El Hurgón

El Contador Descontado (Capítulo XXXI y último)

Cuando Kilovatio salió del baño, Trevi ya no estaba en la mesa. Agarró la copa que quedaba encima de ésta, llena hasta el borde, y mientras bebía un sorbo lo buscó, mirando hacia donde estaba la rueda de áulicos dentro de la cual estaban Ana María, Sueva, Pastarini y el Encargado de Cultura recibiendo elogios y aplausos por cada palabra que soltaban. Trevi tenía agarrada con su mano derecha, por el gollete, la botella de ron, y en la izquierda, levantada a medio camino, la copa. Vio cuando se acercó a Merlo y éste le abrió un espacio en primera línea dentro de la rueda.

-Pensé que también me ibas a abandonar – le dijo Trevi a Merlo.

-En la viña del señor también hay leales – le respondió Merlo, y Trevi, casi sin escucharlo, aseveró:

-Traidores, sólo traidores.

Lo dijo en un tono que preocupó a Merlo, porque sus comentarios podían romper la armonía que él ya había aceptado como inevitable. Se aproximó al oído de Trevi, y le dijo:

– Este no es el mejor momento para controvertir.

-Me imagino que te lo dijo Pastarini.

-Calla, hombre, que pueden escucharte.

-Y, ¿qué me importa que me escuchen.

-Te dejan por fuera.

-¡Ah!, ¿y estos no dizque son muy tolerantes, muy comprensivos, muy intelectuales, muy demócratas, muy liberales, …?

-No empecemos de nuevo, hombre – le cortó Merlo, apartándolo un poco más del grupo, porque éste levantaba cada vez más el tono de su voz.

De un momento a otro escucharon la voz de Ana María, rompiendo el hilo de los elogios mutuos que allí se estaba hilvanando.

-Esperen un momento – dijo, abandonando la rueda de áulicos y dirigiéndose hasta donde estaban Merlo Y Trevi.

Merlo temió lo peor, porque Trevi en esos momentos estaba catalogando cuanto estaba sucediendo ahí, como la farsa más grande que había visto en su vida, pero contrario a todos los pronósticos imaginados por él, acerca de cuan violenta iba a ser la reacción de Ana María, ésta se acercó, le pasó a Trevi el brazo por el hombro, y en tono suave, lindando con lo maternal, le preguntó:

-¿Despecho, o desacuerdo?

Trevi quedó anonadado, no por la pregunta en sí, que de entrada resultaba insultante, sino porque su tono suave y conciliador le arrebató argumentos para seguir protestando; pero él, decidido a recuperarlos, intentó armar una conversación que le permitiera conducir a Ana María a su natural estado de enojo, y parándose frente a ella, con altivez, le preguntó:

-¿Tú qué crees?

-Yo opino que es despecho – dijo Ana María, conservando la suavidad del tono -, porque si fuese desacuerdo no estarías tan enfadado. No tendrías, por ejemplo, esa carita de tristeza, y además no te ablandaría mi proximidad, como veo que está sucediendo.

Trevi siguió perdiendo argumentos y su ánimo de armar controversia fue descendiendo. Se quedó en silencio, y su postura altiva declinó de un golpe.

-Ven, cariño –le dijo Ana María – únete a la causa, y deja atrás los rencores pasados.

Trevi bajó la cabeza, y ella siguió hablando.

-No te creo tan tontito como para ir en contra de una corriente tan grande –dijo, señalando hacia el grupo de áulicos, cuyos integrantes estaban formando una sola línea, atentos a todo cuanto estaba sucediendo entre Ana María, Merlo y Trevi.

La expresión “tontito” no pasó desapercibida para Trevi, por lo absolutamente extraña que resultaba puesta en labios de Ana María, pues siempre esperó ver a ésta venir lanza en ristre contra él, acompañando su acción con insultos como imbécil, estúpido, idiota, cretino, hijo de puta, las palabras más usadas de su léxico. Siguió en silencio, con la cabeza gacha, y Ana María terminó diciendo:

-Ven, ven, cariño; todos estaremos, desde hoy, muy felices, porque seremos una para todos y todos para una.

Merlo tomó literalmente las palabras de Ana María, y sonrió, mientras los seguía, diciéndose así mismo:

-Definitivamente, lo de ser zorra es lo tuyo.

Una vez llegaron al tumulto éste volvió a convertirse en un círculo cerrado cuando Ana María entró de nuevo en él, acompañada de su reconquista.

Antes de que el círculo terminara de cerrarse e impidiera ver lo que ocurría adentro de él, Kilovatio captó la mirada de odio controlado que se dieron Trevi y Pastarini, y el gesto de resignada condescendía que apareció en el rostro de Sueva, de Merlo y del Encargado de Cultura.

Se trepó sobre una silla y descolgó el gran cartel, lo enrolló cuidadosamente, como si estuviese guardando un testimonio de vida, bebió lo último que quedaba en la copa, y salió por la puerta de la bodega, o la de atrás, reconociendo que sólo había usado la puerta principal del bar una sola vez.

Cuando salió a la calle se sintió tirado por el recuerdo de la fama. Tuvo un aviso de su dificultad emocional para abandonar ese lugar, e intentó retroceder, pero de inmediato algo dentro de sí lo detuvo, advirtiéndole que no debía someterse nuevamente a la humillación del rechazo.

Regresó a su pueblo cuando apenas empezaba a abrir los ojos el día siguiente, pues se había tomado el resto del anterior y parte de su noche decidiendo dar este paso. Pronto se dio cuenta de que era visto como un forastero, y aunque intentó caminar y comportarse como era habitual en él cuando vivía en el pueblo, no lo consiguió, porque había olvidado todo, y cuando hacía el intento de recordarlo se atravesaba en el camino de ese recuerdo, el otro, que había sido incapaz de abandonar a las puertas del bar, es decir, el que le quedó de cuando fue famoso.

Camino varias cuadras a plena luz del día, y en vista de que nadie lo reconocía, se acercó a saludar a un contemporáneo suyo, a quien halló sentado en una banca del parque del pueblo, con la ilusión de despertar en él un recuerdo, pero éste tampoco dio señales de reconocerlo. Entonces, apeló al que consideró el recurso clave, y mencionó el apodo con el que siempre había sido conocido.

-Oye, ¿qué ha sido de la vida de Kilovatio?

-¿Lo conoció, usted, acaso? – preguntó el hombre, rápidamente avivado por un recuerdo.

Kilovatio, animado por el despertar del hombre, le respondió:

-Claro, el contador de historias de aquí.

-Pero, ¿lo conoció usted? – volvió a preguntar el hombre.

-¿Cómo que si lo conocí? – preguntó, Kilovatio, alarmado – ¿acaso ha muerto?

-Es como si tal cosa hubiese ocurrido.

-¿Cómo así?

-Claro, porque aunque se le menciona de vez en cuando, es un recuerdo imposible de guardar.

-¿Por qué?

-Porque se llevó con él las historias de todos.

-¿Y si volviera? – preguntó Kilovatio.

-Ya no volverá.

-¿Por qué afirma eso? ¿Qué razones tiene para pensar así?

-Porque también se llevó con las historias, el deseo de recordar, de imaginar, de soñar, de reír y de sentir.

Kilovatio quiso excusar a Kilovatio, y dijo:

-¿Será posible que se haya llevado todo eso?

-Cuando alguien se marcha se lleva consigo lo que representa – dijo el hombre. Luego, pensando un poco, agregó:

-Yo quise reemplazarlo cuando todos comenzaron a comentar su ausencia porque no había quien contara las historias.

-Y, ¿qué pasó? – preguntó Kilovatio, visiblemente curioso, montando sus palabras encima de las de su interlocutor.

-Que la gente ya se había resignado a no escuchar historias.

Kilovatio aproximó su cara a la del hombre, y le dijo:

-Mírame, por favor, mírame. Y abrió los ojos de tal manera que el hombre se asustó y ante lo cual Kilovatio, para disminuir su sorpresa, le dijo:

-Mírame, yo soy Kilovatio.

El hombre saltó de la banca, todavía más sorprendido, y Kilovatio comprendiendo que aún no lo había reconocido hizo el intento de contar una de las historias que solía contar cuando aún vivía en el pueblo, pero no le salió, y en vista de lo cual insistió en pedirle al hombre que lo reconociera:

-Mírame, bien, yo soy Kilovatio, y he vuelto al pueblo, y voy a devolver todo lo que, según tú, me he llevado.

El hombre lo miró, incrédulo, y Kilovatio intentó una vez más recordar una de las historias que contaba allí en el pueblo, para contársela, pero a pesar de las luchas que libró con la memoria no pudo recordarla.

-No puede usted ser Kilovatio – le dijo el hombre. Kilovatio no hablaba como habla usted, ni se movía como se mueve usted.

-Y, ¿cómo hablaba Kilovatio?

–Sin pesarlo mucho – explicó el hombre.

-Y, ¿cómo se movía Kilovatio? – preguntó Kilovatio.

-Sin tanta ceremonia – dijo el hombre.

Kilovatio intentó de nuevo mover la curiosidad del hombre diciéndole que Kilovatio había llegado a ser famoso, y después de desenrollar el cartel empezó a contarle cómo había sido aquella odisea, pero éste no lo dejó terminar, porque comenzó a hacer movimientos circulares con el índice derecho, a la altura de su oído, dando a entender que ese hombre que tenía al frente, es decir, el Kilovatio que desconocía, estaba loco, y se marchó, caminando de lado, vigilante, como hace quien huye de un peligro.

Convencido de la inutilidad de su esfuerzo para hacerse reconocer, Kilovatio dio media vuelta y empezó a descontar camino hacia la salida del pueblo, decidido a marcharse para siempre.

La primera persona a la cual visitó cuando regresó a la ciudad fue la mujer en cuya casa había estado antes de volver al bar. Cuando entró en el departamento ésta daba vueltas por la sala de recibo, recitando la historia de amor que él le había contado. Cuando ella lo vio, dejó de caminar y de recitar la historia, y se arrodilló para agradecer al cielo por su regreso, confesándole que ya no podría vivir sin escuchar historias, porque desde cuando él le contó aquella historia de amor, había vuelto a sentir las emociones que creía muertas.

Kilovatio, muy emocionado, porque alguien, por fin le pedía que le contara una historia, quiso corroborar ese deseo, y le preguntó:

-¿quiere, de verdad, que le cuente una historia?

-Sí – dijo ella, entusiasmada, pensando en una nueva historia de amor de las mismas que le había contado antes; pero en vez de una historia de esas, Kilovatio le empezó a contar la historia de cuando él se volvió famoso, y la mujer, desconcertada, se levantó de su silla y le pidió que se marchara.

Ahora, por donde quiera que va, Kilovatio se detiene, desenrolla el cartel con su foto y empieza a contar la historia de cuando fue famoso, y de cuando en cuando va al Centro, adonde Ana María, Sueva, Merlo, Trevi y Pastarini lo miran con misericordia porque creen que está loco.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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