El Contador Descontado (Capítulo XXII)
El carácter de Ana María Besugo era un asunto de historia patria presente en toda conversación, debido a cierta costumbre suya de actuar dependiendo de las circunstancias. Era fogosa, autoritaria, apresurada e implacable para emitir juicios sobre el trabajo de sus colegas, con posturas muy propias de cierta intelectualidad femenina como vestir en forma desgarbada y varonil, denigraba del maquillaje, fumaba y bebía a los ojos del mundo en compañía de sus amigos, a quienes unas veces trataba como amantes y otras como extraños, ridiculizaba los gestos románticos, pronunciaba opiniones políticas inflexibles, maltrataba de palabra a sus opositores y utilizaba un lenguaje procaz para ejercer la autoridad, cuando se hallaba frente a personas a las cuales consideraba por debajo de su nivel; pero al mismo tiempo era capaz de transformarse en una persona apacible, hablar con moderación y elegancia femeninas, observar las más exigentes normas de urbanidad, vestir con estilo, usar perfume y maquillaje, ser comprensiva con las opiniones políticas ajenas e indulgente con la obra de los demás, y entregarse a gestos afectivos y románticos ilimitados, y a demostraciones de incondicionalidad, si se hallaba frente a quienes consideraba seres superiores, porque apoyaban sus caprichos, como uno que ella denominaba su proyecto de vida y que consistía en un festival variopinto teñido de argumentos artísticos con los cuales se empeñaba en justificar su condición multicultural, porque recibía en él a teatreros, cantantes, cantores, cantaores, danzantes, bailarines, bailaores, recitadores, trapecistas, contorsionistas, malabaristas, equilibristas, cuenteros, cuentacuentos, narradores orales escénicos, contadores de historias, improvisadores, boxeadores, practicantes de lucha libre, zanqueros, saltimbanquis, prestidigitadores, titiriteros, comediantes, magos, clowns, payasos, contadores de chistes, humoristas, ventrílocuos, etc, porque sentía una verdadera pasión por abarcar, y se había jurado así misma convertirse en la impulsora y promotora de todas las expresiones artísticas de su época.
Su éxito abarcando, y el consecuente temor de todos a contradecirla debido a la proliferación de su influencia fue creando en ella una auto conciencia de superioridad e infalibilidad que elevó su ego hasta alturas insospechadas y empezó a ejecutar actos que terminaron convocando en su contra toda suerte de especies entre las que reinaba la de su intolerancia. Su última relación, de muy corto aliento, mezcla de trabajo y sexo, había sido con Mauricio Pastarini, un actor que había llevado al extremo el arte de lo divertido y a quien el azar la había unido cuando se vieron en el bando de quienes habían decidido hacer a un lado su obsesión de salvar al mundo y habían optado por divertirlo. La alianza de estos dos talentos, que por cierto poseían características de comportamiento social similares, catapultó la compañía artística, creada por Pastarini, y luego engalanada con la participación de Ana María, conocida con el nombre de “la ruta de la risa”, y como sus ambiciones iban en la misma dirección, llegó un momento en que la una quiso sacarle ventaja al otro, y viceversa, y en vista de que dicha actitud se convirtió en un tira y encoge sin fin, Ana María planteó la disolución de la unión de cuerpos, y, sin perder tiempo, la de la sociedad.
Cuando se produjo la colisión, Ana María se dirigía justamente a las instalaciones del Instituto, la ruta de la risa, a cerrar sus puertas, para impedir el ingreso de Pastarini, quien había hablado de sacar su parte, es decir, los bienes aportados por él, y sobre los cuales había hecho una capitulación ante notario cuando decidió formar pareja con ella, y hacer después la partición legal de los bienes conseguidos durante la unión, pues ella alegaba el derecho a unos gananciales, como pago por el tiempo afectivo que le había dedicado a él. Su urgencia de llegar al instituto era enorme, porque Pastarini había amenazado con ir esa misma mañana a sacar lo suyo, y por consiguiente iba obnubilada con este pensamiento, y de cuya locura pudo escapar por cierta expectativa de compensación y promesa de futuro que le sugería la compañía de Kilovatio, a quien ya había decidido convertir en amante para atarlo a su nuevo proyecto, al cual pensaba denominar “la nueva risa”.
Saltando de inmediato desde lo alto de sus pensamientos aprensivos acerca del poco tiempo que tenía para llegar al Instituto, cuando sintió el golpe, bajó a la realidad y miró al frente, cuando el conductor del auto golpeado observaba la parte anterior de éste.
Salió apresuradamente de su auto y sin mediar palabra con el hombre le aventó a la cara su altanería entera, expresando palabras que la decencia nos aconseja no reproducir, y que en resumen significaban más o menos lo siguiente:
-¡Oye, imbécil!, ¿por qué te interpones en mi camino?
Y si el hombre no era imbécil, después del largo insulto de Ana María pareció serlo, porque se quedó en silencio, mirando a todos lados como si hubiese perdido la razón y la estuviese buscando.
Ella, pensando que aún no le había dicho todo cuanto debía decirle, para resarcir su dignidad de mujer, su prestigio y su intelectualidad ultrajados, quiso poner a éste en evidencia, diciéndole:
-¡Claro, seguramente estás de su lado.
Ana María dijo lo anterior totalmente convencida de la participación de Pastarini en este accidente, pues cuando rompía una relación, le quedaba la idea de que su antiguo socio-amante la perseguía con la ayuda de otras personas, y tramaba acciones en su contra, para vengarse.
El hombre seguía alelado, sin comprender, y no se atrevía a soltar palabra por temor a que aquella enfurecida mujer pasara del dicho al hecho, pues cuando logró hacer uso de un poco de raciocinio para evaluar frente a quién se hallaba, vio a esta con los puños cerrados y advirtió un su cuerpo un temblor, cuyo incentivo parecía ser su respuesta muda.
-Te envió él para chocarme y retrasar mi llegada; ¿no es cierto? – le preguntó, y el hombre comenzó a cambiar de colores, con lo cual ella confirmó sus sospechas.
Del interior de la furgoneta golpeada salió una mujer equipada con un temperamento muy fuerte, y entró en acción envolviendo en un fuerte grito sus palabras:
-¿Qué-le-pa-sa-a-la- SEÑORA? – preguntó, enfatizando cada sílaba, y elevando más la voz cuando entró en la palabra señora, y mirando alternativamente a Ana María y a quien sin lugar a dudas era su marido.
-No se – respondió éste, con mansedumbre, conservando la palidez.
-¿Por qué discute, si usted tuvo la culpa? – dijo la mujer, tajante, dirigiendo su mirada decidida contra la desafiante de Ana María.
-Ninguna culpa he tenido yo – respondió, abriendo las piernas y poniendo los brazos en jarra para enfatizar su desafío. Ustedes la tienen, porque por hacer de cómplices se han cruzado en mi camino para retrasar mi llegada– concluyó.
-Su llegada, ¿adónde? – preguntó la mujer, ahora más turbada que su marido, quien había optado por darle a ella el manejo de la discusión, a ver si comprendía algo.
-Ahora dirán que no saben a qué me estoy refiriendo – Dijo Ana María más enojada, porque interpretó el silencio de éstos como un reconocimiento de culpabilidad. ¡Ustedes me persiguen! – exclamó. Y lo hacen porque están de su lado.
– ¿Del lado de quién, señora? – preguntó la mujer en tono moderado porque advirtió algo extraño en la conducta de su interlocutora.
– ¿Saben quién soy yo? preguntó Ana María, mirando al hombre y a la mujer repetidamente.
– No – dijeron, casi en coro.
– Soy Ana María Besugo… para que lo sepan.
Hombre y mujer se miraron con acento interrogativo, frunciendo la boca y luego repitiendo, como quien busca un recuerdo resistente al llamado:
-¿Ana María Besugo, Ana María Besugo!
–¡Cómo es posible! – se lamentó ella; y carente como era de preparación emocional para digerir la indiferencia de los demás, gritó a voz en cuello:
-¡A mí nadie me ignora impunemente!. Empezó a mesarse los cabellos, mientras se arrodillaba para luego sentarse en los talones.
Hubo un breve silencio durante el cual la pareja de la furgoneta observó a Ana María como si estuviesen viendo los restos de una catástrofe. Se integró más gente a la rueda de curiosos, y por último arribó la policía, cuando ya nadie la esperaba, porque se la había estado llamando desde hacía mucho rato y no había dado muestras de aparecer.
Ana María se levantó y comenzó a dar vueltas alrededor del círculo de curiosos, señalando a cada uno con el índice derecho y preguntándole: – ¿sabes quién es Ana María Besugo?, y en vista de que nadie respondía, ni con palabras ni con gestos, dio media vuelta, caminó hasta el centro del círculo y volviendo a su posición anterior y mirando al cielo, exclamó:
¡Oh!, ¡cómo son de injustos conmigo!. ¡Cómo es posible que olviden a quien los ha divertido tanto! – se lamentó. Volvió a levantarse y muy despacio se abrió camino por entre el círculo y llegó a su auto.
Cuando todos los curiosos daban por terminado el espectáculo, porque ya no había articulación aparente entre quienes discutían, éste tuvo un renacimiento impetuoso, porque Ana maría lanzó un grito de desesperación cuando a través del parabrisas vio que en el interior del auto no estaba Kilovatio.
-¡Oh!, ¿qué será de mi vida ahora? – se preguntó, rompiendo en llanto y regresando al centro del círculo en donde se sentó en cuclillas y comenzó a girar sobre sus talones y a dirigirles miradas de misericordia a los presentes.
Todos los ahí reunidos, sin conversarlo, tuvieron la certeza de que se hallaban frente a un típico caso de demencia, aunque hubo pocas personas que, recordando alguna representación cómica que habían visto en la ruta de la risa, pensaron que Ana María había trasladado su compañía a la calle porque tal vez había caído en desgracia.
Un policía se acercó a ella y le preguntó:
– Señora, ¿se siente bien?
Esta expresión, con acento moderado y casi comprensivo, saliendo de la boca de un policía le devolvió a Ana María la fe perdida, porque si ese policía le hablaba con tal suavidad era porque la había reconocido, y aunque no le gustaban los policías, porque estos eran parte de sus fobias, tomó ambas manos de éste, para sostenerse y se levantó.
– Tú si me recuerdas, ¿no es cierto? – le preguntó al policía, mientras éste reculaba para sostener el peso de ella, y sin esperar su respuesta, siguió hablando:
– Ellos –señaló hacia la perpleja pareja que todavía no tenía ni indicios de explicación de cuanto estaba sucediendo allí – ellos se han cruzado en mi camino, porque están de parte de él, que quiere quedarse con todo.
El policía hizo un gesto de no entender nada, y Ana María siguió hablando, mientras apretaba las manos de éste, que aún mantenía agarradas:
-¿No es cierto que tú sí sabes quién soy yo? – preguntó, y el policía por toda respuesta liberó su mano derecha soltando la izquierda de Ana María, sacó un teléfono móvil del bolsillo derecho de su camisa y estableció una comunicación.
Unos minutos más tarde arribó al lugar una ambulancia, y detrás de ésta una grúa. De la primera salieron cuatro hombres vestidos de blanco y mientras uno de ellos sacaba de un botiquín una jeringa, los otros tres se preparaban para someter a Ana María en caso de resistencia.
De la grúa bajó el conductor, introdujo un dispositivo amarrado a una cadena por debajo de la parte posterior del auto de Ana María, lo levantó y se lo llevó.