Críticas de espectáculos

Ültima Cinta/ Samuel Beckett/Festival de Otoño 2009

¿Un Beckett arqueológico?

 

Tenemos que agradecer al Festival, a Rick Cluchey y a su San Quentin Drama Workshop el que nos hayan traído a la Cuarta Pared esta Última cinta de Samuel Beckett en un montaje realizado en 1977 por el propio autor irlandés, un texto que el actor interpreta desde 1962 cuando aún cumplía su condena. Y es que tener la oportunidad de presenciar cómo “veía” Beckett su propia obra es un verdadero privilegio. Por de pronto, nos encontramos con una puesta en escena mucho más ascética y despojada, más “negra” de lo que suele ser habitual. Y ello se refiere no sólo a la escenografía, verdaderamente tenebrosa, sino también a la actuación de Cluchey. Se diría que el actor está robotizado en cuanto repite cada uno de sus movimientos con la precisión de un cronómetro, lo que nos hace preguntarnos si ese aparente automatismo proviene de los ya muchos años que lleva interpretando el papel o responde cabalmente a las indicaciones que en su momento le diera el autor.

Y es que, desde que se estrenara en el Royal Court de Londres en octubre de 1958, Krapp´s Last Tape se viene representando siguiendo una liturgia impecablemente diseñada: la mesa con sus dos cajones a la vista; el magnetofón, el libro de registro y las cajas con las cintas; la pantalla de luz que cuelga del techo; la habitación del fondo casi a oscuras… Así ha llegado la obra hasta nosotros incluso en sus últimos montajes, como el que Ian Rickson produjo en 2006, casi cincuenta años después del estreno, para el mismo teatro y con Harold Pinter en el papel de Krapp. Claro que basta con hojear la partitura (pues no otra cosa es el texto del maestro) para darse cuenta de que Beckett lo dejó todo atado y bien atado en sus acotaciones, que van describiendo minuciosamente, a veces hasta contando los segundos, tanto las acciones escénicas a llevar a cabo como el comportamiento del actor. En estas circunstancias y teniendo en cuenta el respeto reverencial que incita don Samuel, siempre resultó muy arriesgado, por no decir suicida, el intentar saltarse dichas indicaciones.

No es que no se haya hecho, pero siempre pegándose al terreno y limitándose, por lo general, al desempeño del actor. Así, los “expertos en Krapps” han ido distinguiendo con los años unas cuantas maneras de representar el papel. Sus dos primeros intérpretes, el irlandés Patrick Magee – para quien Beckett, fascinado por su voz, escribiera éste su primer drama en inglés – y el francés René-Jacques Chauffard, venían ambos del teatro de vanguardia, aunque pasado el primero por la RSC. Luego sus diferencias no eran otras que las que por entonces separaban ambos estilos nacionales a la hora de concebir el nuevo teatro de la época: más enigmático, vital y realista el inglés (Pinter, el cine de Losey) y más intelectual, expresionista y “absurdo” el francés (Sartre, Ionesco, Audiberti, Adamov). Aunque dirigido Magee por Donald Mc Whinnie y Chauffard por Roger Blin, Beckett intervino en los ensayos de los dos montajes y es de suponer que armonizaría en lo posible la interpretación de ambos actores.

El autor dirigió La última cinta en cuatro ocasiones y tres idiomas diferentes: en alemán en 1969 en Berlín, con Martin Held como protagonista; en francés en 1970 y 1975 en París, con Jean Martin primero y Pierre Chambert después (versión esta última que se daría a conocer diez años más tarde en el Círculo de Bellas Artes de Madrid); y en inglés en 1977 en Berlín, con la San Quentin Drama Workshop de Rick Cluchey (para la que también montó en aquella ocasión Esperando a Godot y Fin de partida). Comparando estas versiones beckettianas con las de los años cincuenta, un crítico tan bien informado como Bernard Dort pensaba que, así como las de otros directores tal vez pecaran de demasiado austeras y un tanto “kafkianas”, las dirigidas por Beckett, aún mejorando el ritmo, la cadencia y la “musicalidad” de la representación, se resentían de un cierto formalismo que convertía a los actores en “engranajes de una mecánica superlativamente perfeccionada”. Observación ésta que describe a la perfección lo que vimos el otro día en la Cuarta Pared.

Y aquí viene el reflexionar sobre los signos de interrogación que encuadran el título de esta crónica: ¿es hoy el de la San Quentin Drama Workshop un montaje arqueológico de una obra que, en su tiempo, fue de vanguardia y rompedora? Quiero decir, más matizadamente, ¿no estaremos creyéndonos, como gustan de hacer los académicos, que el teatro de Beckett ya es el de un “clásico” y deba representarse como tal, aunque sea ateniéndose a sus propios cánones? Flaco favor le haríamos al viejo Sam, y de paso al teatro contemporáneo, si actuásemos de esa manera. Como muestra, un ejemplo reciente referente a un autor tan amante de las acotaciones como Beckett: de las tres obras de Valle que el CDN programara este año en su sala de Lavapiés, tan sólo una de ellas, La rosa de papel dirigida por Salva Bolta, merecía una mayor atención en cuanto, por su estilo “cheli” y barriobajero, se hubiera podido representar tanto fuera del teatro como dentro. Aquel montaje vibraba en el presente, con el barrio, lejos de la manera tradicional de hacer “un Valle”.

Y es que no hay que olvidar que el primero en abandonar aquel “estilo beckettiano” fue el propio Beckett. Porque La última cinta, junto con Esperando a Godot (1953), Fin de partida (1957) y Días felices (1961), sólo forma un primer paquete – eso sí, el que le llevó al éxito y le procuró un reconocimiento mundial – en la obra dramática del autor irlandés. Pero, tras la transición que representa Play (1963), a este primer bloque le va a seguir otro muy diferente, con piezas (“dramatículos”) como Not I (1972), Footfalls (1976), Rockaby (1981) o sus trabajos para televisión, que serán las que cultive hasta su silencio final. Ya no hay acción dramática ninguna: una persona o una boca habla y, en el mejor de los casos, otra u otras intervienen también (decir que le responden sería demasiado). Gestos y movimientos vienen representados en las acotaciones en forma de gráficos con el fin de evitar cualquier desviación. Y el actor sin embargo, aún así constreñido, acapara todas las miradas. Una entonación suya, una pausa, un respiro, un gesto imperceptible, un paso en falso, nos mantienen en vilo. Su palabra concentra elocución y gesto, pero ¿cómo dotarla de sentido si no es con nuestras propias razones y emociones? Y es esta connivencia necesaria entre el actor y el espectador la que convierte su teatro último en el más representado en nuestros días.

¿Por qué, entonces, a la hora de montar cualquiera de sus obras, no tener en cuenta las demás en vez de un cuaderno de dirección de hace cuarenta años convertido en cuerpo de doctrina? Hoy sabe el director de escena más de sus dramas que el propio autor cuando los escribía. De la interpretación de Pinter, por ejemplo, ha dicho Michael Billington en The Guardian que es la lectura “más dura y menos sentimental” de la obra de Beckett que recuerda. No es de extrañar cuando se considera que es como ver a Krapp haciendo de Krapp, pero en esa versión “desdramatizada” (¿“postdramática”?) de la obra ha debido influir decisivamente la visión que tuviera Pinter del conjunto del teatro beckettiano. Y tensando un poco más la argumentación, ¿nos hemos preguntado por qué sitúa Beckett la acción de la Última cinta en el futuro? La razón esgrimida con más peso es que, si no lo hiciera así y la obra transcurriera en 1958, ¿cómo habría grabado Krapp sus cintas de treinta años atrás, cuando los magnetófonos no estaban disponibles? Y si Krapp por entonces era ya tan adicto a la tecnología como para grabar cintas en vez de llevar un diario, ¿por qué hoy no usar el vídeo para registrar sus recuerdos? Y ya que ni a un Bob Wilson se le ha ocurrido la idea en su montaje de este año en Spoletto, se la brindo en bandeja a quien se atreva a ponerla en práctica.

David Ladra

 


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