Críticas de espectáculos

Madre Coraje/Bertolt Brecht/CDN

Madre Coraje en el CDN

 

 

No cabe duda de que Gerardo Vera se ha planteado el montaje de la Madre Coraje que ahora se representa en el Teatro Valle-Inclán del CDN con la responsabilidad que exige una de las obras cumbre de la producción última de Bertolt Brecht. Así, la versión que en su día preparara Antonio Buero Vallejo asegura la calidad del texto en castellano, la puesta en escena se va desarrollando siguiendo a pies juntillas las acotaciones del original y un equipo actoral tan compacto como un destacamento de sturmtruppen va sacando adelante la función sin mayores contratiempos. Sobran por obvias, a mi entender, las consabidas imágenes de los campos de batalla de la primera conflagración mundial y esos atisbos tipo “cabaret berlinés años treinta” que nada tienen que ver con los propósitos del autor y director alemán. Y es inadmisible – por muy deficientes que sean las condiciones acústicas de una sala que se diseñó como un cajón – el uso de micrófonos, en cuanto lo que dice un actor desde mi izquierda me suena al fondo justo del otro lado (aparte de no dejar de ser un cierto fraude en un espacio cerrado como éste). Pero, con todo ello, la representación va transcurriendo de acuerdo con el texto publicado y puede decirse que, tras los cálidos aplausos del final, el público se retira del recinto con una historia, la de cómo la cantinera Anna Fierling perdió a sus hijos en la Guerra de los Treinta Años, debidamente contada y bien aprendida.

Suficiente sería si no fuera porque, al cabo de la primera media hora, la pesada losa de la monotonía y el tedio empieza a espesarse sobre la audiencia. Los cuadros se suceden uno tras otro sin solución de continuidad, como si lo que pretendiese el autor fuera ir acumulando las pruebas materiales de cómo la Coraje va pagando el precio que le debe a la contienda que le da de comer. Así, la obra vendría a ser como una sucesión de estampas que vistas una a una, como ocurre con los Desastres de la Guerra de Francisco de Goya, pueden provocar un estremecimiento – la presentación del cadáver de Caradequeso, la escena de los campesinos atrapados en la granja derruida, la muerte de Catalina frente a las murallas de Hesse – pero que no consiguen concatenarse dramáticamente en un conjunto debidamente estructurado, esto es, con su planteamiento, nudo y desenlace, dejando al espectador ayuno de emoción y preguntándose por cuál pudiera ser la moraleja que habría de extraerse de todo aquel cúmulo de horrores. El problema surgiría, por tanto, de la propia composición de la obra, que se nos aparecería más como una narración de carácter marcadamente ilustrativo que como un texto dramático habitual.

Pero es que el montaje del CDN viene a ser una confirmación “a sensu contrario” de toda la teoría teatral de Bertolt Brecht. No es de extrañar, pues muchos de sus judas iscariotes – entre ellos, Hans Egon Holthusen, uno de sus primeros panegiristas en ser publicado en España bajo la dictadura – han pretendido ver en su obra última algo así como el “summum” de una dramaturgia clásica, liberada (¡por fin!) de veleidades revolucionarias o didácticas y definitivamente entregada a la elaboración de portentosos dramas y no menos soberbios personajes. Baqueteado por la vida, la guerra y el exilio, el camarada Brecht volvería así al redil con los más grandes. Una interpretación interesada que en nada corresponde al poeta alemán que, a diferencia de otros, nunca fue un “arrepentido”, ni en lo referente a sus ideas estéticas ni en cuanto a las convicciones políticas sobre las que aquéllas se sustentaban. En este sentido, Madre Coraje y sus hijos responde plenamente al modelo de teatro épico que el propio autor había elaborado como la vía más segura para llegar a la conciencia crítica de sus espectadores. Lo que se muestra sobre el escenario no debe involucrar directamente al público en el curso de la acción sino hacerle reflexionar sobre ella, por lo que cualquier elemento de la representación que contribuya a recrear la más mínima ilusión de lo que podría ser la realidad debe ser radicalmente descartado. La utilidad y – ¿por qué no? – el deleite que el espectador obtiene del teatro no consiste en emocionarse ante el infortunio de unos héroes inmutables y universales, como promueve el “teatro aristotélico”, sino en comprender las razones que llevan al hombre inmerso en el flujo de la Historia a someterse a él o a intentar, si es posible, cambiar su curso.

Para poner en práctica sus teorías sobre el teatro épico, el director de escena Bertolt Brecht utiliza toda una serie de recursos que son sistemáticamente ignorados en el montaje del CDN. Uno de ellos, de vital importancia para hacer de esta “crónica de la guerra de los Treinta Años” una narración dialéctica que nos ilumine sobre el comportamiento de sus personajes, son las numerosas canciones que, compuestas por Paul Dessau, figuran en el libreto original. La función de estas canciones en la representación brechtiana es tan fundamental como la de los títulos – éstos sí respetados en la versión del Valle-Inclán – que resumen la acción de cada cuadro cuando empieza no sólo para abortar cualquier expectativa de “suspense” sino para individualizarlo, enmarcarlo y diseccionarlo, como se hace con una preparación sobre la platina del microscopio, en un contexto propio y original. Y es que esas desenfadadas tonadillas que van salpicando la acción son una síntesis de lo que está ocurriendo y contienen muchas de las claves necesarias para su comprensión, por lo que su eliminación trae consigo la pérdida irreparable de toda una red de referencias establecida para orientar al espectador. Y otro tanto podríamos decir de la luz cenital que utilizaba Brecht a plena potencia para acabar con cualquier “atmósfera” sentimental que pudiera desviar la atención del espectador del relato que se estaba contando. La iluminación del CDN no deja de ser la que se lleva en todo tipo de teatro dramático, esto es, la que pretende resaltar el grado de tensión de la trama y del estado anímico de los personajes mediante el nivel de intensidad, la tonalidad y el matiz de las luces. En cuanto a la austeridad del vestuario, la utilería y la escenografía que también requería el autor, hay que reconocer que, a pesar de esas ruedas neumáticas que se le han puesto al carro de Coraje, la ambientación entre barriobajera y lumpenproletaria que se ha escogido para esta versión está bastante en línea con sus deseos.

Pero de todos los elementos de la representación que pudieran llegar a caracterizar una cierta forma de hacer teatro es el de la interpretación el que siempre se convierte en determinante. ¿Cómo debe comportarse, por tanto, el actor del teatro épico para que el espectador no se identifique en cuerpo y alma con su personaje y mantenga la cabeza lo suficientemente fría como para poder emitir un juicio sobre lo que está ocurriendo en escena? La respuesta de Brecht es obvia: es necesario que el actor se distancie a su vez del personaje y adquiera la suficiente disciplina como para ser capaz de juzgarlo al tiempo que lo representa. Si lo consigue, “desencarnando” al personaje de la persona que él mismo constituye en cuanto actor, tanto más fácil será para el respetable contemplar “desde fuera” el papel que está representando, convirtiéndolo así en un posible objeto de conocimiento para la sociedad moderna que lo observa y alejándolo definitivamente de aquel sujeto pasivo del espanto y de la compasión al que le relegaba la tragedia antigua.

Ni que decir tiene que ninguna de estas consideraciones interpretativas tiene cabida sobre el escenario del teatro de la plaza de Lavapiés. Los actores se vuelcan literalmente en sus papeles y se meten en ellos, como se suele decir, hasta las cachas. Pero lo que es infalible en el teatro dramático es contraproducente en el de Brecht. No quiero decir de ningún modo que no haya buenas “interpretaciones” que las hay – la Catalina de Malena Alterio, la Yvette de Carmen Conesa, el Predicador de José Pedro Carrión – pero se consumen en sí mismas, sin aportar nada al conjunto ni hacer avanzar la obra hacia sus objetivos declarados que no son otros, como lo especificara el propio autor en un apunte de sus Escritos para el Teatro, “que en la guerra no son las pequeñas gentes las que hacen los grandes negocios. Que la guerra, esa otra forma de continuar con el comercio, convierte toda virtud humana en una amenaza potencial que incluso se revuelve contra quien la practica. Que ningún sacrificio es demasiado grande para combatirla”.

Actriz bien conocida por su presencia tanto en numerosas series televisivas de TV3 como sobre el escenario del Teatro Nacional de Cataluña, Mercè Arànega se enfrenta con uno de los papeles más acreditados del teatro mundial, en el que se distinguieron monstruos de las tablas como Helene Weigel en la versión del Berliner Ensemble o Germaine Montero en la del TNP francés. Con competencia y profesionalidad, la actriz interpreta su papel como un “bulldozer”, una fuerza de la naturaleza que se lleva todo por delante, emulando las proezas de esos grandes personajes femeninos que tan frecuentes son en la escena mundial: una Medea, una Celestina, una Nora, una Lulú, una Bernarda… mujeres todas ellas que se encaran sin miedo a las dificultades persiguiendo su objetivo hasta el final. De tal modo que cuando termina la obra y ella se pone en marcha tirando, esta vez sola, de la carreta en pos de un regimiento que acaba de pasar mientras se dice “tengo que volver a comerciar”, la Coraje se convierte “de facto” en un personaje modélico, una heroína del pueblo que responde a las calamidades de la guerra con un carácter férreo forjado en el tesón y la voluntad.

Una interpretación ya anticipada por el propio Brecht en su nota “Dos maneras de interpretar Madre Coraje” en la que la primera, la correspondiente a la técnica de interpretación convencional, sería la adoptada aquí por la actriz: un personaje realista que se desenvuelve como puede en una guerra en cuyo acontecer ella no tiene ninguna responsabilidad. Pero a esa interpretación “tradicional”, Brecht prefiere otra más “histórica” en donde la guerra aparecería como una extrapolación, particularmente rentable, del comercio en tiempos de paz, y en la que la Coraje se enfrentaría sin cesar a las contradicciones que le ocasiona su participación en el conflicto, como cantinera que se beneficia de él por una parte y, por otra, como madre que en él pierde a sus hijos. Y termina diciendo: “Lo trágico de Coraje y de su vida reside en la presencia de una espantosa contradicción que acaba con el ser humano, una contradicción que es superable, pero sólo por la sociedad y al cabo de terribles luchas. Y la superioridad moral de esta interpretación es mostrar que el hombre, por muy resistente que sea, es vulnerable”.

Puede que estas palabras del autor y director alemán nos lleven, para finalizar, a la causa primera de las imperfecciones que aparecen en esta versión del CDN, por otro lado muy digna, si se contrasta con los presupuestos teóricos y los fines con los que aquel escribió su obra. Y es que toda la estética de Brecht nace de su sentido ético y político del mundo. No es que para montar Madre Coraje a estas alturas haya que copiar al Berliner o apuntarse al partido comunista, pero sí que hay que creer muy firmemente en que los hombres, juntos, son capaces de modificar la sociedad y en que el teatro, cuando se dirige a ellas, puede cambiar el modo de pensar de las personas.

David Ladra

 

 


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