El eros de la magia poética
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La película ‘Giordano Bruno’ de Montaldo tenía un pasaje muy fuerte, cuando Bruno ante el Papa decía ‘he sido derrotado’ y no porque lo iban a matar, sino porque sus ideas eran temidas y obviadas. Tal vez no sea una exageración decir que esa derrota colaboró a toda la barbarie moderna: desde la explotación del hombre por el hombre, hasta Auzchwitz. El actor que hacía Bruno era Gian María Volonté. A mí, como argentino, no me gustaba porque me parecía ver en él algo que me recordaba aspectos que subjetivamente no me resultan ponderables de nuestros actores. Sin embargo, especulaba, si se replanteara un elenco para dicho film, a Giordano Bruno lo tiene que hacer un actor argentino. Es el único que puede darle a un director italiano, el valor internalizado de la trasposición humana que significó el desarraigo migratorio, que equivale en el tiempo al desarraigo que le significaba a Bruno confrontar su sentido de trascendencia a la mediocridad de la teocracia espantosa impuesta por la Iglesia católica de su tiempo. Si a Bruno lo hiciera Miguel Angel Solá por ejemplo, o el desaparecido Hugo Soto, protagonista de ‘Hombre mirando al sudeste’, sería más profundo. Este mago del siglo XVI hoy haría posible que el modelo antropológico de un científico, artista, filósofo a la vez, se enseñoreara en nuestro tiempo. Y además hubiera sido posible que la magia como ciencia del imaginario que es, permitiera que el hombre no fuera un mero existente sino un ser activo que da sentido, un hermeneuta, un intérprete. Ya en esa época Bruno hablaba del hombre nuevo. Se me ocurre que Bruno sería más afín a Trotzky que al Che por decir. ¿Por qué? Porque Trotzky fue el único político-militar-intelectual revolucionario que valoró la búsqueda sin límite del artista. Valoró a las vanguardias, lo hicieron pensar y se abrió a ellas. Sus detractores no desaprovecharán la ocasión para decir que fue una apertura que lo llevaba directo al corazón de Frida Kahlo, pero eso es otra historia. Por algo, el teórico de la revolución permanente, en relación al estricto arte, es el artífice de la mayor frase consignista del siglo XX: «toda la licencia a los artistas». El hombre contiene el mundo y por eso puede reflejarlo en su interior. Es decir, el hombre es un microcosmos que al fragor de los magos de la humanidad: Raymundo Llull, Giordano Bruno, Robert Fludd, Giulio Camillo, genera una técnica que dio en llamar «el arte de la memoria», a través de la cual trató de captar la relación del microcosmos humano con el macrocosmos universal, ya fuera esto en términos materiales o cosmo-teológicos como le cupo enfrentar por esas épocas. Una época, más que por las ideas que contiene, vale por el filtro interpretativo de que dispone para decodificarlas. Como artistas teatrales nos cabe la responsabilidad de afrontar con sabiduría los embates del tiempo. Santo Tomás, en un comentario que hace a la obra ‘De memoria y reminiscencia’ de Aristóteles, dice que lo que se ve (teatro = lugar para ver) debido a su carácter intrínseco de imagen, se puede memorizar fácilmente, mientras que las nociones abstractas o las secuencias lingüísticas necesitan un soporte fantástico para fijarse en la memoria. Conclusión: si uno suprime la argumentación, la dialéctica, y va directo al carácter intrínseco de la imagen contenida en la mente, se suprime una argucia, se suprime el tiempo. La dramaturgia de imagen, banalmente criticada por aquellos a las que le queda grande son por lo general ejercidas por el contrario artistas lingüistizados que, impedidos de ser hermeneutas, son por eso mismo conservadores.
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Hay un plano no-discursivo en el lenguaje, un quiebre, un balbuceo donde más que tra-tar de decir otra cosa se trata del silencio, de marcar el más allá de lo decible. Creer que nuestros limitados discursos abarcan todos los misterios del mundo, es un delirio omnipotente. Hay en el mundo, en la vida, lo que no puede decirse. La poesía es la que se refiere a ese misterio, a ese plano. Los filósofos presocráticos pensaban poéticamente. El pensar no les era suficiente, necesita ser demostrado. No agrego nada si digo que en cambio los poemas no se explicitan, son. El poema capta la materialidad del vivir. Aquel plano que manifiesta desde lo que no dice es una ‘vía negativa’ como la que proponía el Maestro Eckhart o San Juan de la Cruz o Dionisio el Areopagita. Místicos de la ‘teología negativa’. Se les llamaba así por llegar al ser (a Dios en el caso de ellos) por lo que no es, porque es la única manera de pensarlo. ¿Podemos ir al encuentro del teatro por lo que no es? Sí, veamos sino el ‘teatro pobre’ (Grotowsky), el ‘espacio vacío’ (Brook), el ‘teatro de la muerte’ (Kantor), el ‘área de veda’ (Breyer). Ir a la presencia por la ausencia. Es difícil de explicar, como no se puede explicar algo de la aurora a un ciego. Clarice Lispector dice: “es como la grandeza de la nada, podría decir del Todo pero Todo es cantidad y cantidad es algo que tiene límite en su propio comienzo”. Hay estadios en esta metafísica de la ausencia: la parálisis, el no comprender, la paradoja y después quizá, la inteligencia. Es que no se puede limitar el pensamiento, y si se lo hace lo que se limita es la expresión del mismo. Wittgenstein en sus reflexiones místicas dice que trazar límites al pensamiento nos obliga a ser capaces de pensar a ambos lados de ellos, es decir que debemos ser capaces de pensar lo que no se puede pensar, lo cual no es empresa humana. El decir poético contiene la experiencia de lo que se dice fuera del discurso, fuera de las palabras, en la ‘obs-cenidad’ (fuera de escena según define D.H. Lawrence). Lo discursivo, lo retórico, lo racional como lo iluminado, lo visto pero que siempre tendrá el trasfondo de lo ‘no-dicho’, de lo que está ‘fuera’ de la palabra. ¿Hay una experiencia que no cabe en la palabra? Sin duda. ¿Hay una experiencia de lo no-dicho, lo intersticial? Sin duda. Es más, esa experiencia fuera de la palabra alude a una experiencia esencial, que si se pretende obviable, lo es a costa de mutilar la realidad para pintar sólo, justamente, lo obvio. Lo obvio, ya sabemos, no exige pensar. Entonces, cuando lo dicho (lo obvio) mutilante pretende hablar por el Todo, por lo no-dicho, está obligado a fingir, actuar, simular, mentir, sobreactuar (palabra originada en el teatro). Y cuanto más miente, más restringe lo real, lo comunicable. En este caso, el poeta místico (lo cual es tautológico), lo es porque reivindica la visión integral de las cosas y comete el sacrilegio de hacerlo ‘mostrando’ (qué otra cosa puede hacer el teatro), testimoniando lo que se deja afuera. El decir poético rompe las trampas del realismo utilitario que omite el otro lado de las cosas. La proclama mítica de la totalidad no es retórica, declamatoria, discursiva, es una experiencia que a veces no se puede decir. Por eso es balbuceante, laberíntica, poética, entrecortada.