Nepantla, la tierra ninguna
El ‘fuera de tiempo’ es el instante que no se rige ni con la lógica ni con la economía del tiempo. En el arte del actor hay un ‘fuera de’ que puede medirse como ‘en medio de’. Hay concepciones, como la que expresa ‘El espectáculo invisible’ de Luis de Tavira, donde pueden oírse reverberancias místicas de la ‘teología negativa’ de Dionisio el Areopagita, del maestro Eckhart, sintetizable en el acto-ejercicio-juego-disciplina de despojarse de sí. Esto genera un punto de debate enorme allí donde echamos una mirada analítica al mecanismo de representación. En principio se podría anotar que la teología negativa tiene una notable implicancia para quienes debemos definirnos por lo que no somos. En el tránsito al personaje, el actor se olvida de sí, lo que le provee una sensación de libertad basada en la ruptura de todos los lazos y que tiene que ver con no ser más ‘yo’. Pero esto también supone reconstituirse en otro plano, en otra dimensión, en otro ‘mundo’ o para decirlo más propiamente, en un ‘mundo otro’. El ‘trabajo sobre sí’ de manera recurrente ha ido, más allá de cuestiones religiosas, por razones técnicas, hacia filiaciones místicas que ya veíamos en Grotowski y como podemos observarla en los aforismos de de Tavira. Aquellas fuentes, no obstante, no han significado un emparentamiento místico-religioso como una tecnificación de las distintas posibilidades psico-físicas, optimizadas en trance artística, que hace a veces dificultoso re-guiarlas luego a la llanura de las premisas originales. No tendría sentido adscribir estas chances a una espiritualización de la actuación. Hay una instancia de máxima en tales ejercicios espirituales, cual es la de lograr manipular el Yo.
Ese ‘fuera’ equivaldría también a regir el trance artístico-actoral referenciándolo a una economía del don, a una plástica de reciprocidades que supera el toma y daca psicológico, o la oferta y la demanda del paradigma económico imperante. La presencia de la ausencia que se subsana precariamente en el personaje, puede colegirse místico. En él hay una forma vacante que es cubierta por una energía convocada, dirigida. Conjurar esa energía significa compensar ese vacío. Con la aparición del personaje el espectador recibe en función de una expectativa que ha de diluir en su implicación en el juego, so pena de mantenerse en una expectativa que lo enlaza a una espera. Allí surge ese encuentro, ese acceso al misterio que tiene el poder de seguir siéndolo dentro de la propia revelación.
El personaje se alimenta también de ese signo de ‘muerte’, representado por una deprivación, la sustracción de ese yo, por ese espacio vacío presto a ser ocupado por su pulsación.
El juego subjetivante (subjetivizante), suena en principio a una de-subjetivación, un manipuleo de la propia psiquis. El perderse como sujeto (de-sujetarse) es opuesto al lavado de cerebro o a una desustancialización del ser, porque inmediatamente es compensada por la demiurgia contra-duelística de la presentificación subjetivante. La economía del don incluye saber desarrollar la capacidad de estar indemne aunque incapaz de defenderse de las miradas del otro. En ese abandono digno de contemplarse, como una belleza salvada intemporalmente, la cualidad es dar a la nada, a la vacuidad pregnante, un cuerpo autogenerado, que preserva imaginariamente (tal es su materia prima) el valor compensatorio, la cualidad resurreccional, la energía rediviva de nuestro cuerpo físico. Hay una fuerza irreductible o un enigma irresoluble que se alimenta del sentido de la vida, que significa vida y queda anclado de manera religante a nuestra corporalidad y vacuidad. En la vacuidad cunde el afán compensatorio de ‘lo que falta’, no lo que diluye inapelablemente.
Para el espectador no es el identificarse o proyectarse, eso enajenaría (Brecht), sino que la escena simboliza cómo asemejarse a sí mismo de una manera además, irradiante.
La paradoja de la escena es la presencia de lo ausente, que antes que mística hemos de calificar como poética. El actor-escena torna a un ejercicio de eminencia que ayuda a sobredimensionarse a sí mismo. El actor le habla a la platea como si fuese su abismo personal. El público, a la recíproca, logra idéntico proceso. Son como dos inconmensurables pero que no cesan de ir uno al otro, sin alcanzarse plenamente jamás y que funden sus multiplicidades en un nudo borromeo, abismo de sentidos. En el fondo, en este juego de ausencias, ambos, espectador y actor están ausentes frente al otro. Aquí, más que de fe y esperanza hay que trazar el marco de una confiabilidad. Identificarse con una ausencia, aquí equivale a hacerlo con una presencia virtual, que tiene el poder paradojal de exacerbar su presencia, su imposibilidad de captarla en toda su dimensión y hacer un anclaje angustioso a la vida. Imposibilitados de ese proceso acabado, se ilegitiman como actores por sí mismos y no les queda sino la idolatría.
Inevitablemente el actor corporiza lo que ese espectador no puede consumar. Entonces, su idolatría refrenda en el ídolo la imagen de su imposibilidad, lo que no puede ser. El actor es su doble, encarnación de su imposible.
La dimensión poética acá se expresa en que todos estos procesos exceden al Yo.
La actuación es un juego de desarreglo psíquico. Ese desarreglo se produce por abrir la puerta a dejar instalar en mi yo, condiciones de la mirada ajena. El ser encarnado por el personaje, es un poco el cuadro que describe esta situación.
Hay una palabra nahuatl, ‘nepantla’, que alude a estar ‘en medio de’ dos mundos. Un ‘entre’, una ‘tierra de en medio’, un espacio liminal. Nepantla es un lugar entre dos lugares, el paso de un estado al otro, el lugar del “no lugar”, donde lo que aparece es la forma-estado de algo más. La palabra Nepantla comenzó a usarse después de la conquista para describir la condición del mestizo que estaba atrapado entre dos culturas, además encarna un lugar a la mitad del camino, donde no es un lado ni el otro: “el punto medio entre el consciente y el inconsciente, el lugar donde las transformaciones son ejecutadas”, además, el Nepantla es “un estado intermedio, ese terreno incierto que uno cruza al mudarse de un lugar a otro, al cambiar de clase, raza o condición sexual, al pasar de una identidad a otra nueva. Ese punto de suspensión que ilustra la posibilidad de una identidad o su dilución, es Nepantla. En el estado Nepantla el saber es autopoiético, responde a relaciones de transformación, orquestados mediante procesos preformativos y no estáticos. Uno ve al actor parado en una frontera, sintetizando el signo de su estética border, donde es el artífice simbólico de las identidades que se transforman, es el escenario vivo que ilustra el alma que se hace a sí misma, a través del acto creativo.