Zona de mutación

Alturas de Mayu Sumaj

Me instalo a la orilla del río San Antonio, en las Sierras de Córdoba-Argentina, lugar bello y apetecido por la gente joven, por la combinación excepcional que ofrece de naturaleza con los centros nocturnos de diversión. Está de más decir que son mis vacaciones. Un hijo en edad de merecer, me depositó junto a mi esposa, por esos lares. Por las mañanas, parto con mis viejos cassettes de la Sade, que gorjea su cadencia penetrante, como pocas, mezclada a los runrunes del agua, suficiente para que la emoción de una intensa azulidad sin smog, se preste al transporte y a esta de-culturización sensual que tiene el arrellanarme sin ton ni son, a la orilla del hermano planeta, con la compañía de toda una jauría de pichichos de los que me hice amigo. Estas vacaciones son particularmente calurosas y con signos raros que hacen pensar en el fantasma del calentamiento global y el cambio climático. Soy de levantarme temprano a la mañana, mientras la familia duerme, y quizá a esta hora, más profundamente de lo normal, al liberarse de las molestias que les ocasionan mis madrugones. Me junto con la brigada perruna, mis bizcochos y mis mates, y partimos al río. A la sombra de un sauce llorón, yo leo y ellos hociquean peces invisibles en el agua. Hay una medio Lassie que pareciera sacar cosas del agua, que no alcanzo a distinguir de lo que es. Los perritos en los poblados serranos no son propiedad privada, son una extraña memoria comunitaria. Son de todos y de nadie. Tienen una psicología muy particular. Son casi todas perras porque mucha gente va especialmente para abandonarlas allí, justamente por su género. Esto sí que no es raro. Tirado en la arena, una hormiga que te pica, en ese contexto, te hace sufrir el aguijón de un monstruo. Es más, si una boa tratara de deglutirte por tu dedo gordo, al menos, desearías que no alterara tu abandono y suspensión de juicio. A la orilla de las piedras es natural pensar antropológicamente. Hay un riesgo al motejar el teatro, cual es el de que tales nominaciones, en manos de los seguidores, tiendan a convertirse en ‘géneros’. Es lo que pasa con ‘teatro antropológico’ que más que una categoría de investigación ha devenido género en sí mismo. El sujeto en situación de representación resulta un concepto demasiado abarcativo de la cultura. Vale más hablar de antropología teatral y en este terreno, la más avanzada no es otra que ‘el teatro de la crueldad’. No vale en esto pedir ni otorgar preeminencias. Cuando hablamos de teatro sagrado, más que como experiencia de lo divino, se refiere hoy en día, a descubrir mediante el arte, el mecanismo apto de fijación de la pulsión. Es nada más que porque sobre esto las religiones saben que se maneja el interés. Por supuesto que lo sagrado y las religiones no deben ser confundidos. Lo sagrado pasaría por lograr una espiritualidad que estaría dada en lograr sustraer la lógica capitalista de ‘las cosas’. No tanto en sentirnos habilitados a un neo-catálogo de elementos supra-sensibles, invisibles y eventualmente divinos. Esto se presta a una crítica de las grandes religiones salvacionistas y monoteístas (Islam, judaísmo, cristianismo) que si no pueden reciclarlos, es simplemente por eso, porque ya no pueden. La honestidad espiritual pasa por establecer bien por qué y no por preconizar los angelitos verdes que aparecen en el patio de nuestras casas. Cuando fijamos la pulsión, entramos al mundo de la cultura. Repetimos. Al hacerlo, consumamos una transducción del animal. Cuando nos repetimos somos la versión adaptada de la bestia original. Adaptada no tiene que ser necesariamente devaluada. Esa adaptación es el ejercicio de la conciencia. En esa repetición no somos una copia de nosotros mismos sino una trasposición vuelta con inteligencia, memoria emocional y conciencia. Más que una copia somos una versión de nosotros mismos. Decir versión le da un componente demiúrgico a nuestra auto-contrucción. Nuestra versión será siempre más osada que la obtusidad de la biología. En el repetir aflora la destreza que autoriza a considerar a alguien como artista. En este caso el artista viene a ser como un domador a crina limpia de la pulsión. La pulsión sería el registro de la animalidad pura, en cuyo contexto, el arte surge como la capacidad que habilita lo humano, como propiedad, como facultad, incluso como don, ya que no como privilegio o preeminencia. La crueldad plantea una inversión: que lo que surge naturalmente como animal, vuelva singularizando, humanizando en un sentido integral, a la persona. La crueldad de Artaud no es que no tenga que ver con lo perverso o el mal al otro, se trata de ver en esa crueldad, el motor cuya energía puede ser trituradora o reconducida para la producción de humanidad. Artaud se pasó tratando de sacar el cuerpo de la factoría capitalista, para reenviarlo a una erótica cósmica. Por eso sus acciones parecen requerir de lo ciclópeo, de lo titánico. Como si fuese cosa de hecatónquiros 1.

Cuando regreso a la cabaña, ya se divisan los humos de la comida deseada. La brigada de canes, custodia mi sombra mientras subimos la cuesta, rodeada de árboles. Yo, por las dudas, no giro a ver el tamaño que tiene lo invisible a mis espaldas.

 

[1] Guardianes de las puertas del Tártaro en la mitología griega.

 

 

 

 

 


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