Brechtianas V
una vuelta de tuerca
Müller es uno de los grandes autores de la segunda mitad del siglo XX y que sirve de manera ineludible y directa para una reflexión post-Brecht, como considerar a obras como ‘1789’ de la Mnouchkine, la que, sin el autor alemán de precedente, sería difícil imaginar (y realizar). Pero, no nos vayamos de Müller. Creo que este autor da vueltas de tuercas que ponen en una órbita superadora al autor de la ‘verfremdung’. Müller se interesa por la autonomía escénica, tan presionada por tanta gente, incluso brechtiana. Por su lado, Müller fue un artista asediado por la dictadura de Honecker, incluso directa y personalmente por éste. Müller ataca la forma. Toma la fragmentariedad brechtiana y trabaja deliberadamente sobre ella, rompiendo en el público la espera de una respuesta pre-fijada. Más bien crea la opción de completar la configuración o dejarla inacabada. Müller ataca la figura del Autor en tanto gestor de un producto cerrado que impedía la función vital que reclamaba Artaud para el teatro. Y aquí tenemos otra reunión de opuestos. En ella Müller revela que los fragmentos no tienen motivos. Se compactan por presiones, que cuando colapsan en explosiones dramáticas, dejan a la luz las incompatibilidades de materia, energía y sustancia. Con Müller puede verse que el proceso racional no es tan puro como quisieron hacer los racionalistas del materialismo científico. Las categorías de Lúkacs ya no abarcan los nuevos factores de la creación artística. De hecho, la vida artística de Müller fue un ataque a lo que aquel crítico defendió del régimen soviético. Y acá digo algo que tal vez me quite el saludo de algunos amigos: Müller es como el Brecht de la diseminación. Primero que nada, Müller no aporta un distanciamiento sino un arte de la distancia, con la que buscaba un giro al didactismo brechtiano. Müller amaba las ‘lershtuck’, las piecitas didácticas de Brecht que había creado por urgencia política, para que las hicieran los jóvenes o los actores amateurs. De la misma forma hubo poetas y dramaturgos de barricadas durante la Guerra Civil española, creando un teatro de urgencia. Para el aquí y ahora. A esto quería llegar: así como hay un pasaje de lo ‘épico’ a lo dialéctico, hay un pasaje hacia un Brecht ya no de escatología revolucionaria sino hacia una polisemia, un Brecht de la multiplicidad. Si este pasaje es posible, no es posible sin Müller, que lo pone a Brecht fuera del hundimiento comunista. A Brecht lo perdemos como distanciador concientizante pero lo ganamos como demonio maligno de las sociedades conformistas, como perpetuo ‘épater le bourgeois’ en tanto el capitalismo se mantenga incólume. Es decir, lo ganamos como singularidad, donde también le cabe el embozamiento y la indisponibilidad para todo uso propio de quienes son capaces de navegar en ‘doble fondo’, tal como lo exige una estrategia anti-conformista a este sistema. Es decir, la posibilidad también de un ‘misterio’ Brecht, de un Brecht inatrapable. Es que auto-escamotearse, no hacerse evidente, no explicitarse es mantener una ventaja política. Como dice Ranciere: explicar es de mal maestro, anula la distancia. ¿Qué cosa sería un Brecht sin distancia?
¿dónde hay un teatro revolucionario ahora?
En el ámbito del ‘teatro político’ hay un hecho interesante de considerar, cual es el apartamiento de Brecht del lado de Piscator, a quien no obstante podrá considerárselo como uno de los grandes motivadores del suscriptor del distanciamiento (no necesariamente su inventor). A tener en cuenta es que estas posiciones se jugaban al calor de públicos obreros multitudinarios, con sectores radicalizados e imbuidos de la lucha cultural. Situación que el sectarismo actual está impedido de dimensionar respecto al teatro coetáneo. Uno de los grandes divorcios de estos mentores del teatro político, fue la diferente consideración respecto a la relación que habían de guardar Platea y Escena. Piscator manejaba una dimensión material e ideológica ecumenista, universalista, totalizante. Consideraba que platea y escena confluían en una unidad, un acontecimiento que simbolizaba una manifestación de mutuo acuerdo, podría decirse, una unanimidad. Pero en política las unanimidades son sospechosas. Cuando decimos que esta es una época de poco debate, también hay que decir que se lo elude, porque a mucha gente, tenerlo, le complica la vida. Entonces, este matar con la indiferencia ¿no es como decirle al ‘otro’ que no existe? Es lo mismo que caer en el apriorismo de medir obras desde la propia ideología, criticándolas porque no cumplen con un contenido que, se presupone, responde a los propios presupuestos, según la manera de pensar del/la comentarista, enrostrándoles faltas sobre premisas que su autor o director, quizá ni pensaron. Esto, a mi modo de ver, revela un atraso en la consideración de las técnicas críticas. Revela una mentalidad escenocrática que pretende reconstituir una realidad única en escena, e imponer una verdad unidimensional a los espectadores. Me parece que en este error cae Alfonso Sastre cuando manifiesta: ‘basta de teatro de propuesta’, como si el problema de la representación pudiese resolverse hacia un único lado ya preconcebido (ver nota completa en http://www.scribd.com/doc/17115564/Sastre-A-Graves-medidas-necesarias-para-la-salvacion-del-teatro-dramatico-espanol). Esta crítica paradigmática de cierta manera de entender el teatro, funcionalizable a los fines ideológicos sectoriales del crítico, pareciera presionar por llevar el teatro a una especie de ‘agit-prop’, de neo-panfletismo o de realismo hiper-obvio y retorizante de los objetivos políticos particulares de quien realiza el comentario, que pueden considerarse mínimamente superados respecto a la búsqueda del propio teatro. Es que hay en ello una contradicción. Por estos lares, la crítica de izquierda le enrostra a las obras vistas en el circuito, faltas conceptuales y hasta éticas en relación a los grandes relatos marxistas: ‘lucha de clases’, ‘dialéctica’, no ser universales, etc., pero se presiona con un corpus crítico y discursivo desviado del ‘punto cero’ en el que la acción revolucionaria comienza, dando por supuesto que dicho nivel es compartido o al menos que funciona como unidad de medida. Así, mal que nos pese, se enseñorea la malhadada petición de principio que, a-dialécticamente, prescinde de considerar tanto el agua que pasó bajo el puente en términos de teatro, como los modos históricos, las tradiciones, tal vez porque se piensa que en términos de lucha social, ahora el único teatro será piquetero. En sí, la idea puede ser hasta valiosa, pero por qué fantasear una cultura imposible: desde ‘cero’. Hoy por hoy, el teatro como micro-cosmos que simboliza un macro-cosmos, a partir de una totalidad poco verificable, descentrada del eurocentrismo al que tributan las concepciones de mundo totalizantes de occidente, no incorpora que las verdades no son válidas para todos. El ecumenismo ideológico choca con la realidad de un teatro partisano (figura que en algún sentido, podemos presumir, la encarna el teatro independiente), al que no comprende, ni en su tradición, ni en su dimensión histórica o territorial. Mal puede entenderse su carnadura crítica y eventualmente transformadora. La izquierda organizada debe dialectizar con el teatro independiente factual, no pretender imponerle discursos, ni decirle lo que tiene que hacer. Ni usarlo para tocar el bombo y que nos diga lo que queremos oír. Su virtud es otra y más rica e imprevisible (por eso, hay que dar ‘toda la licencia a los artistas’). Esta izquierda tiene una posición ingenua con ese trozo historizado que representa el teatro independiente, al que desmedra autoritariamente como pequeño-burgués, porque no logra de él la inmediatez discursiva adecuada a sus fines. Es que a esta altura, el teatro independiente es algo más, por suerte, que un instrumento de propaganda.
La imposibilidad de una masividad omniabarcativa también impide su unanimidad, que es distinto a adjudicarle una toma de partido por el ‘fragmento’ posmoderno. Así, se fuerza al teatro a algo que no constituye su horizonte de expectativa. En lo personal me cuadra perfectamente la idea de Piscator respecto a que, no habiendo unanimidades entre platea y escena, es conveniente llevar adelante una relación múltiple, cambiante, polivalente, como bien lo reflejaban sus puestas. Aquella idea autorizaba a que el teatro pudiera ser el lugar propicio donde la política del cambio debía tratarse. Pero Brecht no quería que el teatro fuera una ‘escenocracia’, esto a partir de su oposición a la idea del teatro-microcosmos simbolizando a un macrocosmos. Brecht no aceptaba que ese punto de toque pudiera ser sellar el acuerdo sobre una misma representación del mundo. Al contrario, se planteó conmover ese tácito acuerdo, cuestionarlo, cuestionar las identificaciones. Entonces rompe con Piscator y con todo una idea de teatro de participación y comunión en donde todos piensan igual, o vitorean al unísono que “la revolución está ganando” (aunque fuera lo contrario) y se encarga de develar la verdad. Brecht a esto le opuso una búsqueda o una construcción de la verdad que aún estaba por hacerse. Ya un gran crítico como Bernard Dort decía: “No se trata de hacer política en la escena o en la sala, sino que la misma actividad teatral, en su especificidad, se ha vuelto acceso a lo político”.
Una conclusión: La vanguardia política no comprende a la vanguardia artística en los términos que el Manifiesto Bretón-Trotski lo hacía o Benjamin en su interpretación de las vanguardias (Brecht, surrealismo, etc), a la que busca paternalizar sin proyecto ni experiencia y deja como efecto un solo hecho retardatario: el prejuicio. Así como tampoco entiende la presunta despolitización de los grupos de realización y presume de posiciones propias no refrendadas por grupos de acción y experimentación idóneos, que vayan más allá de una mera actitud propagandística, crea grupos amateurs exculpados en una conmiseración de clase, absteniéndose en los hechos del desafío de politizar sectores artísticos, que estarían aptos al trabajo político-social, aptos a una politización. En esto, hacer tabla rasa, comenzar de cero, es una mezquindad, el camino más corto, como el que técnicamente realiza el sistema económico cuando capta al arte, sobornándolo a través de brindarle una salida laboral (salas, circuitos, subsidios, etc).