es tan bueno/a como uno/a de la televisión o el cine”). A veces este juego de distancia establece que hay que focalizar, aplicar un ‘zoom’, hacer una acomodación de retina para poder ‘ver’ (aunque no es para poder ver sino para decidir ver). Lo que no puede pasar es que la mirada pretenda no considerar la necesidad de tal acomodación y sólo trate de imponerse con la suficiencia autoritaria alimentada de la credulidad de que sólo la presencia en la escena es suficiente (compensando imaginaria o ilusoriamente lo que falta), suponiendo implícita la decodificación de esa distancia política con que está regulado el sistema perceptivo de todos quienes vivimos en sociedad, con nuestras alienaciones y enmarcamientos, a veces llamándolos gustos, a veces tomándolos como expresión de nuestra libertad. Ahora, si de antemano vamos a un lugar donde sabemos no habrá actores conocidos, a la vez de la propuesta estética se impone saber que hay una propuesta contra-hegemónica que debe tener lugar de alguna forma, como para decir, se intentó sembrar lo nuestro, lo que pensamos y nos llevó a elegir ese modo de proponerlo. Si no, la estructura independiente está muerta de antemano o sólo vive y se alimenta de su auto-conmiseración, de su no-éxito comercial, como decir “soy un caballo salvaje y pasional, pero pony”.
De ahí quizá que haya un público que toma al teatro independiente como un contrasentido, porque considera que de por sí el teatro es fama, entonces cree que su defensa no es más que un falso orgullo de perdedores y derrotados que defienden al Teatro pero no se defienden a sí mismos. Rechazar con un resentimiento que intenta considerar esa visión como atraso ideológico, es sucumbir a las reglas focalizantes de esa mirada alienada, de esa vista tubular. Esa mirada que en una reunión nos hace sentir que miramos con binoculares.
observaciones de campo II
Si hay distancia hay un aquí y un allá. Cuando se viaja de aquí para ‘allá’ uno puede encontrarse allá como ‘otro’ o bien sólo haber trasladado el que era acá. Si uno se traslada, se aleja de sí mismo o viaja consigo mismo. Uno como humano es siempre re-mirado. Así definía Platón al hombre: “re-mirado, el que mira lo que alguna vez vio”. Definición muy significativa si la compulsamos a la luz del fenómeno de la representación. El hombre de allá, el del nuevo lugar, la escena, no tiene entidad propia (es representado), existe únicamente por no ser el lugar original, en todo caso como proyección, como reflejo. Es decir que el lugar de allá, no es el de acá y sólo existe por no serlo, por no ser el lugar original. Cuando uno ve una foto vieja, de un lugar donde aparecemos con otra edad, no es raro que nos preguntemos “quién era ese ser”, casi como dudando que fuéramos los mismos que somos ahora. El teatro no puede anular el sentido de este ‘viaje’, si se piensa que la representación no es sin distancia. Las anulaciones de la misma son fingidas, formales. En el teatro la pequeña gran distancia escenario-platea simboliza todas las distancias: las psicológicas, culturales, económicas, geográficas. Uno cuando está ‘allá’ quizá sienta que en realidad se quedó en el punto ‘a’ y que sólo está allá a costa de un despojamiento: la presencia que impone el aquí y ahora como una suspensión abjuratoria del que quedó en ‘a’, que equivale a una especie de pasado. La trasposición de un punto a otro (a-b) puede ser medido como psicología de la representación, pero lo es en tanto, estando en ‘b’, se siguen presuponiendo las condiciones de ‘a’. La trasposición a un punto ‘b’ lo es a una otredad. Yo soy otro. Entre ‘a’ y ‘b’, se instala el pensamiento, la conciencia del viaje.
[1] La dimensión oculta, Edward T. Hall. Siglo Veintiuno editores, 1986.