Realidad/Tom Stoppard/CDN
Presencia de Tom Stoppard en Madrid
1. Realidad
Alineándose por una vez con el resto del teatro del continente, no es frecuente que nuestra escena se asome a lo que ocurre en el teatro británico de hoy en día a pesar de ser éste, tanto por sus temas, sus autores y sus intérpretes, uno de los más vigorosos y comprometidos de Europa. Pero, como para contradecir de lleno este aserto, en menos de una semana hemos contado con la presencia en Madrid de dos de sus más grandes dramaturgos: David Hare en el auditorio del Reina Sofía y Tom Stoppard sobre el escenario del teatro María Guerrero. Ocasión bien aprovechada en ambos casos en cuanto su visita ha dado lugar a la puesta en escena de algunas de sus obras más representativas: The Secret Rapture, Blue Room, Skylight y Via Dolorosa en el caso de Hare, que fue el “artista invitado” de este año en el Ciclo Autor del Festival Escena Contemporánea; y Realidad (The Real Thing) y Rock´n´roll en el de Stoppard, producida la primera bajo la égida del CDN y con la dirección de Natalia Menéndez en el Teatro María Guerrero, y programada la segunda en las Naves del Español del Matadero en la versión que realizara el Lliure en 2006 bajo la dirección de Álex Rigola. A estas dos obras de Tom Stoppard están dedicadas tanto esta crítica de Realidad como la que le seguirá en breve sobre Rock´n´roll.
Sabido es que Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1967), el drama con el que se dio a conocer Tom Stoppard (Zlin, Checoslovaquia, 1937), dio la vuelta al mundo en pocos meses haciéndose con los Premios de la Crítica tanto en Londres como en Nueva York y obteniendo el premio al mejor drama producido en Broadway en 1968. Traducida por Álvaro del Amo, la obra apareció en la colección de Libros de Teatro de la editorial Cuadernos para el Diálogo en 1969, provocando su habilidoso entreverado de la trama del Hamlet shakespeariano con un diálogo inspirado en Esperando a Godot de Samuel Beckett una gran conmoción entre nuestros grupos teatrales más avanzados de por aquel entonces. De tal modo que el nombre del autor quedó como fijado a aquella obra y su prolífica producción posterior olvidada en nuestro país hasta que, últimamente, el éxito alcanzado por su trilogía The Coast of Utopia (2002) en el National londinense nos haya hecho volver la vista atrás.
Y es que, tras Rosencrantz… , Stoppard fue afincándose en el entramado teatral británico con todo un conjunto de obras en donde lo imaginativo de los temas se combinaba con un tratamiento vanguardista y un especial cuidado del lenguaje. Ya algunas de estas obras, como Jumpers (1972) o Travesties (1974), fueron reconocidas y premiadas en ambas orillas del Atlántico, pero su consagración definitiva vendría con el estreno de Realidad en el Strand Theatre de Londres en noviembre de 1982, producción ésta con la que se revela como autor de comedias dramáticas para el gran público. La obra, protagonizada por Glenn Close y Jeremy Irons y dirigida por Mike Nichols, se presenta en enero de 1984 en el Plymouth Theatre de Nueva York y se hace acreedora al Tony Award de aquel año. Y se ha vuelto a poner tanto en Londres en 1999 como en Nueva York en el 2000 (recibiendo esta vez el Tony Award a la mejor reposición) con el mismo gran éxito de público que está teniendo ahora en el María Guerrero de Madrid.
Ya en el programa de mano de la función, Juan V. Martínez Luciano, responsable de la versión en castellano, nos habla de la patente influencia en Realidad de autores como Wilde, Shaw o Noel Coward. En efecto, la pieza se integra a la perfección en esa inagotable corriente del drama burgués que, desde el primer tercio del siglo XIX, viene sustentando las taquillas. Sólo que aquí, al darse el obligado peloteo de parejas entre las gentes de la farándula, incluido un afamado autor, se sazona la habitual moralina de estos dramas con un despliegue de disquisiciones sobre la estética de la representación teatral que pretende provocar el interés del espectador medio dejándole entrever las interioridades del proceso creativo del dramaturgo. Quien se descubre así ante el público, claro está, no es Henry, el protagonista de la comedia, sino el propio Tom Stoppard quien, aparte de alimentar un cierto morbo (el papel de Annie, la amante de Henry, lo hacía en el estreno la actriz Felicity Kendal, con quien terminaría manteniendo una relación), aprovecha la alternancia de las diversas situaciones para ilustrar al respetable sobre lo tenue y quebradiza que puede llegar a ser esa línea que, según nos dicen, separa la realidad de la ficción. Así, la ruptura entre Max y Charlotte del principio no es “de veras”. Se trata de un fragmento de House of cards, la obra que ha escrito Henry para su mujer, Charlotte, que es actriz y en la que actuaba junto a Max. Pero cuando Max rompa realmente con Annie en la tercera escena, su separación remedará la “fingida” de Max y Charlotte en la primera. Y cuando, otra vez “de veras”, Henry y Annie estén a punto de dejar lo suyo en la novena, la acción volverá a recordar la ruptura “de veras” de la tercera escena y la “fingida” de la primera. Juego de lo verdadero y lo fingido que proseguirá en el segundo acto con los escarceos ferroviarios de Annie y Billy, y que cobra todo su significado cuando nos damos cuenta de que, en el fondo, lo que estamos presenciando no es más que una función de teatro y que, por tanto, realidad y ficción, verdad y mentira, no son más que ambas caras de un mismo engaño.
Y es que para Stoppard sólo una cosa es cierta, la escritura. Las palabras por sí mismas nunca sirven para confundir sino que “son inocentes, neutras, precisas, representando esto, describiendo aquello, significando lo de más allá, de forma que, mirando a su través, pueden construirse puentes sobre la incomprensión y el caos (…) No creo que los escritores sean sagrados, pero las palabras sí que lo son. Exigen respeto. Si se ponen las apropiadas en el orden apropiado, se puede agitar suavemente el mundo o escribir un poema que los niños recitarán por ti cuando estés muerto” [Realidad, Segundo Acto, Escena Cinco]. Y es en otro pasaje de esa misma escena entre Annie y Henry donde Stoppard expone su ya famoso símil del bate de “cricket”, según el cual escribir sería como manejar dicho artefacto que, de estar bien diseñado y construido, es capaz de enviar una pelota a doscientas yardas en cuatro segundos con tan sólo un pequeño esfuerzo pero que, de no estarlo, no la conseguiría mover más de diez pies por mucha fuerza que se le aplicara (símil que, a mi parecer, está un poco sacado por los pelos, pero que bien pudiera ser una suerte de callado homenaje a Harold Pinter que fue un forofo de dicho deporte). Y una forma elegante de decir que no todos pueden acceder al Olimpo de los escogidos y de dar cuenta de la actitud elitista del autor, que en nada desentona con la idea que él mismo se hace de su responsabilidad como escritor:
“Supongo que existe un mundo de objetos que tienen cierta forma, como esta taza de café. La giro, y no tiene asa. Le doy la vuelta, y no tiene cavidad. Pero hay algo real en ella y es que siempre se trata de una taza con un asa. Supongo. Pero la política, la justicia, el patriotismo – no son ni tan siquiera como tazas de café. No hay en ellas nada real que las distinga de la percepción que tenemos de ellas. De modo que si intentamos cambiarlas como si tuvieran algo concreto que cambiar, nos frustramos y al final la frustración nos hace violentos. Si lo sabes y procedes con humildad, tal vez puedas alterar la percepción de otras gentes de modo que se comporten de una manera un poco diferente con respecto a ese eje de conducta en donde situamos la política o la justicia; pero si no lo sabes, estás cometiendo un error. Los prejuicios son la expresión de ese error”.
Éste es el retrato del dramaturgo en 1982: un hombre de cuarenta y cinco años de edad, origen checo y padres judíos que, tras una infancia más bien ajetreada por la guerra, llegó a Gran Bretaña con nueve años de edad y se instaló allí de por vida. Y un autor de éxito que, al final del primer mandato de la Thatcher y en plena guerra de las Malvinas, se califica a sí mismo de “conservador con c minúscula: conservador en política, en literatura, en educación y en teatro”. Así que Realidad, con su ambiente burgués pero un poco bohemio, su condescendiente crítica de los usos y costumbres de la juventud de la época, su visceral rechazo del extremismo político y, sobre todo, con esa figura del escritor amante y encelado que se pirra por el “rock” y mantiene, impertérrito, que una pieza de Bach “copia” otra de Procol Harum, le viene como un guante a ése su “otro yo” que, en la vida real, responde al nombre de Tom Stoppard.
La función se va construyendo esforzadamente. Natalia Menéndez, su directora, batalla contra una “arquitectura escénica” desproporcionada para lo que es la obra y unos cambios de cuadros que pretenden emular, sin conseguirlo, los tan cacareados de Robert Lepage. Y algo se pierde entre lo verdadero y lo fingido en las escenas de Billy y Annie del final (aunque, a decir verdad, también están confusas en el texto original). Pero los cuatro actores principales – Arantxa Aranguren, Javier Cámara, Juan Codina y María Pujalte – pueden con todo lo que les echen. No porque interpreten bien sus papeles sino porque, muy al contrario y siguiendo una inveterada costumbre de nuestra escena, aunque “digan” el texto que les toca, se están representando a sí mismos. Es su manera de sacar a flote la función en cuanto así recaban de inmediato el reconocimiento y el agrado del público que, aunque les tiene muy vistos en la tele, disfruta aquí de su presencia “real” sobre las tablas.
Decir también que la dirección del CDN aprovechó la visita de Stoppard para organizar un ciclo de lecturas de algunas de sus primeras piezas radiofónicas (un género muy cultivado en toda Europa y prácticamente inexistente en nuestro país). Bajo la acertada dirección de Salva Bolta, se llevaron a cabo varias lecturas escenificadas de El puente de Albert (Albert´s Bridge, 1967), Tú serías pura y yo franco (If You´re Glad I´ll be Frank, 1966), y La disolución de Dominic Boot (The Dissolution of Dominic Boot, 1964) que, aparte de resultar amenas, dieron fe de la primera adscripción del autor a aquel teatro del absurdo que por entonces florecía en el continente. Y anunciar por último que Gerardo Vera ha programado para 2012 el montaje en el CDN de La Costa de la Utopía, ya traducida por Juan V. Martínez Luciano.
David Ladra