Mientras haya voz…
Los Shuar, uno de los pueblos más grandes del Amazonas, tienen por rito cortar y empequeñecer las cabezas de sus enemigos. Es una costumbre tan desprovista de escrúpulos como plagada de simbolismo que necesita de cierta delicadeza artesana, si es que puede considerarse un arte sano cometer tal acción. Según su creencia, el alma de sus enemigos habita en su cabeza y, por tanto, todo el proceso de reducción de cabeza está destinado a evitar que el espíritu del adversario pueda escapar y vengarse. Como decía, es un proceso minucioso. Una vez cortada la cabeza, se quita la piel, conservando el cabello, y se desecha el resto, las vísceras y los huesos. Después se hierve la piel con ciertas hojas y lianas, tratando de evitar que el pelo se caiga. Cuando se retira la cabeza del agua, que ya ha encogido al tamaño de un puño, sigue todo un proceso de relleno y de restauración de los rasgos faciales, que demanda mano fina y conciencia bruta. Finalmente, queda un acto simbólico fundamental: se cosen los párpados, para que el alma quede atrapada en la oscuridad y se cosen los labios, para que permanezca muda. El sentido simbólico de este epílogo es cruel, pero inequívoco: vencer definitivamente al enemigo requiere anularle su voz. Un alma sin cuerpo pero con voz, es capaz de resucitar y vengarse.
Sanar y resucitar a través de la voz es precisamente lo que le ocurrió, con menos metáfora, a Alfred Wolfsohn. Soldado no vocacional en la I Guerra Mundial, Wolfsohn vivió y, sobre todo, escuchó al pie del cañón los horrores que se cocían en las trincheras. Los escuchó tanto y durante tanto tiempo que cuando acabó la guerra, él aún llevaba la guerra dentro de sí. Sufrió lo que en el lenguaje médico, siempre tan higiénico, se llama estrés post-traumático. Durante años padeció alucinaciones que reproducían en su interior los sonidos y los gritos agonizantes que había escuchado en plena batalla. En busca de una curación que acallase aquellas voces que sólo él escuchaba, Wolfsohn probó todos los tratamientos psiquiátricos a su alcance sin mejora alguna. Ante la ineficacia de los tratamientos de otros, no tuvo más remedio que recurrir a un proceso de autocuración. Intuitivamente empezó a reproducir y a exteriorizar las voces que lo habían atormentado durante la guerra y que, sin él haberlas invitado, habían alquilado a perpetuidad algún lugar en su interior. Fue así, invitando a salir activamente a aquellas voces a través de su boca, cómo Wolfsohn acabó sanando y comenzó a vivir. En años sucesivos, estimulado por la eficacia de este tratamiento, desarrolló una terapia que buscaba la curación de enfermedades psicológicas a través de la expresión vocal y el canto. Discípulo suyo fue el ya famoso Roy Hart, que reorientó aquella revolucionaria educación vocal hacia la escena.
Wolfsohn y Hart son los padres de una estirpe que podríamos considerar minoritaria en el teatro del siglo XX: la de un teatro que se basó en la investigación de la voz para catalizar nuevas éticas y estéticas. Desde que Meyerhold se alzara contra el naturalismo con su biomecánica, a lo largo del novecientos toda una legión de maestros quisieron recuperar el cuerpo como vehículo expresivo principal: el mismo Stanislavski cuando desarrolló el Método de las Acciones Físicas, Michael Chéjov, Copeau, Decroux, Lecoq, Grotowski, Barba, Littlewood… Sin embargo, hay cruciales ejemplos donde algunos de estos maestros dieron un último giro en sus investigaciones, haciendo de la voz un elemento esencial de sus teorías. Los casos más notorios son los de Stanislavski y Grotowski. El primero descubrió que la utilización adecuada de la palabra era una herramienta fundamental en la vivencia veraz y profunda del actor, y el segundo que ciertos cantos de rituales antiguos, conducían hacia la organicidad que él buscaba en sus Performers.
Este mismo recorrido que comienza en el cuerpo y acaba en la voz, de forma más silenciosa y con muy diversos matices, lo vemos en muchos grupos actuales con la suficiente trayectoria; como si debido a una lógica biológica, el teatro explotase en la juventud a través del cuerpo y alcanzase su madurez en la boca. En efecto, numerosas agrupaciones comienzan explorando los límites corporales y con los años evolucionan redirigiendo el sentido dramático de su lenguaje hacia la voz y la palabra. Más allá de cierta tendencia natural, José Sanchis Sinisterra, gran pensador y dramaturgo, explica esta disyuntiva entre un teatro de cuerpo y un teatro de palabra, situándola en un determinado contexto histórico1. Apunta que después de un periodo (años 60 y 70) donde predominaba la figura del director escénico y las creaciones colectivas que basaban sus propuestas en la modulación de los elementos físicos de la escena, los años 80 vivieron un resurgir de la figura del dramaturgo y por tanto de la palabra en escena. Sea como fuere, por evolución biológica o histórica, muchos artistas escénicos encuentran en la voz y la palabra una última estación donde indagar las sutilezas y la riqueza expresiva de un lenguaje escénico, que ya ha madurado durante años al sol de los espectadores.
La voz es aliento, es pensamiento, es pálpito audible, es emoción, escondida o revelada, que se hace sonido. Su presencia puede ser extrema: puede entrar amablemente acariciando el oído, o ser un torbellino abrasivo capaz de agujerear el tímpano. En sus infinitos colores y texturas, la voz es siempre acción, no porque se mueva, sino porque es capaz de comunicar e influir en quienes la escuchan. Insulta, asfixia, asiente, anima, besa, golpea, ama y odia, desgarra, retuerce, invita a reflexionar… Guarda pues todas las caras del abanico escénico. Por tanto, mientras haya voz puede haber drama, ya que incluso en situaciones límite, cuando parece no haber salida, siempre hay una última respiración, una voz en ciernes, que habla de nosotros… Y ese resuello puede bastar para hacer teatro.
1Aceptemos ante las miradas más pulcras que esta distinción entre un teatro de cuerpo y otro de palabra resulta un tanto forzada, por cuanto no existe un teatro de sólo cuerpo en sentido estricto, de la misma manera que no existe un teatro de sólo voz. Si aquí lo utilizamos es asumiendo que el lector captará la flexibilidad de ambos conceptos.