El Contador Descontado (Capítulo XX)
Quien llevaba casi a rastras a Kilovatio era Ana María Besugo, una veterana del teatro, que había terminado contando historias para no cambiar radicalmente de oficio, debido a la crisis sufrida por éste como consecuencia de los obstáculos impuestos por los inventores de una forma peculiar de movilizar la voluntad de la gente, muy en boga entonces, conocida como globalización, y cuyos diseñadores de ideología recomendaron ponerle talanqueras, si insistía en salvar al mundo.
Ana María, después de un breve examen de conciencia había tomado la decisión de apartarse oportunamente del gremio de quienes querían salvar al mundo y se introdujo, muy pronto, en el de quienes querían divertirlo y por eso acopio todo su saber en técnicas de teatro, y tal como habían hecho ya otros colegas suyos, les cambió de denominación y creó su propia versión de una nueva actividad a la cual le puso el sugestivo nombre de “palabra escénica”, y que otros habían bautizado como cuentacuentos, contadores de historias, narradores orales, narradores orales escénicos, cuenteros, lo cual le permitió mantener el prestigio, y algunos privilegios alcanzados durante su última etapa en el teatro debido a su empeño de sustraerlo de la idea de salvar al mundo y convertirlo en un espectáculo de liviano entendimiento.
Llevando de la mano a Kilovatio hasta la parte trasera del bar, le exigió guardar silencio, porque éste estaba obsesionado por saber cuáles eran sus intenciones, y hacia dónde quería conducirlo.
-Todo a su debido tiempo, mi amigo – dijo ella. Debemos salir pronto de aquí.
Aquella expresión le sugirió a Kilovatio una situación de peligro y por eso insistió en las preguntas; pero a cada una de ellas Ana María respondió apurando el paso y tirando cada vez más fuerte de él.
Antes de salir del bar Kilovatio alcanzó a dar una mirada hacia su interior, a través de una pequeña ventana que comunicaba a éste con el almacén de depósito de licores y demás artículos de consumo donde se encontraban, y a través del cual se llegaba a la puerta trasera, y vio en ese momento, parados en el vano de la puerta principal a Trevi y a Merlo, en actitud de búsqueda desesperada. Parecían policías de película, de esos que le aplican hipérbole a la mirada para hacer más enfática su acción, pues Kilovatio los vio a cada uno al mismo tiempo haciendo un rodeo visual apurado, rotando la cabeza de izquierda a derecha y viceversa, varias veces. Convencido de que era a él a quien buscaban, para formalizar su designación como director del nuevo Centro de formación de contadores de historias, intentó zafarse de la mano de su captora, pero ésta le dio un último tirón y lo sacó a la calle por la puerta del almacén, al frente de la cual tenía estacionado su auto, y se dio a la fuga con su presa.
Para no forzar las circunstancias Kilovatio cedió a éstas después de razonar y decidir que esa era una buena oportunidad para poner a prueba el destino y averiguar cuanta fuerza tenía. Si el destino me tiene reservado el cargo de director del Centro que tienen planeado abrir Trevi y Merlo, puede interponerse lo que sea y ese cargo será mío – pensó. Ya veremos cuanta fuerza tiene el destino.
Decidido pues a hacerle el juego al azar mientras se producía el veredicto sobre el destino, se acomodó en su asiento y empezó a observar todo cuanto dejaban atrás y, de vez en cuando, a mirar de soslayo a su raptora.
Tres cuadras más adelante, cuando el auto giró a la izquierda Kilovatio miró instintivamente hacia el camino que habían dejado y alcanzó a ver que a la puerta, a través de la cual él y su captora habían escapado se hallaban parados Trevi y Merlo, mirando de un lado a otro. Le produjo placer descubrir cuanto interés había hacia él, y éste placer intervino en su orgullo hasta hacerlo sentirse dueño de la situación. Volvió sobre las preguntas a las cuales Ana María había respondido con tirones, seguro de que en esta oportunidad sí tendrían respuestas.
-¿Puedo saber adónde me llevas? – preguntó, mirando de soslayo a su acompañante, en cuyo rostro había disminuido la tensión.
– ¡A la gloria! – dijo ésta, mostrando cara de satisfacción
– ¿A la gloria? – preguntó Kilovatio volviendo la mirada y encontrándose con la de Ana María, de frente. ¿Es algún lugar?
– No, una posición.
– ¿Cómo una posición?
– Una posición a la cual llegan pocos – dijo ella, dando a entender que la conocía.
– Y ¿por qué yo? – quiso saber Kilovatio.
– Porque tú y yo estamos destinados a viajar juntos a la gloria – respondió Ana María en un tono que a Kilovatio le sonó a broma, y que compartió con una sonrisa. Y como la conversación amagaba estancarse, agregó:
– He visto videos tuyos.
– ¿Síiiii?
– Sí.
– Y, ¿cómo te han parecido?
– Eres una profesional.
– ¡Sin lugar a dudas! – exclamó Ana, respirando profundo. Vengo del teatro – agregó.
– ¿A estas horas?
– ¿Cómo?
– Me has dicho que vienes del teatro; pero a estas horas no hay salas abiertas.
– No, hombre; soy actriz de teatro.
– Y, ¿lo dejaste?
– Nos han hecho dejarlo.
– ¿Quiénes?
– Las circunstancias.
-¿Cuáles?
– Ahora no permiten fatigar el pensamiento.
– ¿Cómo así?
– Es decir, no hacer representaciones que dejen pensando a la gente.
– No entiendo.
– Sí, hombre; no abordar esos temas que nos llevan a hacernos preguntas.
– Y ¿es que se ha vuelto prohibido preguntar? – averiguó Kilovatio. Yo pregunto mucho.
A Ana María le pareció jocoso el apunte y se lo hizo saber:
– Tienes talento para el humor.
-¿Siii?
– Podrías ser un buen contador de historias jocosas.
Kilovatio recordó por un momento cuando contaba las historias en su pueblo, haciendo reí a todos por la forma como relataba las anécdotas de los personajes locales, pero no quiso referirse a esto, porque le pareció intrascendente, y mejor, para no terminar la conversación allí, dijo
– En el Centro existe una clase dedicada al humor.
– Querrás decir, al chiste – apuntó Ana maría, irónica.
– ¿Acaso no son lo mismo? – preguntó Kilovatio.
– De ninguna manera, señor. Humor es una cosa y chiste es otra. ¿Estuviste en alguna de esas sesiones?
-¿Sesiones?
– Es decir, en una clase de chiste, o de humor como tu llamas.
– Nunca.
-Menos mal – dijo Ana María, satisfecha. A mi lado aprenderás a hacer verdadero humor –agregó, aparcando el auto frente a una ferretería adonde entró, y de la cual salió pocos minutos después, trayendo en su mano derecha un llavero con varias piezas.
– Debí cambiar las cerraduras del Instituto – dijo, cuando entró de nuevo en su auto, ante la mirada curiosa de Kilovatio, y luego, agregó:
– Pensé que ibas a escapar.
Kilovatio la miró, curioso, porque en esa expresión no había emoción, ni intención sino impulso de hablar, y le respondió:
– Y, ¿Por qué habría de huir?
– Porque ya te ofrecieron la dirección de un Centro.
Ante el silencio de Kilovatio Ana María lo miró, y dijo:
– Aún inexistente, claro está.
– Pero va a existir – dijo éste, con la intención de tirar de la lengua a Ana María, porque intuía que entre ella y la gente del Centro había diferencias.
– Bueno, aunque me parece mejor recibir la oferta de dirigir algo ya existente –aclaró ella.
– ¿Quieres explicarte?
– Te gustaría dirigir mi Instituto?
– ¿También tienes un Centro? – quiso saber Kilovatio.
– No, señor; un Centro, no; un Instituto.
– Estaba convencido de que todos los sitios donde forman contadores de historias se llaman Centros.
– Si no marcas la diferencia no existes.
– No entiendo.
– Pululan los lugares en donde te prometen formarte como contador de historias.
-¿Y?
– Si te llamas como los demás no sugieres algo novedoso.
– Más allá del nombre no veo otra diferencia entre Centro e Instituto – afirmó Kilovatio.
– Porque desconoces el concepto ideológico del término – explicó Ana María encendiendo el auto y continuando la marcha, despacio. Kilovatio manifestó con la mirada su incapacidad para comprender la expresión “concepto ideológico del término”, y ella siguió hablando:
– La palabra Centro tiene una connotación religiosa, y la palabra Institutito una connotación técnica.
Kilovatio volvía la mirada de cuando en cuando a su interlocutora y ésta, convencida de estar abriendo la gran puerta del conocimiento a un neófito, continuó explicando, ahora recalcando cada palabra tanto con la entonación de su voz como con gestos digitales, porque destacaba con frecuencia el índice derecho para definir la certeza de algo que acababa de decir. Elevando éste, y dándole mucha rigidez, dijo una vez más:
-Todo cuanto se hace en un “Ceeeeentro” (pronunció la palabra con ironía) carece de filosofía, porque la intencionalidad de quienes allí operan es crear doctrina.
– Y, ¿es eso malo?
– No me gusta emplear los términos bueno y malo, porque eso es maniqueísmo – explicó Ana María. Suelo decir, mejor, conveniente o inconveniente. En este caso mi calificación es inconveniente.
– Maniqueísmo – repitió Kilovatio como solía hacer cuando no comprendía algo, y como Ana María, aparte de su veteranía en el mundo de la intelectualidad, también era miembro de un grupo de personas dotadas de capacidad para adivinar quien entiende, o no, lo dicho por ellos, le explicó:
– El maniqueísmo acepta sólo dos posibilidades, dos interpretaciones, dos vías, etc, definidas como una buena y otra mala. Para mí existen, como mínimo, dos posibilidades, y de allí en adelante surgen las que el ser humano es capaz de crear.
-¡Ajá! – exclamó Kilovatio empleando un término muy de su entorno familiar y que traducido quiere decir: ¡entendí!. Y lo dijo con tal énfasis que Ana María también comprendió su significado. Convencida ahora de la capacidad de entendimiento de Kilovatio y su rapidez para comprender se entusiasmó más con él y le repitió la propuesta:
-¿Te gustaría dirigir mi Instituto?
Kilovatio se quedó mirándola y ella por su afán de descubrir la respuesta en la mirada de éste, pues también se atribuía la virtud de leer en los ojos la intención y el pensamiento, descuidó el frente y le dio un golpe a la parte trasera de un auto que estaba en esos momentos parado atendiendo la luz roja del semáforo.