La cultura como acto liberador
Un amigo me invita a ver un video de Gombrowicz, grabado en su casa de Vence, al sur de Francia. Allí aparece el polaco, acompañado por su joven y bella esposa, diciendo que el hombre y la cultura debieran ir paralelos. Pero, considera, la cultura se hace más sabia, más compleja y más profunda, mientras el hombre se ha quedado largamente en el camino. Esto es un mecanismo cultural peligroso, remarca. Es un desfasaje donde la cultura que va de lo fácil a lo complejo, no es equiparada intelectualmente por el hombre. El hombre se traga su atraso porque no se da cuenta. Deja de leer libros porque son difíciles.
Por supuesto siempre hay populistas que se los escriben fáciles, pero no para adaptarse a él, ni para explicarle tal complejidad, sino para tener garantizada la posibilidad de transmitirle sus mediocridades. Parte de la posición política que suele reivindicarse como ‘popular’, en realidad no transgrede ese umbral. No pocas veces, si hablan de pueblo, lo hacen a sabiendas de que ya no existe. Lo sabemos: ya nadie habla de pueblo.
Lo cierto es que el hombre no participa de la cultura porque no está a su alcance. Este ‘fuera de alcance’, adjudicado a razones clasistas, ha generado el patrón populista que es de índole paterno-estalinista. El paternalista es un héroe que se cree salvador de pobres y ausentes. En realidad es un manipulador de la conciencia de la gente empobrecida e inerme. Por supuesto que la ley clasista no es absoluta, sino no hubiese habido tan grandes artistas de origen pobre, o como contrapartida no habría burgueses ignorantes como los que abundan, aunque compren obras pictóricas cotizadas, que cuelgan luego en sus casas como símbolo de su status más que de su sabiduría. De esta forma el burgués empieza a ‘salvar’ al arte por su cotización, bajo el mito mistificante de que en el fondo el arte es superior al comercio.
El gran burgués hace del arte un mito y de sí mismo, un humanista falsario. Y en el desfasaje cruel que provoca la incultura, se hace un desnivel: lo alto y lo bajo, donde el de arriba ya no se entiende con el de abajo, lo que es valorado como normal, peor, como natural. Y en las notas de debate político, no faltará el iluminado que profiera un: “siempre habrá pobres”. Cosas veredes Sancho. Ser pobre viene a ser una fatalidad en la explicación de los augures y maquiavélicos propagandistas.
Las obras decodificadas por la crítica y quizá hechas para ella, quedan prendadas por el que paga, porque esa crítica para funcionar precisa de los medios que detenta ese burgués que aunque no entiende, compra. Compra diarios, editoriales, universidades. Y a veces los cerebros directamente, a los que trata como a vísceras innobles. Pero el artista proclama que esta batalla se celebra in situ, sin atrasar al arte, o degradando su propia actitud ética como artista, para encima colocarse en posición del salvador que tira los panes indefectibles a la gente. El artista no se atrasa, esa es su responsabilidad, ese es su don (su donación).
El arte popular existe, pero aquel que por manejarlo como prerrogativa ya se cree tal, saciado en las mieles de sus auto-proclamaciones, no es más que un gran alienador que no modifica los aires de la ciudad ni precisa al hacerlo, producir ni la más mínima pizca de ciudadanía. Provocar el acto cultural es desmitificar. El paternalista y decididor, por los demás, no se siente pueblo en el fondo, aunque ofrezca sus consignas; es lo más fácil. Una cosa es segura, ‘lo popular’ de la vida contemporánea es el género del funcionario sin legitimidad. Responsable del malsano principio ‘democratista’ de un poquito para cada uno, ya ni hablar “de cada uno según sus capacidades y a cada uno según sus necesidades”. Ignora que el artista no le pide permiso ni perdón al pueblo, él mismo es pueblo, pero su acto creativo, es una experiencia virósica, contagiosa que no se presta a la funcionalización de los señores serios del control social y la pseudo-democracia. El arte anarquiza en el verdadero sentido de an-arquía, en una horizontalidad donde el conocimiento circula y penetra o donde tomo y devuelvo porque hay ‘decisión’ para ello. El control social combate ese poder de la voluntad, el de decidir por sí misma.