Producto Interior Bruto
El Gobierno vasco acaba de emprender una campaña con una llamada muy clara: “Consuma cultura”, en euskera “Kulturaz hazi”. Una buena idea para incentivar la compra de “productos culturales” a través de bonos cultura, que sirven para la adquisición de libros, música en su varios soportes, cine en DVD, también para acudir a los espectáculos en vivo, a los museos, con un apoyo de la institución, quedando fuera del programa la papelería, los libros de texto, profesional y de estudios, la informática y electrónica así como los juegos y los videojuegos.
Insistimos en el aplauso, nos parece fantástica cualquier acción que sirva para recordar a la ciudadanía la existencia de estas posibilidades en la vida ordinaria, que cuenta con el apoyo económico de la administración, que es de amplio espectro de uso y disfrute, por lo que le damos la bienvenida incondicional. Queda claro desde nuestra postura que un libro, un vídeo, una grabación audiovisual, un CD musical es algo reproducible hasta el infinito, que forma parte de una rama de la industria reproductiva y que sus resultados son “productos culturales”, que se consumen. Pero colocados en la misma percepción teorética: la música en directo, el teatro, la danza, el circo, las performances, por su mismidad no son industria, por lo tanto no son productos culturales y quienes acuden a ellos no son consumidores, sino parte esencial del propio acto, del hecho teatral. Un libro es un libro, sin la necesidad de que un lector lo convierte en algo tangible. Un libro es un objeto que hasta puede decorar una estantería. Una obra de teatro sin, al menos, un espectador, no es nada. O casi nada.
Hemos ido adoptando un lenguaje viciado que se ha convertido, como siempre, en una manera de imponer una ideología predominante y asumimos sin ningún instante de duda que en todo proceso existe un apartado que se llama producción, donde habitan los productores, que en muchos casos dan incluso nombre a la marca que pone en marcha la obra, el ballet, el concierto. Al tener todos en nómina productores, significa que todos utilizan el mismo sistema, la misma metodología, el mismo esquema. Y no es así. Este proceso de homogenización es exógeno al hecho teatral. Es una estructura postiza, que no negaremos su validez en muchas ocasiones, pero que en ningún caso debe prevalecer por encima de los sustancial: la autoría, la dirección, la interpretación. Esto es básico, fundacional, troncal, lo otro es puramente anecdótico. Y, por suerte la biodiversidad es enorme, y las formas de emprender los trabajos de puesta en marcha un proyecto son variadas y no siempre desde el concepto actual de producción. Hasta se puede aceptar que con diferentes nombres se cumplen las mismas funciones.
Pero este lenguaje nos lleva inmediatamente a llamar productos a las obras, a confundir la empresa con la industria, a establecer unos estratos ficticios en el rango artístico, es decir se considera mejor ser industrial, por lo tanto ser una productora que tiene una empresa, aunque sea en números rojos, que un asociación cultural sin ánimo de lucro muy saneada y con un programa muy claro, o un creador individual que no requiere de mayor infraestructura que su talento y su ordenador o un tabladillo. Todo se ha ido transformando para crear una suerte de realidad administrativa jerarquizada y controlada que intenta superar la noción clásica de la obra de arte. Aquí importa más el tipo de relación administrativa o el modelo de filiación en el respectivo registro mercantil que el resultado de un proceso creativo, y eso degenera en una obstrucción del concepto cultural como algo más que un simple bien de consumo, cuestión que defenderemos más allá de toda coyuntura y más allá de comprender que es necesaria la seguridad económica, la estructura, la normalización y que el conjunto de las actividades culturales forman parte importante del PIB, pero queremos señalar, una vez más, que no todos son productos brutos, sino intangibles, fuera del valor de cambio.
Entendemos perfectamente que desde las instituciones se insista en llamarle “Industria Cultural”, porque según aseguran algunos cargos públicos, eso les coloca en igualdad de condiciones en esas reuniones donde se discuten los presupuestos generales el reparto de dinero, y con este nombre parece que los responsables de Hacienda encuentran menos reticencias para aportar las partidas necesarias. Será así, pero no hay que instaurarse en la derrota. Es un fallo, una dominación que es fruto de la dejación y de dar excesivo del poder al dinero y del uso lenguaje, pero lo que hay que reclamar es la excepción cultural, más allá de toda coyuntura. Sacar a la Cultura de los devaneos mercantilistas como única manera de valorar. Porque si seguimos el anterior argumento, ¿para qué sirve un departamento ministerial o comunitario de cultura? Con que vaya a industria, ya vale.