Zona de mutación

El fin del director chulo

-Vas a dejarte caer aquí.

-Pero Pepe, ¿por qué?

-Sólo te pido que lo hagas.

-Es que no lo veo así.

-Hay razones estéticas que quizá no estés considerando. No importa, yo te ayudo, estoy para eso. No te culpo pues el actor en escena es como el ojo que no se ve a sí mismo.

-Es muy agudo tu concepto pero me siento la sirvienta.

«En este exacto punto va el desnudo, de golpe, sin anuncios; acá el grito, y en este otro ese ‘error’ que le hizo tanta gracia al público»… La dramaturgia de actor, aunque embozo eufemístico de la vieja creación colectiva, brinda la chance (en el mejor de los casos) de, si no brindar fundamento al personaje o al rol, al menos sumarle decisión propia, participación y con ello, algo de responsabilidad. A veces, más que razones poéticas se plantea una sutil batalla de poder. El acto de formalizar un trabajo por parte del director, suele llevarlo no pocas veces, al cumplimiento (formal) con las retóricas y a su comparecencia ante ellas. El formalismo en todo caso, es el gesto del artista retóricamente correcto. Para ello hace falta que la forma funcione no como investigación o experimentación, sino como ‘imperativo estético’. El imperativo directorial no necesita fundamentarse ante el actor. El requerimiento consciente del actor no podrá surgir sino como des-fundamentación, como una desandadura que cuestiona la dialéctica amo-vasallo, así como desmantela la autocracia como función prostituyente del director. El director como poder o el director como función. El mercado actoral está lleno de actores para todo servicio («estoy dispuesto/a a todo, soy un/a profesional”; es más, estar dispuesto a la obediencia ‘es’ la profesión) que irán por aquí por allá según se les indique y hasta se tirarán al pozo si se lo piden, aunque se ahoguen. Es más, el director falta a su función si no les dice qué hacer. La metáfora en el teatro es una coartada, un reaseguro al ejercicio de esa discrecionalidad. Así es entendible que el arte extremo literalice la acción para desnaturalizar dicho poder, aún a costa de triturar el espíritu de la forma. El Director-chulo genera una perversa Obediencia Debida (OD) y lleva las cosas a un cuadro de sado-masoquismo donde los actores-actrices son agentes de una relación BDSM, al punto que en el imaginario colectivo, se instaura la imagen del actor taxi-boy y la de la actriz belle-de-nuit. Ellos saldrán a escena fingiendo customizar los deseos del espectador, hasta llevarlos adonde supuestamente querían llegar. Personajes ‘tuning’ que artistas y público tunean fantasiosamente a placer, pero por imperio de la propia superficialidad, sólo podrán cambiar en la cáscara sin trasmutar las energías, modificar los motores, alterar los mecanismos, actualizar las técnicas.

La conciencia en teatro se genera por obra. No se la tiene ganada por antecedentes, por trayectoria. El teatro es el paraíso del ‘sólo se vive una vez’. Esa vez es el instante escénico que se construye (auto-construye) en la magia de un ritual de encuentro de fuerzas múltiples. Ese instante es el clímax de la armonía de las fuerzas. El precipitado de una obra es la resultante de esa adición compleja. La traición del artista al espectador es devolverle el ‘mare magnum’ de las fuerzas y no la epifanía de la resultante. La traición es privarle de la visión, del momento en que la luz común se hace láser, la mano bisturí, la intuición revolución, la hipótesis demostración, el caos cosmos, el profesional artista, el artesano poeta, el caos arte.

 

 


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