Zona de mutación

Al diablo con los serios

los nuevos viejos de siempre

Ejercer un poder discursivo en un cuadro hegemónico como signo legitimado de ese poder, lleva a que los discursos de frontera que demandan su existencia, funcionen en la medida de su ‘diferencia’ y de su praxis, es decir, en el ejercicio real de su disparidad. Evitar defenderla lleva a caer en la trampa hegemónica que se combate. Es lo que pasa con cierta prensa ‘progre’ que se reclama incluso como ‘independiente’, lo que no sirve sino apenas, para tapar su parasitismo descarado. Ni hablar cuando se solicita ‘para sí’ la condición de periodismo ‘serio’, o para el caso también de ‘teatro serio’. Es fácil comprobar que cada vez que se reclama desde la elegancia de un ceño fruncido, haciéndola pasar por una categoría ética, no es sino gente de derecha, que para afirmar su tibieza, defiende el sentido prebendario expreso en el plus que la fama brinda a los íconos de medios (un ejercicio interesante para ‘recortar y armar’ en casa sería: ¿quiénes son los serios del teatro en cada región, en cada país?). La impotencia que demuestran estas ‘figuras’ ante la empresa que los emplea, debería ponerlos a pensar ‘seriamente’ sobre el sentido intrínseco de su pretendida seriedad.

Esto es, la seriedad es de derecha o es la derecha. La seriedad como recurso de marketing. Es claro que se trafica ‘lo serio’ como necesidad espiritual, artículo de poder (ficcional), gadget ético que usa la clase hegemónica para simular su escándalo devenido de las escabrosidades originadas en los propios medios, antes que en los espantos que aparecen en los meandros de las madrugadas, signo de la ley de la selva que por hambre, inseguridad, violencia, deja su borra humana como lastre, tirado en los umbrales, delatando el genocidio aggiornado a nuevas vías, mientras los dramatistas a sueldo celebran el éxito de sus nuevas (?) e infalibles versiones de la Cenicienta. Los serios son a la política lo que los aduladores del espectáculo al show-business. Lo serio pretende desplazar como ‘ersatz’ la imagen de cambio que supone el ejercicio del pensamiento crítico. Lo serio tiene su trabajo sucio sobre la imaginación. ¿Está mal? No, es lógica positivista. Conservadurismo transvestido en irreprochable seriedad justamente. Para estos congéneres, un transgresor de la lengua es un payaso, casi arriesgaría decir que un mudo o un afásico, un subversivo. Un tartamudo, un gangoso, un lengua bola o alguien con labio leporino, un mero desgraciado pasible de ser sospechado. Un artista de la lengua, directamente un torturador del sentido común, un artífice del inmoral ‘cunilingus’ revolucionario. Estas figuras que constituyen el mimado ‘star-system’, es natural que surjan en un cuadro de poder económico (alentado por los Medios concentrados ideológica y económicamente) y por ende también discursivo tienen la misión de adocenar la vida cotidiana desde la industria del espectáculo. Ojo, nosotros también, la manada teatrista automotejada de sagradas intenciones, sin darnos cuenta (o sí), administramos ordinariez a través de grandes nombres (Grotowsky, Brook, Stanislavsky, Artaud…) a los que frotamos como a la lámpara para sentirnos nivelados en una especie de consenso virtual y universal que de malo tiene justo eso, que es virtual.

Lo que siento, en tanto pretendido artista, es que en nuestras conveniencias retráctiles perdemos el poder de la palabra, perdemos el sentido de propiedad sobre nuestra acción comunicativa. Yo creo que el síndrome de lookear el discurso de informal a ‘serio’ es directamente callar, lo que equivale a perder el derecho de autoría sobre la propia voz. Y no hay mutismo sino es a costa de un cercenamiento, de una mutilación ya sea de la propia lengua o de nuestro espíritu de hablar y crear. Nuestro enclaustramiento en la lengua seria equivale a consagrar el silencio de ‘lo reprimido’; es doloroso y es síntoma de nuestra ruptura colectiva. ‘Hablar con propiedad’, que es distinto a ser dueño del bien palabra, no sólo es demandar soberanía sobre la propia habla, la propia discursividad, sino plantar bandera contra-hegemónica a los que dominan por el lenguaje. Cuando el poeta, los artistas, liberan la lengua, la seriedad se rompe en la alegría de nombrar. Y ese derecho de autoría en la medida que usa libertad como materia prima, es un verdadero derecho humano.

 

faltar a la palabra

Es histórica la imagen del Autor desencajado ante los artistas pornógrafos que han manoseado su texto. Ha sido el autor una figura super-yoica del teatro y uno de los que se reclama serio ante las patrañas ultrajantes de sus realizadores impertinentes. Es que el Autor es portador de un principio canónico, de una autorictas, (autor-idad). Si va de suyo ejercerla, no es menos esperable que haya un teatro que funciona alimentando una supuesta transgresión permanente. Como está servida la oposición, sólo es un acto de oportunidad llevar el agua a mi molino que me convierte en un opositor, en un vidente transgresor. Ya sin importar el contenido de tal función, importa meramente el ejercerla. Así, el teatro pasa de adocenamiento a pseudo-transgresión, en un acto políticamente banalizador y, en cualquiera de sus formas, queda sujeto a ejercerse como tópico, como fórmula de lo consabido. El periodismo de derecha se alimenta de ambos en sus páginas culturales. El autor como autoridad normativa de una actividad reclama el ejercicio de un concepto de la propiedad privada: el derecho de propiedad intelectual. La estructura normativa son los principios llevados a autor-idad. El autor es figura que impone normas. Por esto, la disputa, enfrentamiento, negación del autor, también tiene su campo de legalidades y legitimidades. No hay duda que los artistas vendríamos a ser, en el mejor de los casos (el de ostentar la condición de artista justamente), ilegales legitimados. Esta época de respeto a la diversidad puede vivirse como un tiempo de asesinos culturales donde, o portamos balas criminales o nos matan a la vuelta de cualquier esquina… estética.

 

Lectura recomendada: ‘Literatura de izquierda’, Damián Tabarovsky. Beatriz Viterbo editora, 2004, para observar el efecto de este síndrome de ‘seriedad’ en la república de las letras.


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