Usos y costumbres
En la pasada Feria de Madrid tuvimos la oportunidad de pasarnos un día entero, viendo espectáculos, en el Auditorio de El Escorial, un magnificente edifico, con aires faraónicos, con dos salas aparentemente bien dotadas, la mayor con una capacidad de espectadores elevada, con un escenario amplio, muy poco cómodo para las obras de teatro y otra sala de menor capacidad, muy empinada, con estrecheces para los espectadores, pero dimensiones más cálidas para la práctica del teatro. Cafeterías, amplios salones, salas de ensayo, es decir una dotación teóricamente espléndida si obviamos una realidad: en los avances de programación colocados como anuncios se utilizaba todo este magnífico edifico unas cuatro o cinco veces al mes. Y otra circunstancia, hacía frío en las salas y se convertía en algo incómodo visionar los espectáculos presenciados.
Que nadie piense que lo que sigue tiene que ver con la praxis de este edifico, sino que es él el que nos provoca una revisión de muchas de las nociones e ideas que hemos ido acumulando sobre los usos y costumbres de nuestros edificios públicos de nueva planta dedicados a la exhibición de cultura en vivo y en directo. Se trata de algo que escapa al voluntarismo, que casi nada o muy poco tiene que ver con la persona que se encarga de su programación y que viene arrastrando unas deficiencias durante décadas, y que algunos casos reiterados nos mantiene en una sospecha: estos edificios, tan diseminados por toda la geografía española, son fruto más de acciones de impulso inmobiliario que cultural. Fruto, en ocasiones, no de un programa sino de una imitación. Si el pueblo o la ciudad de al lado tiene un gran teatro, auditorio o palacio, nuestro pueblo o ciudad no puede ser menos, y como se vivió en una burbuja en donde el ladrillo se convirtió en valor de cambio, y las inversiones en estas edificaciones siempre dejaban un rastro de comisión o colaboración o ayuda. Yo he visto un espacio de cuyo nombre no me quiero acordar con un piano de cola regalado por un constructor.
Junto a ello hubo un desenfoque grandilocuente. Era como si hacer el teatro con mayor número de butacas fuera lo mejor, y eso nos ha llevado a forzar demasiado. No se ajustan los teatros a las recomendaciones universales, no se han construido siguiendo ninguna de las consignas básicas y al igual que en sanidad no se construyen hospitales comarcales nada más que ajustándose a unas cifras de población, o en la enseñanza existen unos baremos lógicos para tener edificios, aulas y profesorado, en los equipamientos culturales se debería seguir los criterios adecuados según la amplia experiencia acumulada y a todas luces no se ha hecho. Y lo estamos pagando.
Mantengo una postura cínica de defensa. Ya tenemos los edificios, ahora hay que ocuparlos y hacerlos funcionar. El gasto primero está realizado, pero sin esperar a que se caiga por falta de utilización, hay que darles contenido, buscar las fórmulas más imaginativas para que el contacto de estos edificios con la población que los acoge sea más continuada. Todo ello desde un ajuste estadístico a la más pura y simple demografía. La presión a los ciudadanos no puede exceder de lo que se hace en Europa, para poner una referencia, y pensando que los aficionados, los públicos se repiten con bastante constancia, es obligatorio pensar en programaciones muy abiertas, buscando acciones para los diferentes públicos y reconociendo que llenar una sala de 700 espectadores en poblaciones pequeñas es una tarea muy difícil. Imposible si no es a base de fenómenos televisivos, que por otra parte tienen un precio de mercado muy elevado por lo que a lo mejor es posible que se llenen las setecientas butacas pero agotando el presupuesto del mes. O del trimestre.
Las decisiones para un buen uso de estos edificios son políticas. Tanto por su presupuesto como por su incardinación en proyectos conjuntos, zonales, comarcales, regionales, de comunidad. Y las fórmulas para su gestión son muchas, porque no es lo mismo un teatro o auditorio, que un casa de cultura, y dentro de todas las variaciones, lo más importantes es tocar con los pies en el suelo y establecer planes, programas, objetivos y después de estableces los criterios básicos, llegarían las programaciones y no como sucede ahora que es casi siempre al contrario.
Aunque las experiencias con compañías residentes en estos edificios hayan tenido en el pasado problemas, es la solución más lógica, pero con unos compromisos muy claros entre ambas partes. Si sucede en otros países, aquí deben funcionar, pese a todas las diferencias existentes en el sistema de producción, distribución y exhibición español con el resto de Europa, al igual que los usos de los teatros públicos que aquí, por problemas de indefinición o por negligencia política parecen más privados. No vayan muy lejos, miren a Portugal, si les parece, para entender que existe otra manera de gestión y que lo mejor para todos, es que sea de uso creativo, que la costumbre sea tener, además de la programación generalista, una parte de formación, de creación, de coproducción para que la inversión repercuta de una manera más eficaz.
Estas reflexiones son vagas, sin entrar en detalles, pero, insito, hay material de sobra para estudiar, cada caso, y en su conjunto, y las redes o circuitos existentes serían los lugares desde donde analizar y proponer estas posibilidades de proyección y mejor funcionamiento de unos edificios, en algunos casos magníficos, pero casi siempre infrautilizados.